Paisaje de los Alpes en Garmisch-Waxenstein por Karl Arweiler (1888-1962).
«Alzo mis ojos hacia los montes…»
Salmo 120
«Sobre todas las cumbres reina la calma»
Goethe
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No hay
nada de panteísta en percibir la mano de Dios en la naturaleza, y en asombrarse y estremecérse ante la visión de algunas de su más majestuosas creaciones,
como las altas cumbres ¿no es pues esta su obra? ¿no merece nuestra admiración?
Tampoco lo hay en afirmar que la presencia divina se experimenta más
íntimamente y con mayor majestad en las agrestes e imponentes montañas que, por
ejemplo, en su pálido reflejo, los áridos y fríos entornos urbanos. El silencio
y la soledad unidos al asombro y al sobrecogimiento, ayudan, sin duda, a
acercarse a Dios. Todos lo hemos experimentado alguna vez.
Las
montañas, las altas montañas, se han venido relacionado desde tiempo inmemorial
con experiencias espirituales, encuentros con Dios y apariciones de Dios. Allí, sabemos,
suceden cosas trascendentes. Las Sagradas Escrituras nos cuentan que
Ezequiel situaba El Jardín del Edén
en una Montaña, y que Dios habló a Moisés en los montes Horeb y Sinaí. Luego
están los tres montes relacionados con Nuestro Señor Jesucristo: el de su transfiguración (el Tabor), del de su agonía y apresamiento (el de los Olivos), el de su pasión y muerte (El Calvario) y finalmente, el de su ascensión a los Cielos (otra vez el de los Olivos).
Las
montañas, pues, pueden ser sagradas. Y algunas lo son. Además, han sido y seguirán siendo, lugar de
oración y recogimiento, de enseñanza y de refugio, de expiación y prueba.
En todo
caso, montes y montañas evocan y constituyen un marcado símbolo espiritual y
místico, representado por del desafío que supone su ascensión y por la fuerza que transmite la
proyección vertical de la línea ascendente que las dibuja. Invitan al espíritu a ir hacia donde debe estar, elevándolo sobre las realidades banales y mezquinas, hacia la verdad, hacia el Cielo.
«¿No es verdad,
sobre esas cimas alpestres,
que nuestro
espíritu se despide de pensamientos indignos?
¿Que,
despojándose de su lastre terrestre
el hombre se
siente más cerca de Dios?»
J. Julien
Potencian, además, un tipo de imaginación ambiental, paisajística, natural y silvestre, que hoy
es escasa; anudan los niños a la tierra, al tiempo que les hacen mirar al Cielo y les dan asombro y sobrecogimiento. En suma,
les ayudan a ser hombres.
Las
montañas, entonces, son importantes. Son lugares sagrados y especiales.
Nosotros los cristianos lo sabemos.
Y la
novela de que voy a hablar hoy es, entre otras cosas, una exaltación de esas
montañas.
Frontispicio de la edición de la Editorial Juventud ilustrada por Mercedes Llimona (1914-1997). |
El
libro de Joanna Spyri (pues aunque son dos tomos independientes no son sino una sola historia), fue publicado originalmente en dos volúmenes con un año de diferencia y bajo
los títulos de Los años de formación y
andanzas de Heidi (1880) y Heidi pone en práctica todo lo que ha
aprendido (1881), –editados en España como Heidi y Otra vez Heidi–. La novela se desarrolla en el
precioso escenario de
los Alpes Suizos y nos cuenta la vida de Heidi, una niña huérfana que a la edad de 5 años
es llevada con su abuelo, un hombre arisco que vive alejado de todo en una
vieja cabaña en las montañas. Allí, nuestra protagonista disfruta de una
educación natural rousseauiana hasta los 8 años, conoce a Pedro, el pequeño pastor, y intima con su abuelo, hasta que su tía la lleva consigo
a la ciudad de Frankfurt. En la ciudad conoce a Clara (una niña paralitica, 3 años mayor que ella)
cuya abuela le enseña a leer y escribir, dándole, además, su primera
instrucción religiosa. Heidi tiene un efecto curativo en su entorno, sobre todo
en Clara, pero es profundamente infeliz en el ambiente urbano y termina
enfermando. Sin embargo, la niña tiene todavía lecciones que aprender y Dios un
plan para ella y los que le rodean. Tras alguna que otra peripecia, la niña consigue volver a sus anhelados prados
alpinos, trayendo consigo a su amiga Clara. Finalmente, con
la ayuda de Dios, logra la redención de su abuelo, y más tarde que Clara
vuelva a caminar.
