Vuelvo a escribir (y no me canso),
sobre la importancia del leer y de los libros y la decisiva figura que los
padres desempeñamos en este asunto, no solo como mediadores –como se dice ahora muy pomposamente, pareciendo referir algo ajeno al asunto–, sino como parte esencial y, puede que decisiva, en la resolución exitosa del mismo. Y dentro de esta participación paternal destacan en un lugar importante las bibliotecas familiares, pues estas son construidas a iniciativa nuestra y su influencia, como veremos, puede ser capital.
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Recuerdos de Walter Beach Humphrey (1892–1966) y Lectura al lado de la estantería de Clarence Coles Phillips (1880–1927). |
Al respecto de este tema de las bibliotecas, cuenta James Boswell en su
inimaginable La vida del Doctor Samuel
Johnson, una anécdota muy expresiva:
«Una tarde de abril de 1775, Samuel
Johnson se encontraba de visita en la gran villa que Richard Owen Cambridge
poseía a orillas del Támesis. Después de un breve saludo, Johnson se lanzó a
los estantes de la biblioteca y empezó a leer en silencio los lomos de los
libros. “Doctor Johnson —dijo Cambridge—, parece extraño que alguien tenga el
deseo de mirar los lomos de los libros”, a lo que Johnson respondió: “Señor, el
conocimiento es de dos tipos. O conocemos una materia por nosotros mismos o
sabemos dónde encontrar información sobre ella. De esta manera, cuando nos enfrentamos
a cualquier tema, lo primero que tenemos hacer es saber lo que los libros han
tratado sobre ello. Esto nos debe llevar a mirar los catálogos y libros de las
bibliotecas”.»
A mí, como al Dr. Johnson, me gusta escudriñar las paredes forradas de libros de las bibliotecas, mirar sus lomos y perderme entre las filas y columnas que aquellos forman, no con la erudición de Johnson, sino con la curiosidad de un niño; así fue en mi infancia y así es ahora. También es así con mis hijas y eso es, para mi esposa y para mí, una satisfacción.
Por ello creo que las acumulaciones de libros, las bibliotecas, son realmente importantes, y más si están cerca del niño, como las familiares. Así que hablaremos de estas últimas. Pero esta vez mi aportación personal será escasa, pues dejaré paso a los testimonios de otros muchísimo mejores. Ellos hablarán por mí, para mí y para ustedes.
De esta manera, la entrada de hoy va
de las experiencias y recuerdos infantiles de grandes literatos y del ambiente bibliófilo en el que crecieron. Obviamente no
se trata de otra cosa que de mostrar, de la forma más bella y de la manera más
eficaz, lo que un paisaje con libros
pueden dar a los niños. Ya saben ustedes aquello que señaló Horacio en su Epístola a los Pisones, al respecto de «mezclar
lo útil con lo agradable» y de «Instruir deleitando». Así que, sin más demora, comenzamos.
JORGE LUIS BORGES
«Mi padre me reveló el poder de la
poesía: el hecho de que las palabras sean no sólo un medio de comunicación sino
símbolos mágicos y música. Cuando ahora recito un poema en inglés, mi madre me
dice que lo hago con la voz de mi padre.»
(...)
«Si
tuviera que señalar el hecho capital de mi vida, diría la biblioteca de mi
padre. En realidad, creo no haber salido nunca
de esa biblioteca. Es como si todavía la estuviera viendo.
Ocupaba toda una habitación, con estantes encristalados, y debe haber contenido
varios miles de volúmenes. Como era tan miope, me he olvidado de la mayoría de
las caras de ese tiempo (quizá cuando pienso en mi abuelo Acevedo pienso en su
fotografía), pero todavía recuerdo con nitidez los grabados en acero de la
Chambers's Encyclopaedia y de la Británica.
La primera novela
que leí completa fue Huckleberry Finn. Después vinieron Roughing It y Flush Days in California.
