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Buscando un libro, de Lori Preusch. |
«El hábito, si no se resiste, al poco tiempo se vuelve una necesidad.»
San Agustín
– ¿Qué estás buscando? – pregunto a mi hija mayor que, absorta y echada de
rodillas en el suelo del pasillo, escruta con ceño fruncido la pequeña
biblioteca que se extiende a todo lo largo del mismo.
– Oh, un libro, ya sabes que acabé «Mujercitas». – dice sin levantar la mirada.
– Y que tal, ¿ya te has decidido? – pregunto interesado.
– No… es que busco algo diferente ¿sabes? Creo que me apetece algo de
aventura y acción... – sigue sin levantar la vista.
– Pues no sé… – digo rebuscando en mi memoria algún título que recomendar.
– ¡Ah!, ya lo encontré. – dice jubilosa. Esta vez ha levantado la vista y
mueve de un lado a otro el libro que está en sus manos.
– ¿Qué te parece? – el libro que me muestra es Secuestrado de Stevenson.
– No me parece nada mal. David Balfour y sus aventuras. – comento interesado.
– Es que como me gustó tanto «La
Isla del Tesoro»… pues. – dice.
– Que sí, que sí, que te va a gustar. – le digo con agrado.
Y lo cierto es que le gustó mucho (mi hija mayor acababa de cumplir doce años en aquel momento).
Este
es un ejemplo real que creo ilustra bien lo que voy a decir a continuación. Veo con
agrado a mis hijas bucear absortas e interesadas en los estantes de las
bibliotecas de su dormitorio y de la parte del pasillo que está enfrente del
mismo. Esas son sus zonas. Ahí saben
que pueden buscar, y ahí buscan. Se sienten libres eligiendo – aunque puedan
pedir consejo, lo que hacen a menudo–, y nosotros nos sentimos tranquilos
dejando que lo hagan. Hay confianza y libertad, bajo cierto control, sí, pero
libertad al fin y al cabo y ellas lo saben y lo agradecen. Se sienten dueñas de
sus gustos y de sus decisiones, y esa pequeña autonomía suya les ayuda a amar
los libros. A esto me gusta llamarlo facilidad.
Porque lo cierto es que uno de los aspectos
importantes en la construcción del hábito de leer es el de dar facilidad de entrada
a los libros. Este aspecto se compone principalmente de dos elementos básicos: la
proximidad y acceso fácil a los libros y la libertad en la elección de aquellos.
Creo que, tanto la familiarización de los niños con los libros y la
lectura, cuanto la incorporación de este hábito en su vida habitual, pasa
por este fácil y libre acceso. Los niños deberían ver libros a su alrededor y
que estos se encuentren al alcance de su mano, poder hacerse y deshacerse de ellos con
inmediatez y facilidad y dar satisfacción pronta a su apetencia o necesidad de
lectura. Por otro lado, esa familiaridad debe estar impregnada de confianza y
esa confianza de libertad: el niño debe poder escoger libremente entre los
libros que estén a su alcance, eso le hará más dueño de su lectura y cuanto más
dueño se sienta, más amor y pasión tendrá por aquello que ya no ve ajeno ni
impuesto y que siente como suyo.
Como se deduce de lo dicho, lo anterior precisa de una
cierta geografía (en su segunda acepción de “conjunto de características que
conforman la realidad física de una zona o de un territorio”) y de cierto clima
ambiental. Y me explico. Debemos poner libros cerca de los
niños (la ubicación física), pero estos libros deben ser libros que merezcan
nuestra confianza (el clima ambiental), porque, desgraciadamente, no todo libro
calificado como infantil la merece.
El primero de puntos (la localización de los libros), impone ciertos sacrificios y exigencias. Los libros deberían situarse en el dormitorio de los niños o en una estancia contigua (una habitación de juegos, o incluso un pasillo adyacente), y dentro de esta deberían ser elegidos con preferencia, como depósito de libros, lugares de fácil acceso. Ya, diréis muchos, esto resulta fácil decirlo, pero en el hogar debe primar un orden y una estética, y el reto es encajar lo uno con lo otro. Cierto, reconozco que a veces no resulta fácil. En nuestro caso pusimos estantes en su dormitorio y en el pasillo contiguo frente al mismo y las niñas los usan habitualmente; no es raro verlas sentadas en el suelo frente a los estantes, hojeando libros y hablando una con la otra sobre ellos.
El segundo de los aspectos comprende los conceptos de selección y criterio, y exige una búsqueda, una profundización y un juicio, es decir, una labor de criba: ya he apuntado que, paradójicamente, no todo libro destinado al público infantil y juvenil responde realmente a ese fin, por lo tanto, tendremos que decidir cuáles son los libros que habremos de dejar al libre alcance de nuestros hijos. Y esto tampoco es sencillo. Este blog es el testimonio de aquellos libros que mi esposa y yo hemos dejado a la mano libre de nuestras hijas. No todos los libros seleccionados han funcionado, es verdad, pero aquellos que lo han hecho, que han sido numerosos, compensan con creces los fracasos y los olvidos.
