Mary en el jardín secreto dibujado por Inga Moore (1945-).
«Creen que añoran el pasado, pero en realidad su añoranza tiene que ver con el futuro»
Cardenal John Henry Newman
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Entre los medievales existía la arraigada convicción de que toda mejora y todo esfuerzo humano no tiene la vista fija en un nuevo horizonte al que dirigirse, sino que constituye un retorno al estado primordial, al Paraíso perdido. La paradoja de esta idea se encuentra en que, ciertamente, esta es la forma de hacer camino, pero no hacia atrás, hacia donde se mira, sino hacia un mañana eterno en la contemplación de Dios, que es lo único que añoramos de verdad, muchas veces sin saberlo. La frase del cardenal Newman que encabeza esta entrada remite, entre otras cosas, a esta idea.
Del mismo modo, conceptual y etimológicamente, la palabra jardín refiere, al parecer, a separar un lugar —una pequeña porción de la tierra— del desorden generalizado en que el mundo se halla sumido desde la caída, para instaurar en él un orden, a modo y ejemplo («a imagen y semejanza») de la perfecta armonía y equilibrio que existía en el Paraíso en el principio de los tiempos, protegiendo el lugar de las asechanzas del desorden exterior.
De aquí la relación entre jardín e infancia, y de ahí la proximidad entre los conceptos de jardín y guarda y de jardín y secreto y, a su vez, entre infancia y necesidad de protección y privacidad.
El jardín es pues un lugar sagrado, secreto e íntimo, donde se guarda la inocencia que un día nos ayudará a abrir la puerta.
Jardines de Aranjuez de Santiago Rusiñol y Prats (1861-1931). |
También, esa guarda y ese secreto propio de los jardines, nos remite a otras imágenes
«Un huerto cerrado
es mi hermana esposa,
manantial cerrado,
fuente sellada.»
CANTAR DE LOS CANTARES, 4,12
Huerto cerrado y fuente sellada. Bellas imágenes que nos conducen suavemente hasta la inocencia y la pureza de la bienaventurada Virgen María y, por medio de su pureza, a la infancia. San Ambrosio decía que una virgen es un jardín inaccesible a los ladrones; se parece a una viña en flor, derrama el perfume de sus virtudes y es bella como la rosa. Y esto es también aplicable a todo niño: el niño es un jardín cerrado, una fuente sellada por Dios mismo, con la gracia de la pureza, del pudor, de la modestia. Por esa razón, cada niño debe ser guardado y protegido, en su jardín cerrado y secreto. Y eso nos corresponde a nosotros, los padres.
«Un mismo rocío, un mismo color y una misma mañana tienen la Aurora
y las rosas; pues una misma Señora tienen las estrellas y las flores.»
DE ROSIS NESCENTIBUS (atribuído a Virgílio)
Y como no, hoy voy a hablar, sí, de un jardín secreto, y sí, también de un huérfano. Tras las dos últimas entradas parecería obligado, así que voy a ello.
A principios del pasado siglo, concretamente en 1911, Frances Hodgson Burnett publicó la novela por la que se la recuerda: El jardín secreto.
Ilustraciones de Tasha Tudor (1915-2008) y Charles Robinson (1870-1937). |
Algo de lo ya comentado encontramos en esta historia. Una historia de huérfanos. Y no solo de uno, sino de dos. Los protagonistas, Mary y Colin, son huérfanos. Se ha dicho de esta novela que «proporciona un claro ejemplo, dentro de un marco básicamente realista, de algún tipo de poder sobrenatural preservando las vidas y los destinos de los personajes infantiles, Mary y Colin», personajes ambos que inician el relato heridos como corresponde a su triste condición.
La vida es un regalo, todo lo creado que nos rodea, el cielo, el mar, las estrellas, es un obsequio inmerecido; todos los niños nacen sabiéndolo y todos los niños lo disfrutan a lo largo de su infancia, pero en ocasiones, los avatares del destino hacen que algunos, aun siendo todavía niños, terminen olvidándolo.
El hombre es un animal social (zoon politikon, decía Aristóteles), y la familia es la expresión más íntima y perfecta de esa sociabilidad; si se altera o se destruye se altera al hombre en su vida misma, como hoy vemos sucede.
ilustraciones de Graham Rust (1942-) y Charles Robinson (1870-1937). |
Estas carencias hieren el alma de nuestros dos protagonistas; ambos son niños que habrían de gozar de la vida como regalo inesperado y sorprendente, pero no es así; ambos deberían vivir al amparo de una familia dulce y cariñosa, pero no es así; la orfandad les ha arrebatado las dos cosas. Y por ello son personajes dolientes.
¿Cómo recuperar lo perdido? ¿A dónde ir? La Sra. Hodges Burnett nos lo dice mediante el relato de una historia plena de simbolismo y magia, de amor y de tristeza, que nos deja finalmente un poso de esperanza. Y para ello nos lleva a un lugar: El jardín.
