«Las cataratas del Niagara». Frederic Edwin Church (1826–1900). |
«Los poetas son hombres que han conservado sus ojos de niño».
León Daudet
«Un poema no es algo que se ve, sino la luz que nos permite ver».
Robert Penn Warren
«Sin embargo, la razón por la que el filósofo puede compararse con el poeta es esta: ambos se preocupan de lo maravilloso».
Tomás de Aquino
Sigo con la poesía. No me cansaré de hablar de ella. No desistiré en mi apología del lenguaje y el saber poético, ni en el rescate de esa forma de estar en el mundo. Una forma de estar y conocer que nos ofrece una parte de aquello que nos es dado comprender, por pequeña que sea. Y, sin embargo, una forma de estar y conocer que, extrañamente, muchos ignoran con un gesto displicente, cargado de la estúpida soberbia del necio que nada sabe sobre lo que desprecia. No cesaré de alabar a los poetas, y no cejaré en alentar una educación poética en nuestros niños. No lo haré. Ténganlo por seguro.
Así que, de vez en cuando tendrán que tolerar que les hable de poesía y de poetas, como sucede hoy. Voy a detenerme un momento en la relación de los poetas con el asombro del mundo.
Decía Joyce Kilmer, un poeta católico que pudo ser grande –y que, ciertamente, lo fue, si bien su vida se vio truncada prematuramente–, lo siguiente:
«El poeta ve cosas que permanecen ocultas para los demás hombres, pero solo las percibe en sueños. El poeta es, por el origen mismo de la palabra, un hacedor; sin embargo, es un hacedor de imágenes, no un creador de vida. Este es un libro de reflejos de la Belleza; una Belleza que los ojos mortales solo pueden apreciar de forma indirecta, un libro de sueños de esa Verdad que algún día comprenderemos despiertos. También es un libro de imágenes que contiene representaciones esculpidas por quienes trabajaron con la ayuda de la memoria, la extraña memoria de los hombres que viven en la Fe».
No es la primera vez que les hablo de esa misión sagrada del poeta, que actúa como visionario, e incluso como profeta, la mayor parte de las veces profano. Pero nunca he profundizado en el porqué de esa visión.
La mayoría de nosotros, el resto de los mortales, de entrada, experimentamos el mundo a través de nuestros cinco sentidos. Y al hacerlo, por necesidad, efectuamos una labor de criba sobre la totalidad de las percepciones recibidas. Y así, nuestro intelecto no procesa la mayoría de esos estímulos sensibles. Lo contrario conduciría a un colapso cognitivo y, por extensión, conductual y volitivo. Nos paralizaríamos sin saber qué hacer, abrumados por una miríada de sensaciones, a cada cual, más inconexa y contradictoria con las otras.
Dice el filósofo George Santayana:
«Para abrirnos camino a través del laberinto de objetos que nos asaltan, debemos hacer una cuidadosa selección de nuestra experiencia sensorial. La mitad de lo que vemos y oímos debemos pasarla por alto como insignificante, mientras que hemos de juntar la otra mitad para convertirla en una concepción fija y bien ordenada del mundo».
Pero, a pesar de ello, ese resto –inmenso resto– de lo que apartamos de nuestra conciencia, sigue ahí, almacenado, no se sabe dónde, dormido, replegado en un alféizar polvoriento de, quizá, nuestra memoria. Esperando…
Pero, ¿esperando qué?
Un despertar. Una luz que ilumine ese oscuro rincón. Un hilo, por fino que pueda ser, que trace una unión entre toda esa amalgama de sensaciones, a priori, abstrusas e inconexas. A la espera de una conexión, de una visión unificadora.
Y esto lo puede dar el poeta.
Vuelvo a Santayana:
«El poeta, por naturaleza, retiene la inocencia del ojo o la recupera fácilmente; desintegra las ficciones de la percepción común en sus elementos sensoriales y los reúne de nuevo en grupos aleatorios, a medida que los accidentes de su entorno o las afinidades de su temperamento los pueden unir. Se sumerge en el caos que subyace a la cáscara racional del mundo y trae a relucir alguna imagen superflua, alguna emoción olvidada, la cual vuelve a unir al objeto presente. Restablece las cosas innecesarias, hace hincapié en lo ignorado y pinta de nuevo en el paisaje los matices que el intelecto ha permitido que se desvanezcan de él».
¿Y qué parte de esa experiencia olvidada es la relevante?
Una que es consustancial al niño (que por eso es poeta natal). Me estoy refiriendo a la emoción.