También leí los libros del capitán Marryat, Los primeros
hombres en la luna de Wells, Poe, una edición de la obra de Longfellow en
un solo tomo, La isla del tesoro, Dickens, Don Quijote, Tom Brown
en la escuela, los cuentos de hadas de Grimm, Lewis Carroll, Las aventuras
de Mr. Verdant Green (un libro ahora olvidado), Las mil y una noches
de Burton. La obra de Burton -plagada de lo que entonces
se consideraban obscenidades- me fue prohibida, y tuve que leerla a escondidas
en la azotea.
Pero en ese momento estaba tan emocionado por la magia del libro que no percibí
en absoluto las partes censurables, y leí los cuentos sin tener conciencia de
cualquier otro significado. Todos los libros que
acabo de mencionar los leí en inglés. Cuando más tarde leí Don Quijote en versión original,
me pareció una mala traducción.
Todavía recuerdo aquellos volúmenes rojos con letras estampadas en oro de la
edición de Garnier. En algún momento
la biblioteca de mi padre se fragmentó, y cuando leí El Quijote en otra
edición tuve la sensación de que no era el verdadero. Más tarde hice que un amigo me consiguiera la edición de
Garnier, con los mismos grabados en acero, las mismas notas a pie de página y
también las mismas erratas. Para mí todas esas cosas forman
parte del libro; considero que ése es el verdadero Quijote.
En español leí muchos de los libros de Eduardo Gutiérrez
sobre bandidos y forajidos argentinos -sobre todo Juan Moreira-, así
como las Siluetas militares, que contiene un vigoroso relato de la
muerte del coronel Borges. Mi madre me prohibió la lectura del Martín Fierro,
ya que lo consideraba un libro sólo indicado para matones y colegiales, y que
además no tenía nada que ver con los verdaderos gauchos. Ese libro
también lo leí a escondidas. La opinión de
mi madre se basaba en el hecho de que Hernández había apoyado a Rosas, y por lo
tanto era un enemigo de nuestros antepasados unitarios. Leí también el Facundo
de Sarmiento y muchos libros sobre mitología griega y escandinava. La poesía me llegó a
través del inglés: Shelley, Keats, FitzGerald y Swinburne, esos grandes
favoritos de mi padre que él podía citar extensamente, y a menudo lo hacía.»
Autobiografía (1899-1970).
GRAHAM GREENE
«Tal vez solo en la infancia los libros
ejercen una influencia profunda en nuestras vidas. En la vida posterior los admiramos, nos
entretienen, podemos modificar criterios que ya sustentamos, pero es más
probable que encontremos en los libros únicamente una confirmación de lo que ya
ocupa nuestra mente: como en una relación amorosa, son nuestros propios rasgos
los que vemos reflejados halagador amente.
Pero en la infancia todos los libros son textos de adivinación que nos hablan del futuro y, al igual que la pitonisa que ve en las cartas un largo viaje o una muerte en el agua, influyen en nuestro futuro. Supongo que es por eso que los libros nos excitaban tanto. ¿Qué extraemos hoy de la lectura que pueda equipararse a la emoción y la revelación de aquellos catorce años primeros? Por supuesto que me interesaría la noticia de que esta primavera iba a aparecer una nueva novela de EM Forster, pero nunca podría comparar esta suave expectación de placer civilizado con el paro cardíaco, el júbilo horrorizado que sentía cuando encontraba en el anaquel de una biblioteca una novela de Rider Haggard, Percy Westerman, Captain Brereton o Stanley Weyman que todavía no había leído. No, es en aquellos años tempranos donde yo buscaría la crisis, el momento en que la vida cobró un nuevo sesgo en su itinerario hacia la muerte.
