DE NIÑOS, LIBROS Y NATURALEZA

Chiquilla sobre una roca en Sorrento, de Filippo Palizzi (1818-1899)



«Habitará el lobo con el cordero, y el leopardo se acostará junto al cabrito; el ternero y el leoncillo andarán juntos, y un niñito los guiará. La vaca pacerá con la osa y sus crías se echarán juntas; y el león comerá paja como el buey. El niño de pecho jugará junto al agujero del áspid, y el recién destetado meterá la mano en la madriguera del basilisco. No habrá daño ni destrucción en todo mi santo monte; porque la tierra estará llena del conocimiento de Yahvé, como las aguas cubren el mar»

Isaías 11, 6-12


«Levantad vuestros ojos, y mirad los campos, que ya están dorados para la siega»

Juan, 4,31


«Para apreciar los sabores silvestres y acres de estas frutas de octubre es necesario respirar el aire frío de octubre y noviembre»

Henry David Thoreau




Mucho se habla hoy día al respecto de la ecología, del medio ambiente y de su defensa y protección. Se bombardea a nuestros hijos con estas cuestiones, haciendo un hincapié desmesurado sobre las mismas, reduciendo el asunto a un catastrofismo elemental, e imponiendo, de facto y de forma paradójica, una renuncia a toda interacción con la naturaleza creada. Pero todo ello resulta ridículo y artificioso. ¿Una llamada a la conservación de la vida natural con ausencia de un contacto real con aquella? ¿Es esto posible? ¿Qué quieren hacerles amar y respetar a los niños? ¿Algo que no conocen? Porque, ¿una abstracción puede ser amada? ¿Una experiencia virtual puede dejar alguna huella en el corazón? No, claro que no. Pero eso no parece importar. Y no es sino una prueba palpable de la impostura que en el fondo encierra esa ideología que responde al nombre de ecologismo


Niños, de Sergei Vinogradov (1869-1938)

Si fuera cierto el deseo de que los niños pudieran llegar a ser leales administradores de lo que la naturaleza nos ofrece, entonces el verdadero camino sería dejarlos vivir, y, sobre todo, jugar, en entornos naturales. ¿No creen?

Pero esto no es así. El entramado vital en el que se hayan instalados les secuestra. Lo cierto es que, por ejemplo, muchos niños no han conocido, más que fugazmente, lo que puede ser la vida en el campo, encerrados en sus casas y en sus aulas, entre tabletas, móviles y actividades escolares y extraescolares. Los hay que nunca se han refugiado de un chubasco primaveral bajo las ramas frondosas de un roble, así como algunos otros desconocen que, en cambio, si la tormenta trae consigo truenos y relámpagos, el árbol ha de evitarse, pues frecuenta las malas compañías de los rayos. Tampoco saben si una lavandera es un pájaro o una esforzada señora o las dos cosas a un tiempo, o si un verderón es realmente un pájarillo y si es o no de color verde. Tristemente, lo que sí saben es que una bolsa es para los plásticos y otra para los desechos orgánicos. 

Y es que las cosas han de ser experimentadas y vividas en roce físico con su condición original, libre y salvaje; no hay otra forma. Más hermosamente lo dice Thoreau: «Estas manzanas han estado expuestas al viento, a las heladas y a la lluvia hasta que han absorbido las cualidades del tiempo o de la estación, y por eso están muy sazonadas, y nos penetran, nos muerden y nos impregnan con su espíritu. Por consiguiente, hay que comerlas en sazón, es decir, al aire libre».


Clavel, Lirio, Lirio, Rosa, de John Singer Sargent (1856 –1925) 

Ello no es óbice para reconocer que es preciso hacer nacer en ellos un respeto por lo creado. Sumidos como estamos en una civilización de lo efímero y lo consumible que genera una explotación destructora de la naturaleza, más que su cultivo y aprovechamiento razonable, necesitamos volver a una relación más racional de respeto y cuidado.

Sin embargo, la forma de hacer nacer en los niños ese respeto no es esa pseudo afectio ideologizada denominada ecologismo; no, este sentir ha de nacer, primero, de un conocimiento directo y segundo, de la admiración y asombro que aquel habrá de suscitar en sus corazones. No se puede conocer la naturaleza sino se la ama y no puede amarse nada que no se conozca; como en todo, amor y conocimiento van de la mano.