Otra vez Santayana acude en mi ayuda:
«El primer elemento que el intelecto rechaza al formar sus ideas sobre las cosas es la emoción que acompaña a la percepción; y esta emoción es lo primero que el poeta restaura. Se detiene en la imagen, porque se toma su tiempo para disfrutar. Él vaga por los caminos de la asociación, porque estos caminos son encantadores. El amor a la belleza, que le hizo dar medida y cadencia a sus palabras, y el amor a la armonía, que le llevó a rimarlas, reaparecen en su imaginación y le impulsan a seleccionar de allí el material que es hermoso o capaz de asumir formas bellas. El vínculo que une las ideas, a menudo tan separadas, que su ingenio asimila, es con frecuencia el eslabón de la emoción».
Recordemos que, según Aristóteles, en el asombro está el comienzo de toda sabiduría. Y en los niños ese asombro encuentra tierra abonada. Era opinión común en la Grecia clásica que, dado que los niños y jóvenes viven casi totalmente en el nivel de su imaginación y de sus emociones, la educación debería atraerlos hacia lo verdadero y lo bueno a través de la belleza como expresión sensible de lo real, y del asombro que esta puede causar.
Abonando esta idea, el profesor Dennis Quinn, uno de los colegas de John Senior en el famoso programa Pearson de Humanidades Integradas de la Universidad de Kansas, señalaba que el asombro forma parte de nuestro equipamiento estándar como seres humanos. Según él, el asombro constituye la emoción o pasión humana básica que surge cuando tomamos conciencia de nuestra ignorancia. Por eso los niños («los que menos saben», como presumimos los adultos) son los poetas por naturaleza.
Esa conciencia de la maravilla de que les hablo puede ser placentera, pero también tiene una función vital, que nos impulsa a buscar el conocimiento de las cosas en sus causas. De esta manera, opuesto a la mera curiosidad, el asombro está en la base de la poesía, pero también es el principio de la sabiduría y la filosofía. De ahí que Quinn, insista en que el asombro se encuentra originalmente en las cosas, y que el poeta, en particular, «tiene el don y adquiere el arte de imitar o re-presentar los misterios de la naturaleza».
La frase de santo Tomás del comienzo da lugar al siguiente comentario del filósofo Josef Pieper, que, aunque extenso, merece la pena rescatar:
«Existe una notable y poco conocida frase de Santo Tomás de Aquino, en su Comentario a la Metafísica de Aristóteles: “el filósofo tiene en común con el poeta que ambos tienen que habérselas con lo maravilloso “(mirandum”), lo asombroso, lo digno de admiración, o lo que sea que provoca admiración”. Estas palabras, cuya profundidad no es fácil de sondear, tienen tanto más peso cuanto que ambos pensadores son figuras de extraordinaria sobriedad, totalmente opuestas a cualquier confusión romántica. Así pues, por razón de la común orientación hacia lo admirable, el “mirandum” (¡y lo maravilloso no se presenta en el mundo del trabajo!), esa fuerza común de trascender hace que el acto filosófico se asemeje y aproxime al acto poético, acercándose a él y emparentándose con él más que con las ciencias exactas especializadas».
(...)
«Captar en lo cotidiano y habitual lo verdaderamente desacostumbrado e insólito, el "mirandum", es el comienzo del filosofar. Por ello, como dicen Santo Tomás y Aristóteles, el acto filosófico y el poético se emparentan; tanto el filósofo como el poeta deben hacer frente a lo asombroso, a lo que provoca y exige admiración. Por lo que toca al poeta, Goethe, cuando tenía setenta años, concluyó un breve poema ("Parabase") con este verso: "Para asombrarme existo"; y a los ochenta, en una carta a Eckermann, afirma: "Lo más alto a que puede llegar el hombre es al asombro"».
El amor a la verdad, la búsqueda desinteresada del saber, están motivados por ese asombro ante la realidad al que se refieren Aquino y Pieper. Y esa verdad, o esa parte de la verdad que podemos conocer, está en la realidad, una parte de la cual no es evidente y espera tras de la apariencia material de las cosas. Ahí juega un papel la poesía, como parte de ese otro modo de conocimiento que nace de las cosas mismas, de nuestra relación directa con ellas, por con-naturalidad, y que complementa el conocimiento científico positivo que hoy lo abarca todo. El poeta William Blake ya habló en su día de la necesidad de liberarse «de una visión única y del sueño de Newton», apuntando a ese conocimiento poético.
Se trata de una forma de conocer en la que la cabeza consulta al corazón, y donde se aúnan la capacidad de asombro con la inocencia, y el amor con la percepción de la verdadera realidad. Tal y como debieran conocer y expresarse por naturaleza los niños. Y tal y como debemos alentar y cultivar en ellos. Y la poesía nos ayudará a ello.
Por esa razón los poetas son tan necesarios. Por favor, no lo olviden.
Ahora bien, ¿de qué poetas estamos hablando?