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La Vie Parisienne (1924) de Georges Pavis (1886-1951) y The American Girl (1932) de Jean Calhoun. |
Pero en los anaqueles de casa (muchísimos, porque éramos una familia numerosa) me esperaban los libros, uno en concreto, aunque antes de cogerlo me permití elegir al azar. Cada uno era un cristal donde el niño soñaba que veía la vida en movimiento. Allí, con una cubierta espectacularmente pintada de varios colores, estaba El aeroplano pirata del Captain Wilson. Debo de haberlo leído seis veces por lo menos: la historia de una civilización perdida en el Sahara y de un malvado pirata yanqui con un aeroplano como una cometa y bombas del tamaño de una pelota de tenis que exige un rescate por la ciudad dorada. La salvaba el héroe, un joven suboficial que se introducía furtivamente en el campamento pirata para inutilizar el aeroplano. Le capturaban y veía a sus enemigos cavando su tumba. Iban a fusilarle al amanecer, y para matar el tiempo y eludir pensamientos ingratos el amable pirata yanqui jugaba a las cartas con él: el inocente juego infantil del Kuhn Kan. El recuerdo de aquella partida nocturna al borde de la muerte me persiguió durante años, hasta que por fin me deshice de él en una de mis novelas, con una partida de póquer jugada en circunstancias lejanamente similares.»
La infancia perdida.
VIRGINIA WOOLF
«Los libros leídos durante la ni ñez, habiéndolos distraído de algún anaquel que en principio debiera habernos resultado inaccesible, tienen aún esa irrealidad y esa atrocidad de la visión hurtada al
amanecer cuando se propaga sobre los campos apacibles, cuan do
toda la casa duerme todavía. Asomándonos entre las cortinas, vislumbramos
el perfil extraño de los árboles que envuelve la bruma y que
apenas reconocemos, aunque tal vez los hayamos de
recordar durante toda la vida, pues los niños tienen
extrañas premoniciones del porvenir.
En cambio, las
lecturas posteriores, de las que la lista reseña da es mero
ejemplo, es harina de otro costal. Tal vez por vez primera han desaparecido
todas las restricciones, y podemos leer lo que nos plazca; las bibliotecas
están a
nuestras órdenes; mejor aún, tenemos amigos que se encuentran en idéntica situación. Durante días
sin fin no
hacemos otra cosa que leer. Es una época de extraordinaria excitación,
de exaltación. Es como si fuésemos veloces reconociendo a los héroes. Se produce
una suerte de ma ravilla en nuestro ánimo ante la
certeza de que somos no sotros quienes estamos haciendo
todo esto, y con esa ma ravilla se entrevera una
absurda arrogancia, y un deseo de dar muestras de
nuestra familiaridad con los seres hu manos más grandes que jamás hayan
hollado este mun do.
La pasión por el saber se encuentra entonces al máxi mo, o
al menos goza de la máxima confianza, y también
poseemos una singularidad de propósito que los grandes escritores gratifican al dar la apariencia de que son uno con nosotros en su estimación de lo que es bueno en la vida. Y
como es necesario defender nuestro territorio fren te a
alguien que se haya acogido a la égida de Pope, por
ejemplo, en vez de optar por Sir Thomas Browne a la hora de escoger un héroe, concebimos
un profundo afecto por estos hombres, y llegamos a
tener la sensación de que los conocemos no como otros los han
conocido, sino de una manera privada, íntima. Batallamos bajo su enseña, casi a la luz de sus ojos.
Así fatigamos las viejas librerías y arrastramos de vuelta a casa volúmenes en folio,
en cuarto, un Eurípides con cubiertas de madera, Voltaire
en ochenta
y nueve tomos en octavo.»
Horas en una biblioteca.
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Sirvienta leyendo en la biblioteca de Edouard John Mentha (1858-1915) y Jovencita en su Biblioteca de Jean Baptiste Charpentier (1779-1835). |
MARIO VARGAS LLOSA
«Siempre he dicho que lo más importante que me ha pasado en la vida
ha sido aprender a leer, y creo que no hay ni una pizca de exageración
en esa frase.
Recuerdo cómo a los cinco años mi mundo de pronto se enriqueció de una manera
extraordinaria y cómo gracias a la
lectura empecé a vivir, no solo a leer, experiencias extraordinarias,
viajes en el espacio, viajes en el tiempo: unos destinos que estaban fuera del
alcance de la experiencia real, pero que la literatura volvía reales por el
hechizo que me producía la lectura. En esa
época no sé si otros niños de mi generación leían cómics. Yo no. Mi primer esbozo del mundo de la ficción
fueron historias escritas con palabras, que me exigían el esfuerzo intelectual
de trasladar esas frases a un mundo de imágenes.