Por otro lado, y en paralelo, como una derivada de aquello de que cuando el hombre deja de creer en Dios pasa a creer en cualquier cosa, se trata de convencer (en especial a los niños) de que lo que abstractamente se denomina la naturaleza, es un ente real con el que se puede (y se debe) establecer una relación personal («La Madre Tierra», Gaia, la diosa Maya, todo ello de acuerdo a consignas y eslóganes neopanteistas, orientalistas o paganos a la moda).


La musica del bosque, de Edward Atkinson Hornel (1864-1933)

De esta manera se trata de desvirtuar con una idolatría pagana e insustancial, la necesaria y conveniente relación (impersonal pero no por ello menos auténtica) que ha de tenerse con lo creado, como camino hacia el conocimiento de Dios. 

Recordemos que Nuestro Señor nos dio el poder sobre todo lo demás creado («henchid la tierra y sometedla, y dominad sobre los peces del mar y las aves del cielo, y sobre todos los animales que se mueven sobre la tierra»), al igual que la responsabilidad («para que lo cuidase»), a fin de poder usarlo sanamente («para que os sirvan de alimento»), y a su vez, nos habla a través de lo creado, como parte de su revelación.

«Tu libro sea el Universo que debes observar» decía, San Agustín; así mismo decía Raimundo de Sabunde: «Dios nos dio dos libros, el que está compuesto por la universalidad de las criaturas, o sea el libro de la naturaleza, y el de la Sagrada Escritura… Cada criatura no es más que una letra escrita por el dedo de Dios… la letra más importante es el mismo hombre, igualmente criatura». Y como dijo una vez Browning:

«Reza mejor quien mejor quiere
al hombre y a los seres de la tierra y del aire.
Reza mejor quien mejor quiere
a las cosas pequeñas y a las grandes,
pues el Dios bondadoso que en su amor nos cobija,
lo crió y lo ama todo».

No obstante este aprendizaje de lo real a través del contacto con lo creado no sería completo si contáramos solo con el almibarado y parcial relato que se muestra hoy día a los niños (y a todos) por medio de esa propaganda ecologista. Porque lo creado no es solo una bondadosa faz, no; lo creado convive con nosotros en una clara desarmonía causada por la caída de nuestros primeros padres. El hombre mantiene una relación dual con la naturaleza. El caos y el horror conviven con la placidez y la hermosura. Y ambos aspectos son necesarios. 

El horror y el caos nos hacen sentir insignificantes y al hacerlo nos sitúan en la correcta posición en relación a Dios: la de una humildad infinita, la de un temor y temblor ante lo ominoso y lo incognoscible. A su vez, la placidez y la hermosura de lo natural abren nuestra imaginación a la poesía y así nos arrojan en brazos del amor y la misericordia de un Dios que nos ama insondablemente. 

Hay un poema de Shelley que recoge muy bien este aspecto dual, hoy olvidado. Me refiero a Mont Blanc.  

«La Fuerza secreta de las cosas
que gobierna el pensamiento, y es para la cúpula infinita
del Cielo una ley, ¡habita en ti!
(…)
El poder está allí,
El quieto y solemne poder de muchos paisajes,
Y muchos sonidos, de vida y de muerte».

Detrás de la remota y majestuosa serenidad de la montaña mora escondido un poder de destrucción. Vemos, entonces, que el poema realza el carácter dual de una naturaleza preservadora y destructora a un tiempo. 

Y eso es algo que no se debe olvidar.


En el huerto de James Guthrie (1859-1930)

Todo lo dicho y no otra cosa es lo que debemos trasmitir a nuestros hijos. 

Me gusta ver la naturaleza creada como «un espacio entre ciudades donde crecen las cosechas», donde el hombre se haga compatible con lo que le rodea y pueda así acercarse a Dios a través de la tierra, del contacto con el humus, con su humilitas como ofrenda. Pero no es fácil, pues sabemos que la caída tuvo como una de sus consecuencias la desarmonía del hombre con la naturaleza. Aun así, como dice el verso de Eliot, «nos queda el intentarlo».