Ilustraciones de N. C. Wyeth (1882-1945) y de Jessie Willcox Smith (1863–1935). |
El libro es una celebración de la vida sencilla y en armonía con la naturaleza, con un paisaje evocador como telón de fondo y una protagonista encantadora e irresistible.
Si bien Heidi no es, ni de lejos, una novela
teológica, sin embargo no puede dejar de destacarse que contiene ciertos
mensajes religiosos, que unidos al estupendo fondo cordial, entusiasta y de
contagiosa alegría que la historia trasmite, constituyen un poso valioso para
el aprendizaje moral de los niños. En este sentido son de destacar el episodio
de la reconciliación de su abuelo con Dios y con sus vecinos (un trasunto de la
parábola del hijo pródigo), el proceso de restauración de la salud y la movilidad
de Clara con la ayuda de la caridad y de una vida “bien vivida” y, sobre todo,
el tierno acercamiento de la niña a Dios a través de la oración, su fortaleza
en la fe y la conciencia de que, a un tiempo, uno debe hacer aquello que
está en su mano hacer; como decía San Agustin: «Dios te invita a hacer lo que
puedas y pedir lo que no puedas y te ayuda para que puedas».
–«Hoy he comprendido por qué Dios no nos concede
enseguida las cosas que le pedimos. Él sabe cuando ha de otorgárnoslas». –Dice
Heidi a Clara.
En el libro se recogen también algunas referencias
explicitas al asombro como primera piedra en el camino hacia la Verdad. Por
ejemplo cuando Clara, admirando junto a Heidi el firmamento estrellado,
exclama:
–«Parece como si estuviéramos viajando en un carro, justo en el cielo, entre las estrellas»
A lo que Heidi responde, ofreciendo una explicación para
el centelleo de las estrellas que deliciosamente relaciona con la providencia
divina:
–«Al estar arriba en el cielo las estrellas saben
que Dios cuida de nosotros. Y eso las alegra y por eso centellean y nos guiñan
los ojos. Pero no por eso debemos dejar de rezar. Así estaremos seguras de que
no debemos temer por nada».
Creo que este libro hizo más para que el amor de mis
hijas por los campos y montañas creciera y sea hoy intenso y verdadero, que
toda esa fría y chiclosa doctrina sobre la ecología que les tratan de imbuir en
las escuelas, las televisiones y en cualquier lugar público que se tercie.
Ilustraciones de Gustaf Tenggren (1896–1970) y de Jessie Willcox Smith (1863–1935). |
¡Ah,
sentir el tibio sol y el aroma de las flores primaverales allá en los prados
montañeses! Mis hijas nunca han estado en las montañas de los Alpes suizos,
pero estoy seguro de que saben cómo se sentirían de estar allí. Lo saben porque
han leído Heidi.
¡Excelente! Qué secretos albergará la montaña... No lo sé, pero un gran poeta de mi tierra, Lugones, termina así su "Oda a los Andes":
ResponderEliminarLlevadles a los niños que los vean.
Haced que se ennoblezcan de montañas.
Yo, que soy montañés, sé lo que vale
La amistad de la piedra para el alma.
La virtud en los montes se humaniza,
Cual toma buen olor la hierba amarga.
Y la pálida fuerza de los mármoles
Por los cascos de hielo anticipada,
Abre en la libertad de su belleza
Ojos mejores para ver la patria.
Gracias Miguel,
J.A.F.
Unos versos muy apropiados José. hace nada un tocayo suyo, José Barranco, de Mendoza, me los dio a conocer. No conocía el poema y ciertamente Lugones habla de esto.
ResponderEliminarPor cierto, he conocido a su hermano pequeño, un tipo especial. Le felicito. También le felicito por la increíble labor que están desarrollando ahí con los niños. Son ustedes unos héroes. Tienen toda mi admiración.
Un abrazo.
Muchas gracias, Miguel. No sé que le habrá dicho el pequeño y barbudo Mr. Pale para recibir estas generosas palabras,ja.
ResponderEliminarGran casualidad esta del poema...será porque José Tomás es amigo de la familia y gustoso de sus escritos.
Que no se canse esa pluma.
Lo abraza,
J.A.F.
Gracias por el aliento, se necesita.
EliminarTampoco se canse usted de escribirme.
Será cosa de familia lo de su hermano, al igual que lo de usted.
Un abrazo.