Cualquier selección que yo pudiera darles pecaría de subjetividad y por lo tanto sería, con toda razón, tachada de parcial, errando aquí y allá y mostrando los rasgos y rastros de una simple preferencia personal, discutible y siempre incompleta. Por ello, aun no dejando abandonada del todo alguna que otra mención (como hago a lo largo de este blog), y del registro de poemas favoritos que acumulo en mi otro blog, (al que de nuevo paso a invitarles: La memoria poética), me atrevería a darles un consejo general para que, aquel que se halle a tientas pueda dar unos primeros pasos en el mundo poético.
Si acudimos a Tomás de Aquino podemos –como de costumbre– encontrar alguna orientación.
El Aquinate nos pone ante una disyuntiva existencial que va más allá de lo meramente poético, pero que nos ayudará en todo caso: la oposición entre la humildad y el orgullo. Para Tomás, el hombre guarda dentro de sí un compromiso con la realidad. Esto no supone solo un anhelo, es más bien, una necesidad vital y existencial. Cuando el hombre se aleja de lo real, se mustia y se desintegra, tal y como sucede hoy.
Pero este acercamiento a lo real exige una disposición vital que implica todo nuestro existir, y esta disposición no es otra que la humildad, que, como supieron los antiguos, es imprescindible para poder asombrarnos y entreabrir la puerta al comienzo de la sabiduría. Quien tiene humildad, dice Tomás, sentirá un profundo agradecimiento por su propia existencia y por la existencia de todo lo que le rodea. Esta gratitud le permitirá ver con ojos de asombro y le moverá a contemplar la bondad, la belleza y la verdad del mundo. Tal contemplación conduce al mayor fruto de la percepción, que es lo que Tomás llama dilatatio, la dilatación de la mente. Una apertura a las profundidades de la realidad, a lo que hay más allá de la simple percepción a través de nuestros sentidos. Una visión que, de alcanzarse, permitiría a una persona vivir en comunión con la bondad, la verdad y la belleza de lo creado, aunque sea de manera precaria, pues la verdadera contemplación en su plenitud está reservada para la otra vida.
Chesterton, que, como sabemos, hizo de esta humilde disposición al asombro frente al mundo su filosofía personal, nos dice, no obstante, con gran sabiduría:
«Tener la mente simplemente abierta no es nada. El objetivo de abrir la mente, como el de abrir la boca, es volver a cerrarla sobre algo sólido».
Y este bocado sólido de realidad sobre el qué cerrar la mente nos lo puede dar, paradójicamente, la poesía.
Es esa humildad en el mirar, propia de los verdaderos poetas, la que conduce a un estado de gratitud que permite admirar con asombro aquello que nos rodea.
Por el contrario, lejos de la humildad, el orgullo conduce irremediablemente a la ingratitud. Esta ingratitud es incompatible con el asombro y, por tanto, impedirá acercarse, aunque sea un poco, a la deseada contemplación, cerrando la mente en el vacío en lugar de abrirla para captar algo que nos permita comprender, aun de manera torpe e imperfecta, los misterios del mundo.
Gracias a Dios, entre nosotros, han convivido, y siguen y seguirán conviviendo, almas verdaderamente humildes, rebosantes de gratitud y asombro, que se toman el tiempo de detenerse en medio de las tribulaciones y distracciones del día a día, para sentarse, con los ojos abiertos por el asombro, en presencia de la realidad que nos envuelve. Almas que, impulsadas por los dones poéticos recibidos, tratan de desentrañar los misterios que reposan, callados, tras las cosas.
Estos son los poetas a los que hay que atender: los verdaderos, aquellos que nos ofrecen el fruto de la auténtica poesía, como un reflejo, aunque sea borroso, de la bondad, la verdad y la belleza del cosmos. Y esto es así, sean o no conscientes de lo que hacen, ya que algunos ciertamente ni lo han sido ni lo son, y quizá nunca lo sean. Pero eso no importa realmente.
Así que, de la mano de sus hijos, vayan en busca de los verdaderos poetas, los de ojos humildes. Y una vez hallados, abran con ellos sus mentes al asombro del mundo.
Para finalizar, les sugiero comenzar esa exploración con un poema sencillo, del poeta orensano José Ángel Valente; un pequeño poema que nos invita a «captar en lo cotidiano y habitual lo verdaderamente desacostumbrado e insólito», ese "mirandum" del hablaba Aquino. Ahí se lo dejo a ustedes:
Octubre
Hay una leve luz caída
entre las hojas de la tarde.
Dame
tu mano y cruza
de puntillas conmigo
para nunca pisarla,
para no arder tan tenue
en sus dormidas brasas
y consumirte lenta
en el perfil del aire.
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