El segundo de los aspectos comprende los conceptos de selección y criterio, y exige una búsqueda, una profundización y un juicio, es decir, una labor de criba: ya he apuntado que, paradójicamente, no todo libro destinado al público infantil y juvenil responde realmente a ese fin, por lo tanto, tendremos que decidir cuáles son los libros que habremos de dejar al libre alcance de nuestros hijos. Y esto tampoco es sencillo. Este blog es el testimonio de aquellos libros que mi esposa y yo hemos dejado a la mano libre de nuestras hijas. No todos los libros seleccionados han funcionado, es verdad, pero aquellos que lo han hecho, que han sido numerosos, compensan con creces los fracasos y los olvidos.
Y voy a acabar con otra cita, en este caso de la magnífica escritora de libros infantiles Eleonor Farjeon, de la que hablaremos algún día. La cita es extensa y forma parte de la introducción al libro de mayor éxito de la autora, un libro de cuentos de hadas titulado The little bookroom (en castellano editado como La princesa que pedía la Luna). Farjeon habla de su niñez y de los libros que había en su casa y dice así:
«En la casa de mi niñez había una habitación que llamábamos «la pequeña biblioteca», aunque cierto es que cada habitación de la casa podría haberse llamado así.
Nuestra sala de juegos, en el piso de arriba, estaba llena de libros. Abajo el despacho de mi padre estaba lleno de ellos. Forraban las paredes del comedor, inundaban la sala de estar de mi madre y subían hasta los dormitorios. Nos hubiera parecido más natural vivir sin ropa que sin libros y más contrario a la Naturaleza no leer que no comer.
Pero la pequeña biblioteca era, de todas las habitaciones de la casa, la que había quedado abandonada exclusivamente a los libros, como un jardín descuidado queda a merced de las flores silvestres y la maleza. Allí no había selección ni sentido de orden alguno. En el comedor, en el despacho y en nuestra sala de juegos, había criterio y disposición; pero en la pequeña biblioteca se reunía un abigarrado montón de libros extraviados, vagabundos y desterrados de las otras habitaciones, sobras de las partidas compradas por mi padre en subastas. Mucha hojarasca, pero también muchos tesoros. Una lotería, una gran suerte para un niño a quien nunca se le había prohibido manejar nada entre cubiertas. Aquella biblioteca polvorienta, cuyas ventanas nunca se abrían y a través de cuyos cristales el sol de verano lograba enviar algunos rayos sin lustre en los cuales bailaban y resplandecían partículas de oro, abrió para mí mágicas ventanas, a través de las cuales yo contemplaba otros mundos y otros tiempos, mundos llenos de poesía y de prosa, de hechos y de fantasía. Allí encontré antiguas piezas de teatro, historias antiguas y viejos romances, supersticiones y leyendas y lo que se llaman «curiosidades de la Literatura». Había un libro llamado «Las noches florentinas» que me fascinó; otro llamado «Los cuentos de Hoffmann» que me asustó; y uno llamado «La bruja de ambar» que en nada se parecía a las brujas a que yo estaba acostumbrada en los cuentos de hadas que tanto me gustaban».
«En la casa de mi niñez había una habitación que llamábamos «la pequeña biblioteca», aunque cierto es que cada habitación de la casa podría haberse llamado así.
Nuestra sala de juegos, en el piso de arriba, estaba llena de libros. Abajo el despacho de mi padre estaba lleno de ellos. Forraban las paredes del comedor, inundaban la sala de estar de mi madre y subían hasta los dormitorios. Nos hubiera parecido más natural vivir sin ropa que sin libros y más contrario a la Naturaleza no leer que no comer.
Pero la pequeña biblioteca era, de todas las habitaciones de la casa, la que había quedado abandonada exclusivamente a los libros, como un jardín descuidado queda a merced de las flores silvestres y la maleza. Allí no había selección ni sentido de orden alguno. En el comedor, en el despacho y en nuestra sala de juegos, había criterio y disposición; pero en la pequeña biblioteca se reunía un abigarrado montón de libros extraviados, vagabundos y desterrados de las otras habitaciones, sobras de las partidas compradas por mi padre en subastas. Mucha hojarasca, pero también muchos tesoros. Una lotería, una gran suerte para un niño a quien nunca se le había prohibido manejar nada entre cubiertas. Aquella biblioteca polvorienta, cuyas ventanas nunca se abrían y a través de cuyos cristales el sol de verano lograba enviar algunos rayos sin lustre en los cuales bailaban y resplandecían partículas de oro, abrió para mí mágicas ventanas, a través de las cuales yo contemplaba otros mundos y otros tiempos, mundos llenos de poesía y de prosa, de hechos y de fantasía. Allí encontré antiguas piezas de teatro, historias antiguas y viejos romances, supersticiones y leyendas y lo que se llaman «curiosidades de la Literatura». Había un libro llamado «Las noches florentinas» que me fascinó; otro llamado «Los cuentos de Hoffmann» que me asustó; y uno llamado «La bruja de ambar» que en nada se parecía a las brujas a que yo estaba acostumbrada en los cuentos de hadas que tanto me gustaban».
Maravilloso, ¿no?
Maravilloso. Y me recuerda a mi infancia y a la de mis seis hermanos...Mucho, muchísimo.
ResponderEliminargenio
ResponderEliminarMuchas gracias a los dos.
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