Es decir, sin saberlo, eran ya lecturas
literarias.
Recuerdo que las revistas infantiles que entonces
circulaban por América del Sur eran las de novelas por entregas. Había sobre todo dos que yo
esperaba con impaciencia cada semana: una chilena, El Peneca, de la que años después descubrí que su directora era
quien escribía todas las historias de aventuras que aparecían allí, y Billiken, una revista argentina, más
variada y mejor presentada, que tenía por ejemplo cosas de deportes, pero también muchas historias para leer. Y también las historias de Salgari.
Y las de Karl May, un escritor alemán que escribe novelas del Oeste sin haber
salido nunca de Berlín. Y las de Karl
May, un escritor alemán que escribía novelas del Oeste sin haber salido
nunca de Berlín. Sí, fui
un lector voraz, que en las Navidades, cuando había que escribirle
cartas al niño Dios, siempre le pedía libros. La lectura no solo fue un
hecho fundamental en mi niñez, sino que contribuyó a que esos primeros años, que
pasé en Bolivia, fuesen mi edad dorada,
la edad de la absoluta felicidad. No tuve ni un desengaño
ni una frustración. Casi fui ese niño de caricatura
que es el niño absolutamente feliz.
Mi padre, además, me metió a un colegio militar pensando que allí iban a erradicar
toda mi veleidad literaria, y el pobre, sin
saberlo, me dio el tema de mi primera novela. En el colegio militar Leoncio Prado leí muchísimo,
sobre todo los días de encierro. Como por cualquier falta nos
castigaban y nos quedábamos encerrados a veces sábado y domingo, esos fines de
semana sin salir a la calle eran para mí días totalmente entregados a la lectura. Recuerdo haber leído, por
ejemplo, toda la serie de Dumas
de los mosqueteros: Los tres mosqueteros, Veinte años después y El vizconde de Bragelonne. O Los miserables, de Victor Hugo. Es una de las primeras lecturas que se me quedaron
grabadas en la memoria, maravillado por las aventuras de Jean Valjean, Marius y
Cosette.»
Prólogo a El escritor en su paraíso de Angel Esteban.
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Usted (1909) de Sadie Wendell Mitchell y Medias azules de Reginald Higgins (1877-1933). |
ELEONOR FARJEON
«En la casa de mi niñez había una
habitación que llamábamos «la pequeña biblioteca», aunque cierto es que cada
habitación de la casa podría haberse llamado así.
Nuestra sala de juegos, en el piso
de arriba, estaba llena de libros. Abajo el despacho de mi padre estaba lleno
de ellos. Forraban las paredes del comedor, inundaban la sala de estar de mi
madre y subían hasta los dormitorios. Nos hubiera parecido más natural vivir
sin ropa que sin libros y más contrario a la Naturaleza no leer que no comer.
Pero la pequeña biblioteca era, de
todas las habitaciones de la casa, la que había quedado abandonada
exclusivamente a los libros, como un jardín descuidado queda a merced de las
flores silvestres y la maleza. Allí no había selección ni sentido de orden
alguno. En el comedor, en el despacho y en nuestra sala de juegos, había
criterio y disposición; pero en la pequeña biblioteca se reunía un abigarrado
montón de libros extraviados, vagabundos y desterrados de las otras
habitaciones, sobras de las partidas compradas por mi padre en subastas. Mucha
hojarasca, pero también muchos tesoros. Una lotería, una gran suerte para un
niño a quien nunca se le había prohibido manejar nada entre cubiertas. Aquella
biblioteca polvorienta, cuyas ventanas nunca se abrían y a través de cuyos
cristales el sol de verano lograba enviar algunos rayos sin lustre en los
cuales bailaban y resplandecían partículas de oro, abrió para mí mágicas
ventanas, a través de las cuales yo contemplaba otros mundos y otros tiempos,
mundos llenos de poesía y de prosa, de hechos y de fantasía. Allí encontré
antiguas piezas de teatro, historias antiguas y viejos romances, supersticiones
y leyendas y lo que se llaman Curiosidades
de la Literatura. Había un libro llamado Las noches florentinas que me fascinó; otro llamado Los cuentos de Hoffmann que me asustó; y
uno llamado La bruja de ámbar que en
nada se parecía a las brujas a que yo estaba acostumbrada en los cuentos de
hadas que tanto me gustaban.»
