Recuerdo muchas noches, muchas, tal cual las noches que soñó el sultán Shahriar con Sherezade… recuerdo los cálidos rostros de mis hijas, mudas de asombro, su atención y su ruego alborozado. Recuerdo el corazón satisfecho y su placido sentir, de deber cumplido, de acto de amor debido y dado. Recuerdo todo eso y quizás más… pero lo que no recuerdo es ninguno de los mil cuentos que les narraba mientras luchaban vanamente con el sueño; ellas escuchaban entre la vigilia y la ensoñación, cabalgando con su imaginación en ristre sobre mis palabras, pronunciadas quedamente o de forma apasionada, según tocase, sumergido en el relato de uno de aquellos mil cuentos, hijos por demás de los mil cuentos que escuche y leí cuando era niño.
Pienso que esa experiencia, hoy abandonada ya (creo recordar que conté esos cuentos, todas las noches, durante cinco años), en su intimidad y delicia, ha dejado su huella, tanto en mí como en mis hijas, y una huella duradera y buena, he de decir.
Ya he hablado en este blog de la importancia de la oralidad, de la conveniencia de practicar con nuestros hijos el relato verbal de historias y la recitación de poemas y rimas en alta voz (ver LA LECTURA EN VOZ ALTA). Esto no es más que una apostilla. Un refuerzo por si valiera de algo ¿o es que quizás, como sé que vale mucho, es algo que no puedo dejar de tener presente y quiero que ustedes lo tengan presente también? Es un recuerdo, es un deseo y es, de igual modo, una afirmación.
Porque la narración de cuentos es una de las más antiguas y universales de las artes y como las demás artes, hoy es olvidada. Thackeray dejó dicho al respecto:
«Existen historias en todas partes: no hay cálculo de la distancia a través de la cual nos han llegado, el número de lenguas por las que han sido filtradas o los siglos durante los cuales se han relatado. Muchas de ellas han sido narradas casi en su forma actual durante miles de años a los pequeños niños sánscritos de color cobre, que la han escuchado de sus madres bajo las palmeras a orillas de un rio (…) El mismo cuento ha sido oído por los vikingos del norte y por los árabes acostados bajo las estrellas en las llanuras sirias cuando sus rebaños estaban reunidos».
Volviendo a Thackeray, en sus Roundabout Papers, refiere a una veintena de guerreros con túnica blanca, sentados a la puerta de Jaffa o de Beirut, escuchando al narrador recitando las maravillas de Las Noches Árabes. Recuerdo también Una lectura de Homero, de Alma Tadema, cuya reproducción aquí acompaño, un cuadro bien conocido que retrata a los griegos escuchando La Iliada. Siguiendo con los griegos en el Lisistrata de Aristófanes, el coro de ancianos comienza con un esclarecedor «¡Te contaré una historia!» y Plutarco, en su Teseo dice: «En la fiesta de Oschofhoria se contaron todo tipo de historias, como cuando las madres relataron historias a sus hijos antes de su partida para darles valor».
El Decamerón o Los cuentos de Chaucer reflejan la costumbre, común en la Edad Media, del peregrino, del viajero, del abogado, del doctor, del monje o del campesino, de reunirse y contar, a la luz del fuego, historias.
El propio Dante nos refiere la costumbre de las madres florentinas de contar cuentos a sus hijos y así dice en el Canto XV del Paraíso nos dice:
«La otra, los hilos de su rueca toma,
contando a la familia algún relato
del Troyano, de Fiesola o de Roma».
Es pues cosa muy antigua y muy extendida esto de contar historias, es cosa de hombres y es cosa buena. Y aunque no es necesario que la audiencia sea humana (se dice que el joven Heine, en el jardín del palacio de Düsseldorf, practicaba la lectura en voz alta pronunciando cada sílaba de su Don Quijote, y ello para que los pájaros y los árboles, los arroyos y las flores fueran capaces de oír cada palabra), es muy conveniente que sean nuestros hijos quienes nos oigan, a nosotros y a nuestros relatos.
Así que, si pueden, si tiene oportunidad y tiene fuerzas, háganlo, será reconfortante para ustedes y será bueno para sus hijos.
Yo siento no haber grabado tus cuentos aquellas noches de verano en Rivendel, cuando empezabas a hablar y el cuento crecía y se extendía y las niñas escuchaban fascinadas en sus camas. Y yo escuchaba también muchas veces...detrás de la puerta.
ResponderEliminarMaravilloso, y muy verdadero.
Miguel, muchas gracias.
ResponderEliminarA lo largo de tu escrito, y gracias a él, se me ocurrió algo para preguntarte, quizás ya lo has hablado en otro posteo, y no lo leí. O quizás es muy obvia la respuesta, pero soy todavía ignorante del tema.
¿Puede ser que una forma de descubrir -por sentido común- que los "clásicos son clásicos sea la forma en que han ido pasando de generación a generación, de siglo a siglo, y de una punta del mundo a la otra? ¿Sobre todo en una época en que no existía la publicidad masiva para que un libro fuera exitoso?
José Tomás
Gracias de nuevo José. Me agrada mucho que siga las andanzas de este blog.
EliminarPor otro lado, yo no soy tan docto como usted muy generosamente cree.
En cuanto a lo que dice de los clásicos, no se si alguien lo ha visto así –es una forma original de verlo-, pero encaja perfectamente en el concepto de clásico como algo que llega al verdadero ser del hombre, a su thelos que decían los griegos antiguos, y que por eso toca a todos los hombres por igual, sean de donde sean y sean de la época que sean. En todo caso, quizás que pone en acento mas en los efectos que en la causa, en "cuales son" que en "lo que son", cuestión esta llena de misterio.
Un saludo cordial.
Otrosí: los autores que en distintas lenguas y culturas se estudiaban en "clase", devinieron en "clásicos"...de allí su nombre, además.
EliminarFelicidades por el blog Miguel, me está ayudando mucho para la educación de mis hijos en este maremagnun moderno que nos invade.
ResponderEliminarUn saludo.
Muchas gracias Juan José, me alegro mucho de lo que me comenta.
EliminarSaludos.