CRISTO, HÉROE DE HÉROES

«El León de Judá». Julia Sanmartin Sesmero. 




«Porque bajé del cielo para hacer no mi voluntad, sino la voluntad del que me envió».

Juan, 6, 38. 

 



Vivimos malos tiempos para los héroes, lo cual, lamentablemente, no tiene nada de extraño. En una época de relativismo atroz, ¿cómo va a florecer el ser menos relativista de todos, el héroe?

Como señala el académico Carlos García Gual, «esfuerzo, humildad, resistencia: estas son las cualidades del héroe» y, como todos sabemos, difícilmente pueden ser apreciadas en un mundo donde reina la vanidad y el capricho, y donde las comodidades y el confort lo son todo.

Tampoco podemos olvidar que, siendo el héroe aquel en quién se encarnan las virtudes a las que los hombres han de aspirar, estas deben precederle, pues sin virtudes no hay héroe que las ejemplifique, que las haga carne y sangre. Por desgracia, hoy el relativismo y la amoralidad han arrasado con el concepto de virtud. El filósofo Alasdair MacIntyre, en su obra Tras la virtud (1981), nos dice que la visión clásica de la virtud era simple: el poder por el cual el hombre pasaba de «ser como era» a «ser como debería ser», al alcanzar su telos o propósito. Este telos estaba conectado esencialmente con la propia naturaleza. Ser virtuoso era simplemente actuar de acuerdo con ella. Para nosotros los cristianos, esto significa algo más, porque supone no solo alcanzar la perfección de esa naturaleza, sino sublimarla para convertirnos en verdaderos hijos de Dios. Cierto que ello no es obra nuestra; cuando acontece, su causa última es la gracia divina generosamente derramada, sin la cual nada es posible, como expresa el gran poema de Francis Thompson, El Lebrel del Cielo (1893): «El Amor que me persigue/Si al final me consigue/No dejará brillar más que su llama». Es Dios quien nos busca, quien nos transforma, quien nos salva, y a nosotros solo nos queda dejarnos atrapar, o al menos, como dice el poeta T. S. Eliot en su obra Cuatro Cuartetos (1941), hacer lo que podamos para que así suceda, sabiendo que nada podemos… 

«Para nosotros, solo queda el intento,

El resto no es cosa nuestra».

Pero, por pequeño que sea, este es un hacer esforzado, un hacer heroico en el que tendremos de actuar como nos dice san Pablo: «velad, estad firmes en la fe; portaos varonilmente, y esforzaos» (1 Corintios, 16, 13). Y Cristo, héroe de héroes nos muestra cómo hacerlo. 

En Cristo se reúnen y se subliman las características atribuidas por todas las culturas al héroe. El patrón es simple, expuesto por autores como el antropólogo británico James George Frazer en su famoso estudio La Rama dorada (1890) o el profesor de literatura comparada estadounidense Joseph Campbell con su obra El héroe de las mil caras (1949), y está representado en miles de historias, comenzando en la epopeya de Gilgamesh, pasando por El Señor de los Anillos y acabando en películas como La Guerra de las Galaxias: el héroe abandona su vida cotidiana, se enfrenta por su pueblo a desafíos, sufrimientos e incluso a la muerte, se transforma a través de todos estos trances, y luego regresa al mundo ordinario, generalmente como un rey. 

Los cristianos sabemos porqué. Como señalaba Tolkien, el cristianismo es el mito verdadero. Jesús existió y esto es lo que da sentido a todas las demás narraciones. Es la historia en la que todas las demás tienen su fuente y a la que todas apuntan. Como C. S. Lewis señaló, «la historia de Cristo es simplemente el mito verdadero: un mito trabajando en nosotros de la misma manera que los otros, pero con esta tremenda diferencia, y es que este realmente sucedió».

Jesús confirma y define ese papel clásico de héroe: tiene un nacimiento misterioso, y al comienzo de su ministerio público abandona la seguridad del hogar y deja atrás la vida cotidiana para adentrarse en un mundo que «no lo conoció», y donde «no lo recibieron» (Juan, 1, 10-11). Tiene un primer encuentro con la sombra, con las tentaciones a las que le somete el Maligno y tras superarlas, se dirige a su destino final: la redención del hombre y del mundo. Y lo hace rechazado por su propio pueblo, pues «los suyos no lo recibieron». Jesús padece el sufrimiento supremo de su alma (asumiendo todos los pecados del mundo) y de su cuerpo (con su flagelación, su coronación de espinas y su crucifixión), y todo ello en soledad, con abandono de todos (Mateo, 26, 56) y aparentemente de Dios Padre (Marcos, 15, 34).  Así, se enfrenta a la muerte (la fuente de todos los terrores humanos y salario del pecado), muere en tanto hombre, desciende a los infiernos, y regresa como Rey de reyes, triunfando sobre todo y todos, incluida la propia muerte. 

Pero, a diferencia de los héroes legendarios, Jesús lleva todo esto a cabo en la realidad, no en la ficción ni en la imaginación de los hombres. Y a diferencia de los héroes reales, aunque muere como ellos, no es vencido por la muerte, porque resucita y vuelve al Padre llevando consigo toda la creación, a la que ha rescatado de la aniquilación y de la corrupción del pecado.

Este majestuoso e increíble momento es el centro de toda la historia («si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe», 1 Corintios, 15, 14). En los mejores iconos de la Resurrección podemos contemplar a Jesús desplegando sus brazos para rescatar el mundo corrompido por el pecado. Su poder y fuerza divinos fluyen a través de sus manos crucificadas y gloriosas, que ahora salvan y dan nueva vida al universo.

Sin embargo, hay varias diferencias entre Cristo y los héroes paganos recogidos en las literaturas y muchos de los héroes reales. Estas diferencias son las que hacen de un hombre un héroe cristiano. 

En primer lugar, está la humildad. Nos dice, en tono de asombro y admiración, san Pablo (Filipenses, 2, 6-8):

«Siendo su naturaleza la de Dios, (…). Y hallándose en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz».

La exaltación de la humildad es algo puramente cristiano. Ya san Agustín lo destaca, señalando que en el mundo pagano «no se encuentra esta humildad. La vena de esta humildad brota de otro manantial; emerge de Cristo. El origen dimana de aquel que, siendo excelso, vino humilde». Y, siguiendo al de Tagaste, la tarea de Cristo se identifica con esa humildad infinita, pues «su misión es, ciertamente, el anonadamiento de sí mismo y su aceptación de forma de siervo».

Hay una enigmática fórmula del citado Joseph Campbell en la que define al héroe como «el hombre de la sumisión alcanzada por sí mismo», lo que podría hacer referencia al concepto heroico cristiano, como referido a aquel que se vence a sí mismo por su fidelidad al bien y a la bondad, así como por su exaltación de la humildad. Pero aquí ha de hacerse un matiz de enorme trascendencia: quién vence no es uno mismo, sino Cristo, y así y solo así uno se vence y vence, en Él y gracias a Él. 

En segundo lugar, se encuentra la obediencia. Jesús es héroe por voluntad del Padre, por cumplir el deseo de su Padre: «porque bajé del cielo para hacer no mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Juan, 6, 38, así como también, Juan 4, 34, 5, 30 y 14, 31, y Mateo 26, 42). No se convierte en héroe por vanidad, fama, riqueza o poder. No se convierte en héroe matando dragones, destruyendo ingenios infernales o enfrentándose y venciendo a otros hombres. No, Él lo hace obedeciendo y humillándose, y todo por amor. Por amor a los hombres, sus criaturas. 

Pero el heroísmo de Cristo es diferente al que estamos acostumbrados, tanto es así que no solo el pueblo judío, sino el mundo entero no lo reconoció como tal; incluso sus discípulos, antes de Pentecostés, quedaron desolados frente a lo que inicialmente veían como un evidente fracaso. Y así habría sido sin la Resurrección. Su gloria culminante fue la cruz desdeñosa, no el último aliento de un dragón, ni la púrpura, el laurel y la pompa. Y aún así, no hay héroe como Él; aun así, el más terrible y poderoso de los dragones hincó su rodilla ante Él y será encadenado por Él en el infierno por toda la eternidad, culminando así nuestra liberación de su tiranía atroz.

Quizá por esa naturaleza peculiar, nacida en la obediencia y la humildad, a pesar de que hoy se nos siguen enseñando e incitando a vivir muchos de los aspectos maravillosos de Cristo (su bondad, su misericordia, su amor), su imagen como héroe está ausente. 

Pero esto no fue siempre así. 

Desde siempre, los cristianos han sabido de esta heroica virilidad del Salvador, de el León de Judá. El cristianismo primitivo siguió los pasos de su héroe, y el primer fruto de este ejemplo fueron los mártires. Tertuliano habló de que «la sangre [de los mártires] es semilla de los cristianos». Clemente de Alejandría diría que con su conducta, «mostraban piedad incluso con su sangre», al igual que san Agustín cuando señala que los «mártires deberían llamarse héroes». Finalmente, Orígenes exhortaba así:

«Un gran teatro está lleno de espectadores para presenciar vuestros combates y las invitaciones al martirio, como si tuviésemos que hablar de una gran multitud reunida para ver competiciones de atletas por llegar a ser campeones».

Cuando las persecuciones terminaron después de Constantino, ausentes los mártires, el monje se convirtió en el héroe del nuevo pueblo de Dios. Desde el principio, los cristianos habían sido conscientes de un cierto sentimiento de aislamiento del mundo, expresado en una famosa frase de la Epístola a Diogneto (finales del siglo II): «Los cristianos tienen su morada en el mundo, y sin embargo no son del mundo». Este sentimiento dio lugar a un éxodo de numerosos monjes ascetas hacia las soledades de los desiertos de Egipto y Asia Menor, en busca de una unión mística con Dios a través del silencio, la oración, la soledad, la quietud y la disciplina. Evagrio Póntico y san Antonio Abad fueron sus más notorios representantes. Llamados los atletas de Cristo, mostraron ejemplo de praxis ascética y dedicaron su vida a un singular combate de carácter espiritual, en medio de una guerra invisible frente al asalto de las fuerzas y espíritus demoníacos que «vagan por el mundo para la perdición de las almas». La masculinidad de los padres del desierto es abrumadora, con su ascetismo y la dureza de sus condiciones de vida. Son mártires, aunque «no destilan sangre», según la expresión de Paulino de Nola

Más tarde, en el Medievo, sus continuadores, dirigidos por san Benito, asumieron esas virtudes viriles en imitación de Cristo, y con su esforzado trabajo y su oración dieron ejemplo de una virilidad cristiana, humilde y obediente, con una lucha heroica frente a las debilidades de la carne, los placeres del mundo y las incesantes tentaciones de los demonios. Todo ello en un escenario comunitario y social, a través de su vida monacal en los monasterios, donde la obediencia y la humildad adquirieron un relieve notable.

Este aspecto varonil y masculino de Cristo se ejemplifica en el hecho de que cuando se predicó por primera vez el cristianismo a las tribus germánicas y nórdicas, se presentó a Cristo como un héroe. El poema sajón Heliand, escrito en minúscula letra carolingia en la Abadía de Corvey a mediados del siglo IX, describe a un Cristo heroico y a sus discípulos como sus thanes. En el Beowulf, el poema más largo y completo que se conserva del inglés antiguo, escrito alrededor del año 1000 en un ambiente monástico, algunos críticos ven al rey guerrero protagonista como una representación de Cristo. Pero la mejor expresión de esta visión heroica de Jesús la encontramos en el bello poema anglosajón El Sueño de la Cruz (siglo VIII), en el que habla, en primera persona, la cruz donde Él fue muerto. Entre sus versos tallados en letras rúnicas sobre la cruz de piedra de Ruthwell, el texto describe a Cristo como un joven y valiente héroe y también como un rey todopoderoso. Borges ––que admiraba este poema––, lo traduce así:

«Entonces vi al Rey de los hombres avanzar con valentía para subir a mí. No me atreví entonces a doblarme o quebrarme, a desafiar la palabra del Señor, aunque vi temblar a la misma superficie de la tierra. (...) Se desvistió entonces ese joven héroe que era Dios Todopoderoso. Ascendió entonces al alto madero, valiente a la vista de muchos, el que luego liberaría a la humanidad. Temblé cuando me abrazó, (...) Cruz fui levantada. Alcé al poderoso Rey, al Señor de los Cielos; no me atreví a inclinarme. Me atravesaron con oscuros clavos, en mí son aún visibles aquellas heridas, esas dentelladas maliciosas».  

Cuando se forjó el espíritu caballeresco, los antiguos guerreros fueron reconducidos por san Bernardo a una nueva visión cristiana, pasando de ser símbolos de desorden y violencia a adalides de la cristiandad. En palabras del propio Bernardo, el nuevo héroe «es un caballero intrépido y seguro, cuya alma está protegida por la armadura de la fe como su cuerpo está protegido por la armadura del acero». Esta novedosa visión del guerrero dio lugar a una nueva clase de literatura, heredera de las antiguas sagas nórdicas y germánicas, conocida como la chanson de geste. El Cantar de Roldán (finales del siglo XI), el Cantar de mío Cid (1200) y las primeras leyendas artúricas, pertenecen a este nuevo tipo de canciones o poemas. A través de la chanson de geste se promovió, en mil formas diferentes, la noción de la caballería cristiana como una forma de vida dedicada a la religión, la amistad y la protección de los más débiles. 

Pero pronto empezó a verse una decadencia, una licuación del modelo, y la Baja Edad Media, con las cuitas trovadorescas y el amor cortés, mostró esa desviación, pasando el caballero a ocuparse preferentemente de lances amorosos y abandonando prácticamente su misión de héroe de la cristiandad.

Este aspecto de Cristo héroe, de Cristo viril, es reconducido a un rincón oscuro a partir del Renacimiento y quizá solo pudiera salvarse en san Ignacio de Loyola ––muy probablemente gracias a sus orígenes guerreros–– y, en la literatura, en el personaje de Don Quijote, al que el filósofo Manuel García Morente califica como tipo del caballero cristiano. Desde ese momento, un declive, lento pero constante, nos trae hasta hoy, donde es patente el abandono de la imagen de Cristo como héroe, sea como Rey de reyes, grandioso Señor, Pantocrátor, fuerza creativa y poderosa, sea como siervo doliente, sacrificado, humilde y obediente. 

Para recordar esos dos aspectos que se complementan y se unifican en Cristo mismo y de los que Él es causa, el monje guerrero y poderoso y el héroe humilde y obediente, hablaré de varios libros en las próximas entradas. Mientras tanto, hagamos que nuestros hijos esperen con fortaleza y esperanza, y hagan suyo el ánimo heroico de Don Quijote:

«Aquí esperaré, intrépido y fuerte, si me viniese a embestir todo el infierno».

 

Comentarios

  1. Recientemente soporte ver algunos capitulos de la serie "Vikingos", y entre imprecisiones históricas y zalamera alabanza a una cultura barbárica, no pude dejar de notar su presentación de los cristianos como débiles, tontos y afeminados; Y esto no por su raza (¿no hubo cristianos nórdicos acaso?) sino por su religión y su Dios, nuestro Cristo. El cristianismo es de débiles, hace débil a los demás porque su dios es un debilucho muerto y derrotado en una cruz. No es el glorioso Thor y Odín, los poderosos sino el Carpintero de Nazareth.

    Nosotros que sabemos historia, sabemos bien que no es así; los cristianos hemos dado muestras de valor en incontables oportunidades, a diferencia de los vikingos que han muerto hace siglos y los que aun viven no tienen las fortalezas de otrora (¿se enteraron de la "neo-iglesia pagana" en Islandia que adora a Odín pero no quiere hacer sacrificios animales porque es "violento"?), y aun hoy lo damos considerando que siempre somos llamados al martirio.

    La pregunta seria ¿Quién vendió la idea de que somos débiles? ¿de que Cristo es un hombre débil? Suelo creer que una devoción mal entendida, un cristianismo afeminado. El que cambio el Pantocratór bizantino con su seriedad y reyecía por el Sacra Cour de la Escuela de San Sulpicio, con más azúcar de la que debería consumir el cristiano.

    Pues en estos tiempos, que son los últimos, es deber del cristiano y sobre todo de las madres cristianas, devolver la varonilita a los hombres, a los caballeros y héroes, para que en ellos se refleje el regio pastor: Jesucristo, nuestro rey.

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