Prólogo a The little bookroom (en castellano editado como La princesa que pedía la Luna).
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El ratón de biblioteca de Carl Spitzweg (1808-1885) y La biblioteca de Thorval Boeck de Harriet Backer (1845-1932). |
C. S. LEWIS
«Soy producto de pasillos largos,
habitaciones vacías y soleadas, silencios en las habitaciones interiores del
piso de arriba, áticos explorados en solitario, ruidos distantes del goteo de
las cisternas y cañerías y el sonido del viento bajo los tilos. También de
libros sin fin. Mi padre compraba todos los libros que leía y nunca se desprendía
de ellos. Había libros en el despacho, libros en el comedor, libros en el
cuarto de baño, libros (en dos filas) en la gran estantería del rellano, libros
en un dormitorio, libros apilados en columnas que llegaban a la altura de mi
hombro en el recinto del depósito de agua del ático, libros de todo tipo que
reflejaban cada etapa pasajera de los intereses de mis padres, libros legibles
e ilegibles, libros apropiados para un niño y libros en absoluto aconsejables.
Yo no tenía nada prohibido. En las interminables tardes de lluvia cogía de los
estantes volumen tras volumen. Siempre tuve la certeza de encontrar un libro
que fuera nuevo para mí, al igual que un hombre que camina por el campo sabe
que va a encontrar una nueva brizna de hierba. ¿Dónde habían estado todos estos
libros antes de que viniésemos a la Casa Nueva?; es un problema en el que nunca
había pensado antes de ponerme a escribir este párrafo. No tengo ni idea de cuál
puede ser la respuesta.»
(…)
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Mujer joven en una biblioteca de John Henry Henshall (1856–1928) y Retrato de una joven leyendo de Dean Cornwell (1892-1960). |
«Muy pocos de los libros que leí en aquel momento se
han desvanecido de mi memoria, pero no conservo el mismo cariño hacia todos
ellos. Nunca me he sentido inclinado a leer de nuevo el Sir Nigel de Conan Doyle, el primero que trajo a mi mente los
«caballeros armados». Todavía menos leería ahora Un Yanki en la Corte del Rey Arturo de Mark Twain, que entonces fue
mi única fuente sobre la historia de Arturo, ávidamente leído por los elementos
románticos que incluía y con total despreocupación por la ridiculización vulgar
que se hacía de ellos. Mejor que éstos era la trilogía de E. Nesbit Five Children and It, The Phoenix and the
Wishing Carpet y The Amulet. El último fue el que más hizo por mí. Primero,
me abrió los ojos a la antigüedad, «al pasado oscuro y al abismo del tiempo».
Todavía puedo volver a leerlo con verdadero placer. Uno de mis favoritos fue Gulliver, que leí en una edición íntegra
y profusamente ilustrada; y estudié detenidamente una colección casi completa
de viejos Punch que había en el
despacho de mi padre. Tenniel satisfizo mi pasión por los «animales vestidos»
con su Oso Ruso, su León Inglés, su
Cocodrilo Egipcio y todos los demás, a la vez que su tratamiento descuidado
y superficial de la vegetación confirmaba mis propias deficiencias. Luego
llegaron los libros de Beatrix Potter y con ellos, por fin, la belleza.»
Cautivado por la
alegría.
Espero que les sea de provecho.
Es cierto que los libros que se leen en la infancia y en la adolescencia permanecen durante el resto de la vida en la memoria. Mucho de lo que leí en esa época de mi vida se lo debo a mi hermano mayor. Gracias Miguel por tu precioso blog y tus maravillosos libros
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