Ahora bien, ¿hasta qué punto este contacto es posible en nuestras grandes urbes de hoy? ¿Por qué razón hemos abandonado nuestra relación directa con la tierra, con el mar o con el cielo? No nos engañemos: estas ausencias y carencias traen consigo secuelas, y una de ellas, y por cierto no la menor, es la mengua de nuestra capacidad de asombro y admiración, de nuestra sensibilidad para apreciar lo grandioso e increíble que supone la mera existencia, la propia y la de todo lo demás creado. 

Y esto supone pagar un alto precio. 

Hay por tanto que recuperar lo perdido, pero ¿volviendo a los campos? Quizás no sea necesario si logramos recuperar la capacidad de ver la inmensidad de lo que nos rodea y la pequeñez de lo que somos y así volver a enmudecer de asombro. Para nosotros quizás sea tarde, no para nuestros hijos…y los libros, los buenos libros, cómo no, pueden ayudar. Libros que les recuerden lo asombroso de la vida y que despierten en ellos un hambre, un ansia por salir fuera al encuentro de lo creado. Libros como camino, un dulce y delicioso camino de vuelta a lo que somos (sus hijitos, como dice Nuestro Señor -Juan 13:33-), para así poder sentir de nuevo el asombro y la pequeñez que nos es propia. 

En sucesivos post comentaremos algunos de estos libros.



Comentarios

  1. ¡Me gustó mucha esta entrada! o, como diría un español, me ha gustado.) Y lo que siempre me encantan son las ilustraciones, bellísimas, ¡muchas gracias!

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  2. Estamos en 1972 y el Club de Roma difunde el documento: “Los límites al crecimiento” . 1972, inmediatamente después del Mayo del 68 francés. Club de Roma, siniestra organización trufada de masones y, muchos de ellos, de procedencia iluminista, rama fundamental de la masonería cuyo sujeto de culto es, como ellos le llaman, “el portador de la luz”. Lucifer.

    En ese documento dieron las directrices a seguir por ese nuevo orden mundial cuyas luces negras están detrás, por ejemplo, de los peligros a los que usted hacía referencia en sus magistrales textos a los peligros del culto a la irrealidad virtual. Las directrices se sustentan en tres patas: el Aborto como derecho fundamental de las mujeres, ecologismo y, como corolario de este último, el cambioclimatismo de causa humana. Se rinde culto a la naturaleza en sí misma (panteísmo) y, en ese sentido, el hombre pasa a ser el enemigo de esa nueva religión (por esas fechas nacen las corrientes New Age) emergente. Por supuesto, y dado que el enemigo es el ser humano, todo lo que implique la mengua de su número sobre la faz de la Tierra está bien visto. Y de ahí el abortismo. Pero también la Ideología de Género y la proclamación de formas antinaturales de entender la sexualidad y que son, además, estériles.

    Nada tiene que ver ese ecologismo de nuevo cuño y altamente ideológico (sin contacto con lo real) con el conservacionismo y el amor por Natura; el amor en ese acto por el cual bebemos el aire puro y contemplamos en toda su magnificencia la obra del Creador.

    Nada que ver porque… ¿existe algo más contradictorio que un pretendido amor por la naturaleza y, a la vez, una defensa encarnizada del infanticidio que es el aborto?

    Un texto muy lúcido, Don Miguel.

    Un abrazo

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    1. Le confieso que estuve tentado a citar al NOM, pero me contuve. Usted lo ha hecho por mí.

      Muchas gracias, como siempre.

      Un abrazo.

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  3. ¡Maravilloso, Miguel! Me puse al día con el blog, ja! Este escrito y el del realismo poético son estupendos. Lo he compartido por aquí con algunos educadores que, casi sin querer, se le escapan estas esencias.
    Gracias, de verdad.

    Con amistad y distancia,

    J.A.F.

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    1. Muchas gracias José. Me congratula que te hayan gustado. Son temas clave, que, como bien dices, las más de las veces son olvidados.

      Un abrazo.

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  4. Buenísimo Miguel, con esta entrada te has superado

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