VIAJAR CON LIBROS

Obersee de Hermann Kiekebusch (1857-1920).



«Para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro»

Emily Dickinson



Hoy en día se puede recorrer el mundo con una gran compañía de libros; numerosos libros, muchos más que cientos, muchos más, hasta miles de libros pueden ir con nosotros allá donde vayamos. Los dispositivos electrónicos tipo Kindle permiten esa facilidad práctica, esa delicia estructural eficientísima. Es una gran ventaja y a un tiempo una lástima; al menos para los que gustan de los libros.  Porque lo cierto es que aquellos como yo que padecen y disfrutan del gusto por la lectura y, paralelamente e indefectiblemente (no concibo otra cosa), padecen y gustan del disfrute y amor al libro, un precio han de pagar: los dos amores no son posibles cuando de viajes de trata: o bien pocos libros –libros de verdad, se entiende–, o bien mucha y variada lectura.

Y si la elección se decanta por la practicidad (y mucho me temo que así esté siendo), ello traerá consigo el decline de toda una ciencia, de todo un ceremonial y hasta casi un acto moral: la elección de los pocos libros que nos acompañarán en la ausencia del hogar.

Garganta de Darial de Ivan Konstantinovich Aivazovsky (1817-1900).

Toda aquella, antaño común ceremonia, suponía una prospección en nuestro intelecto y en nuestro ánimo, esto es, un examen profundo del estado de nuestra alma y no sólo actual, sino futuro, pues había que anticipar varios y variados estadios: no sólo los cambios en la capacidad de carga de nuestros baúles o maletas, no sólo nuestro potencial de compra de libros en los varios destinos a visitar (alguno descartable, por lo aislado), sino también los cambios en nuestros propios estados de ánimo de lectura. Todo un ejercicio de conocimiento propio y de planificación, anímica y económica, una auto auscultación intelectual y sentimental (no siempre exitosa, hay que decir). Por todo ello, su pérdida supondrá, en todo caso, un pena, como he dicho, y se convertirá en añoranza en pocos años. 

Pero yo me resisto. A mí me gusta seguir practicando la vieja ciencia. Así ha venido siendo en mi familia y así seguirá siendo. A nuestras hijas les vamos aleccionado sobre la forma y los criterios de elección y planificación para cuando de libros se trata. De esta manera, nuestra ausencia por unos días o nuestras vacaciones (aunque sea solo un fin de semana), traen consigo la necesidad de realizar una selección, y ellas lo saben; pueden olvidar unos zapatos o un vestido, pero no los libros; los libros no, claro que no, aun cuando ello suponga problemas logísticos y de espacio.

Estrecho de Milford, Nueva Zelanda, de Eugene von Guérard (1811-1901).

Y es que se trata, como he dicho, de una vieja ciencia, propia de buenos y sanos hombres. Así, durante la estancia de Lawrence de Arabia en el desierto en la Primera Guerra Mundial, dos libros, el Oxford Book of English Verse y La muerte de Arturo de Malory, permanecieron en su equipaje con pan y agua, cuando todo lo demás fue abandonado. Se dice y se cuenta que Chao Shen-ch'iao, un famoso magistrado chino, vendió todas sus posesiones para ayudar a los necesitados en una gran hambruna, y cuando fue nombrado gobernador de Chehkiang su único equipaje consistía en la pequeña carga de libros que había conservado y llevaba consigo a todas partes.

Dog's Head Scotland de Robert Seldon Duncanson (1821-1872).

No se quedaba atrás el poeta escocés Alexander Smith, que en su famoso Dreamthorp, nos dejó dicho, refiriéndose a los númerosos libros con que se hacía acompañar en su viajes: «Viajo con más poderosas cohortes a mi alrededor que nunca llevaron Timour o Genghis Khan en sus ardientes marchas». El políglota explorador victoriano Sir Richard Burton se impregnó de tal manera de la cultura árabe que viajaba con libros religiosos como El Corán y varias obras sufíes, de los que no se separaba, lo mismo que el Caballero de Boufflers, que viajaba siempre con libros, incluso al lejano Senegal. Por último, se cuenta que Alejandro Magno no podía vivir sin estar leyendo, y que por ello viajaba con libros en sus expediciones y campañas, los cuales eran parte importante de su equipaje.

Como vemos, el viajar con libros era una buena costumbre que debe seguir siéndolo; nos hacía pensar antes de leer incluso, y no creo que eso sea malo, y menos en un tiempo tan huérfano de verdaderos pensamientos; no dejemos que también se pierda:  así que, al viajar, no olvidemos nuestros libros, aunque sean pocos y selectos.




GuardarGuardarGuardarGuardarGuardarGuardarGuardarGuardarGuardarGuardarGuardarGuardar

Comentarios

  1. Estimado amigo, me ha causado mucha gracia este post por la realidad que ha patentizado. Ha expresado magníficamente esos sentimientos y experiencias que tenemos con los libros cuando nos disponemos a partir... Ja!, es todo cierto!
    Casi siempre -y oyendo la risa burlona de mi compañera esposa- llevo una media docena de libros para un viaje de apenas dos días...no le pasa a ud. lo mismo, o me estoy volviendo loco? Y no es que los vaya a leer todos, es que tengo que estar preparado para el estado anímico que venga. Pantalones se consiguen en todas partes, buenos libros...nones.
    En cualquier caso (sé que hay amigos que no concuerdan) lo del Kindle es un atropello a la magia de la lectura.
    Le doy la gracias y mi afecto,

    J.A.F.

    ResponderEliminar
  2. Me pasa lo mismo José. Y es siempre mejor pecar por exceso en esta materia; lo que ocurre es que no siempre podemos hacerlo ¿no?

    Un abrazo.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario