LA FRONTERA, LA PIEDAD Y LA PRUDENCIA

«De vuelta a casa». Peder Mørk Mønsted (1859-1941).




«Cuando la libertad se expande para significar libertad de instinto y destrucción social, entonces la libertad está muerta».

Jean Raspail. El campamento de los santos


«¿Puede una puerta proteger un mundo que ha vivido demasiado tiempo?»

Jean Raspail. El campamento de los santos


«El domingo por la mañana, Otto Fuchs tenía que llevarnos en el carro a conocer a nuestros nuevos vecinos de Bohemia. Les llevábamos provisiones, pues se iban a instalar en un lugar salvaje donde no había huerto ni gallinero y la tierra de labor era muy poca».

Willa Cather. Mi Ántonia




Uno de los temas más en boga hoy, objeto de acalorado debate, es el de la inmigración. Según la última encuesta publicada por el CIS (último mes de julio), en estos momentos la inmigración es la principal preocupación para los españoles, superando al paro, la economía y la discusión política. Pero es solo una inquietud local. Todo el mundo occidental se encuentra esa misma tesitura. Se trata de un problema político, jurídico, económico y moral, con implicaciones incluso de pura supervivencia en términos de civilización.

En este asunto sería una ingenuidad imperdonable no percatarse de tres circunstancias:

1º.- Que una inmigración, en gran número y sin limitaciones, de personas pertenecientes a culturas, no solo diferentes, sino también opuestas abiertamente a nuestra forma de vida, terminará afectando a esta y acabará por hacerla desaparecer.

2º.- Que una inmigración de personas sin ningún tipo de control de acceso, tanto sobre las condiciones de estado de salud y prevención y control de enfermedades, como sobre los antecedentes penales y criminales, necesariamente deteriorará nuestra forma de vida y disparará –como ya está haciendo– los niveles de inseguridad e insalubridad.

3º.- Que una nación que permita una inmigración descontrolada, dando acogimiento a un número y condición de inmigrantes que desborden sus necesidades y posibilidades reales, tanto económicas como sociales y laborales, trabaja contra su deber de promover el bien común y el bienestar de la nación. 

Ello hace que las preocupaciones de algunos por tales condiciones y circunstancias –que son aquellas en las que se está produciendo una gran parte de esa inmigración– sean legítimas, y nada tengan que ver con el racismo, o con la obligación –resaltada por la Iglesia– de acoger y ayudar al extranjero.

Por tanto, parece procedente acercarse al asunto, recordando en unas breves líneas el enfoque católico a esta cuestión, y trayendo a colación un par de novelas que pueden ayudar a ilustrar el tema.

La doctrina es antigua pero constante. Parte, como base, de la virtud teologal de la caridad y del mandamiento de amor al prójimo, y tiene en cuenta, sujetas a la razón y al discernimiento, las circunstancias anteriormente enumeradas y cualesquiera otras pertinentes. 

Así, la Iglesia enseña, no solo que las naciones deben, en cuanto sea posible, acoger a los inmigrantes, sino también que pueden, no obstante ello, regular su acceso con condiciones, y restringir la inmigración cuando esta pueda tener un efecto perjudicial sobre la nación que la acoge y la consecución del bien común de sus ciudadanos. Por último, esta doctrina resalta que las razones para tales medidas pueden incluir consideraciones económicas y culturales.  

Un principio clave de la doctrina social católica, el de solidaridad, y una virtud, derivada de la cardinal de la justicia, la piedad, informan esta doctrina y modulan a la virtud imperante en esta materia: la caridad. Y aun tiempo, en su dinámica mutua, se compensan y delimitan. 

La enseñanza social católica afirma el principio de solidaridad, según el cual tenemos, por naturaleza, obligaciones unos con otros a las que no hemos dado nuestro consentimiento, pero que nos vinculan y obligan. Esto se aplica tanto a nuestros familiares y amigos, como a nuestros compatriotas, o incluso a los extranjeros. Pero, al mismo tiempo, la Iglesia rechaza firmemente la tendencia igualitarista de considerar que nuestras obligaciones se extienden a todos los seres humanos por igual. Hay un orden y una jerarquía también en esto. Por lo tanto, nuestras obligaciones con la familia son más fuertes que con la comunidad local. A su vez, nuestras obligaciones con la comunidad local, son más fuertes y más directas que con la nación en su conjunto; y, por último, las obligaciones que mantenemos con la nación y con nuestros compatriotas son más fuertes que las que pudiéramos tener con algún extranjero desconocido, nación extranjera o comunidad de naciones.

La familia es, pues, la unidad social básica, y es con los miembros de nuestra familia con quienes tenemos las obligaciones más fuertes y directas; las obligaciones para con otros, aunque se deriven igualmente de la ley natural y no del consentimiento, se vuelven menos fuertes y menos directas cuanto más se alejan del núcleo familiar.

Tomas de Aquino enseña al respecto:

«Agustín dice...

"Puesto que uno no puede hacer el bien a todos, debemos considerar principalmente a aquellos que por razón de lugar, tiempo o cualquier otra circunstancia, por una especie de casualidad están más estrechamente unidos a nosotros".

(...)

Ahora bien, el orden de la naturaleza es tal que todo agente natural despliega su actividad en primer lugar y sobre todo en las cosas que le son más próximas.... Pero la concesión de beneficios es un acto de caridad hacia los demás. Por lo tanto, debemos ser más benéficos con aquellos que están más estrechamente relacionados con nosotros.

(...).

Porque debe entenderse que, en igualdad de condiciones, se debe socorrer más bien a quienes están más estrechamente relacionados con nosotros».

Y esta doctrina sigue siendo tan pertinente hoy como lo era ayer cuando Aquino, si no más. De hecho, como reconoce el documento de la Pontificia Comisión «Iustitia et Pax» de 1988, La Iglesia ante el racismo:

«Corresponde a los poderes públicos, responsables del bien común, determinar el número de refugiados o inmigrantes que su país puede acoger, teniendo en cuenta sus posibilidades de empleo y sus perspectivas de desarrollo, pero también la urgencia de la necesidad de otras personas. El Estado también debe velar por que no se cree un grave desequilibrio social que iría acompañado de fenómenos sociológicos de rechazo como los que pueden producirse cuando una concentración excesiva de personas de otra cultura se percibe como una amenaza directa para la identidad y las costumbres de la comunidad local que las acoge».

Y así se constata en el Catecismo, en el punto 2241:

«Las naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto sea posible, al extranjero que busca la seguridad y los medios de vida que no puede encontrar en su país de origen. Las autoridades deben velar para que se respete el derecho natural que coloca al huésped bajo la protección de quienes lo reciben.

Las autoridades civiles, atendiendo al bien común de aquellos que tienen a su cargo, pueden subordinar el ejercicio del derecho de inmigración a diversas condiciones jurídicas, especialmente en lo que concierne a los deberes de los emigrantes respecto al país de adopción. El inmigrante está obligado a respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual del país que lo acoge, a obedecer sus leyes y contribuir a sus cargas».

Esta posición de la Iglesia respecto a la acogida del inmigrante y su relación con el bienestar de la nación y el bien común de aquellos que la conforman, no implica de ninguna manera un apoyo a un nacionalismo excluyente, al racismo o a la xenofobia. Más bien, actúa como un contrapeso a estas ideologías. Representa un equilibrio prudente entre, por un lado, tales errores, y, por otro, el excesivo individualismo y globalismo que buscan deshacer las lealtades nacionales, y el buenismo irresponsable e ingenuo que inconscientemente las promueve.

Esta enseñanza es relevante; extremadamente relevante hoy. Como resalta acertadamente el filósofo Edward Feser:

«Es cierto que nunca debemos permitir que las enseñanzas de la Iglesia sobre el patriotismo y los derechos de una nación a proteger su identidad cultural sirvan de excusa para el racismo y la xenofobia. Pero tampoco debemos permitir que falsas acusaciones de racismo y xenofobia sirvan de excusa para ignorar la enseñanza de la Iglesia sobre el patriotismo y los derechos de una nación a proteger su identidad cultural».

Y continua:

«Pero, ¿enseña la Iglesia que hay que acoger a los inmigrantes? Por supuesto, y en los mismos documentos que acabamos de citar. Pero, ¿enseña que las fronteras deben estar abiertas, que la inmigración no puede limitarse o que es un error adaptar la política de inmigración para preservar la cultura y la estabilidad económica de la nación de acogida? En absoluto».

Por supuesto, esto no significa que los católicos no deban adoptar una actitud generosa hacia los inmigrantes cuando estos lo precisen, como lo harían ante cualquier persona necesitada, ni tampoco que no pueda haber discrepancias entre ellos al respecto de cuáles deberán ser las restricciones, limitaciones o condiciones a la inmigración, ya que se trata de una cuestión de juicio prudencial sobre la que los católicos de buena voluntad pueden estar razonablemente en desacuerdo.

Sin embargo, a pesar de todo ello, en nuestro tiempo numerosos cristianos y gente de buena voluntad de distintas creencias, caen en el error extremo de olvidar esta enseñanza y el uso de la virtud de la prudencia en su aplicación, lo que lleva a muchos a abrazar políticas de fronteras abiertas y flujos migratorios incondicionales, y a tolerar, e incluso fomentar, la inmigración ilegal. La mayoría de estas personas fundamentan su acción o postura en buenas intenciones, pero atrapados en un infantilismo reductor, permiten que sus buenos sentimientos sean manipulados sin reparos por aquellos que buscan su destrucción y la destrucción de aquello en lo que creen.

Para ilustrar esta realidad, que ya está empezando vislumbrarse por algunos por el duro choque con la misma, en la próxima entrada, les hablaré de dos novelas muy distintas, escritas por dos escritores cristianos. Dos novelas que me servirán como ejemplos de dos tipos de inmigración: una desordenada y violenta, una especie de invasión, a modo de ola rompiente que se precipita sobre un castillo de arena construido a orillas del mar; la otra, ordenada, secuenciada y más armónica, a semejanza de las aguas de un río que, al desembocar en la costa, se entremezclan con las del océano. 

Hay que dar a este trascendental asunto el enfoque adecuado, prudente y realista, engarzando, como he señalado, el orden de la caridad con la virtud de la piedad y el bien común, antes de que, sobre las ruinas de las tan cacareadas, integración y diversidad, las naciones se encuentren en la tesitura de optar entre dos extremos, ambos nefastos e indebidos: el cierre absoluto de fronteras, y la apertura indiscriminada y sin control de las mismas.

Les emplazo a la próxima entrada. 


Comentarios