Hemos visto ya que el jardín es el refugio, el lugar guardado y seguro, escondido a los ojos extraños, pleno de armonía, orden y felicidad.
Pero, además, es el lugar del juego. El juego trasformador que abre y cierra puertas y mundos al compás del olvido y la imaginación del niño.
Nuestra protagonista y narradora, Mary Lennox, es una niña huérfana que llega desde la lejana India para vivir con su tío en Misselthwaite Manor, una enorme casa de campo en Yorkshire («Una casa con cien habitaciones, casi todas con las puertas cerradas»), rodeada de hermosos páramos y un jardín maravilloso.
Mary es arisca y no muy agradable; lo cierto es que a vida no le ha dado tampoco dulzuras. En su nuevo hogar encontrará a dos niños que trasformarán su vida: uno, su primo Colín, como ella huraño a causa de su delicada salud, como ella aburrido y apático, encerrado siempre entre las cuatro paredes del inmenso caserón. El otro, Dickon, inquieto, imaginativo, siempre atento al juego, a la vida al aire libre entre campos y bosques. La solitaria niña que nunca salía de su habitación descubre a su través placeres y deleites no imaginados. Dickon abre la puerta del jardín a Mary. Y esto la trasforma. Cosas simples, como saltar a la cuerda, la hacen sentir inmensamente viva.
Pero un aire de tristeza flota sobre la casa. Y Mary descubre porqué: en una de las múltiples habitaciones cerradas Mary encuentra a un niño de su edad que nadie le había mencionado, su primo Colin, un niño enfermo, que permanece siempre triste y encerrado en su aposento; y eso no es todo: dentro del jardín hay otro jardín, aislado y cerrado al mundo; el jardín secreto, testigo de una desgracia familiar (un accidente en el que falleció la madre de Colin) y que desde entonces permanece cerrado tras una puerta cuya llave guarda su tío: «Él no dejará que nadie entre. Era su jardín. Cerró la puerta, cavó un agujero y enterró la llave», le dice a Mary una doncella. Sin embargo, jugando con Dickon entre los páramos, Mary encontrará otra puerta, que esta vez sí puede traspasar, y que le conduce al secreto jardín.
Dos ediciones de Siruela, con las ilustraciones de Charles Robinson (1870-1937). |
La enorme alegría del descubrimiento de este regalo (la belleza de lo creado y el placer del juego) lleva a Mary, porque el amor es sobreabundancia y siempre se desborda, a atraer a Colin al exterior con el susurro de la revelación de un secreto. Cuando los tres niños abren la puerta del oculto jardín perciben la presencia de aquello de que carecían: «¡Algo está ahí, algo!» La salud vuelve a Colin y con ella la atención de su padre, para que al fin el calor de una familia regrese a Misselthwaite Manor.
En esta novela, como en todas las de huérfanos, hay un camino por recorrer y un proceso de maduración y perfección a lo largo del mismo, que en este caso, afecta a los dos protagonistas; Frances Hodges Burnett creía en el poder de los jardines para el crecimiento, la maduración y el recuerdo, y allí es donde recordaremos a Mary Lennox, explorando los caminos sinuosos del Jardín, sus laberintos, los jardines dentro de los jardines y el interior de los corredores sin fin de Misselthwaite Manor, con sus muchas habitaciones cerradas con llave, y la puerta y la llave de los aposentos de Colín y, sobre todo, del jardín secreto. Así el hortus conclusus inicial se convierte al final en un locus amoenus, tal y como debería ser: la niña heroína encuentra el camino y la llave y llega a conocer lo que, inmerecidamente, le estaba oculto e inaccesible.
Para niños de 9 años en adelante.
Las primeras palabras del cardenal describieron y sintetizaron perfectamente el sentimiento que le genera a uno estas bellas imágenes y palabras.
ResponderEliminarMi corazón anhela profundamente conocer ese jardín, pero por momentos siente el deseo de hacerlo como cuando de niños, con esa actitud aristotélica del mirandum, del asombro. Disfrutar los aromas de los árboles luego de una lluvia, de las flores, de los caminitos laberínticos, de las piedras y la tierra mojada es parte del gozo que sigue a un asombro puro.
Y sería una tentación pensar que eso es irrecuperable porque es parte del pasado, al contrario. Estamos llamados a ser como niños, y ese llamado es hacia el futuro. Creemos en la afirmación de que el Reino de los Cielos pertenece a los que son como niños, pero también creo firmemente que debemos buscar violentamente el Reino de los Cielos para ser como ellos.
«Creen que añoran el pasado, pero en realidad su añoranza tiene que ver con el futuro»
Un precioso comentario, José.
EliminarLa cuestión de si los niños son el pasado o son el futuro es probablemente estéril, pues probablemente son las dos cosas. No se si era San Basilio o San Juan Crisóstomo el que, en una carta u homilía, se refería a los cristianos adultos como queridos niños; además era así colmo Nuestro Señor se dirigía cariñosamente a los Apóstoles, ¿no?
Un saludo cordial.