DE LIBROS, ROBINSONES Y CHICOS

Nocturno tahitiano, acuarela de William Alister MacDonald (1860-1956).



«Nacer es naufragar en una isla».

J. M. Barrie


J. M. Barrie escribió esta hermosa frase en su prólogo a La Isla de Coral, de R. M. Ballantyne. Como sabía bien el autor de Peter Pan y Wendy, las islas y los relatos infantiles se encuentran entrelazados de tal forma que no resulta posible separarlos. Con estos relatos insulares, asoman a las jóvenes vidas que los frecuentan palabras fascinantes, como caimán, canoa o caníbal, y personajes inolvidables que ya no abandonarán sus infancias, como piratas y corsarios. Barrie lo sabía, y por eso se negaba a dejar atrás su infancia, inmortalizando para ello una isla y un pirata y rebautizándose para siempre como Peter. Pero esta es una historia de la que ya hemos hablado.  

Los relatos de náufragos e islas tienen su propio género, que los estudiosos anglosajones denominan Robinsonades. Este término podría traducirse como robinsonadas, esto es, dichos o hechos propios de un robinson, pues todas estas historias tienen un solo origen: el Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe, la historia del náufrago por antonomasia. Este es el libro que define el género (junto algunas otras historias que a gran altura siguieron su estela), un género plantado por Defoe y su Robinson (él delimitó la forma, revelando sus fortalezas dramáticas y la dificultad de mantener una historia con un solo personaje), regado por Ballantyne (La isla de Coral, 1857) y Verne (La isla misteriosa, 1874; Escuela de robinsones, 1882; y Dos años de vacaciones, 1888), fertilizado por Stevenson (La isla del tesoro, 1883), germinado por Barrie (Peter Pan y Wendy, 1911), y, quizás, solo quizás, quebrantado en el provecho de sus frutos por Golding (El señor de las moscas, 1954).

La receta típica del relato robinsoniano consiste en un coctel variado y refrescante: el naufragio de una nave, la supervivencia de uno o varios náufragos y la conservación de ciertas partes de la nave hundida que se revelarán fundamentales para la supervivencia (herramientas, ropa, tela para velas, madera, hierro, armas, animales, cajas o bolsas de alimentos para el presente y semillas para el futuro). El naúfrago, felizmente, vendrá bendecido con algunos conocimientos de ingeniería e historia natural, buena salud y, algo fundamental, fe en Dios. El brebaje se completará con la inventiva y empuje del protagonista para construir su nuevo pequeño mundo y con el suficiente coraje para defenderlo de alimañas, piratas o salvajes antropófagos. Por supuesto se permiten diferentes variaciones según los ingredientes utilizados y las proporciones en que se combinen los mismos.

Advierto que aquí no hablaré de todo el género, sino solo de una familia, la de los relatos de jóvenes robinsones, por ser los más cercanos al tema del blog. Y así, dejaremos al Robinson de Defoe para una entrada personal; en el caso la isla de Barrie nos remitiremos a nuestra entrada de Peter Pan y Wendy; de la isla de Stevenson ya hemos tratado; y solo sobrevolarémos muy brevemente la isla de El señor de las moscas, de William Golding, por considerarla una novela que precisa de una cierta madurez, no obstante la edad de los protagonistas.


La Isla de Coral (1857). Robert Michael Ballantyne (1825-1894).

Dos ilustraciones de la novela, de Savile Lumley (1876-1949).

Esta es la novela con la que las Robinsonadas se establecieron firmemente como un género literario.

El libro tuvo de inmediato un éxito espectacular, lo cual no es de extrañar, pues sus protagonistas ejemplarizaban las actitudes y los principios más valorados del Imperio Británico: coraje, honor y patriotismo. Los jóvenes lectores victorianos devoraban sus páginas, tal es así que en el The British Weekly, una popular revista literaria de la época, podía leerse: «No se encuentra en Inglaterra muchacho alguno que pueda sentir respeto por quien no guste de leer el fascinante libro de Ballantyne, "La Isla de Coral"».

La historia responde a las líneas maestras ya señaladas: tres jóvenes ingleses, Ralph, Jack y Peterkin, tras naufragar su barco, son arrojados a las playas de un atolón deshabitado en los mares del Sur. La isla es un verdadero paraíso donde, a la manera de Robinson, los tres jóvenes logran crear una sociedad idílica: construyen su propia casa, hacen fuego, recolectan frutas e incluso arman un bote para explorar las islas vecinas, hasta que, finalmente, tras muchas peripecias y aventuras (algunas realmente peligrosas), son rescatados por un misionero inglés. Cuando regresan a la civilización, y tras lo acontecido, son más sabios y maduros.

La historia semeja haber sido diseñada para enseñar geografía, historia natural, religión, moralidad y responsabilidad y, en cierto sentido, adolece de un didactismo muy propio de la época en la que fue escrita. Pero ello no desmerece el libro; al contrario, la atractiva historia, contada con un gran ritmo narrativo, constituye, ahora como entonces, un fascinante entretenimiento (el libro salió a la venta a fines de 1857 y desde entonces nunca ha dejado de editarse).

Esta novela fue la inspiración para el distópico El Señor de las moscas (1954) de William Golding, si bien este último autor invirtió la moralidad de la historia: aunque ambas novelas relatan experiencias de maduración, en la historia de Ballantyne los muchachos, representantes del bien, tienen varios encuentros con el mal (personificado por los piratas y los caníbales); sin embargo, en El Señor de las moscas, el mal está en el corazón mismo de los chicos.

Esta última novela trata de lo que el propio Golding describe como «la oscuridad en el corazón del hombre» y busca mostrar cómo la lujuria del poder, el sometimiento a circunstancias extremas o la competencia por los recursos escasos, pueden hacer emerger en el hombre aquello, que aunque nos resistamos a creerlo, es también parte de su propia naturaleza: la bestialidad, la crueldad y la maldad. No es una historia fácil de digerir para una mente inmadura, tanto por su crudeza, cuanto por su inquietante cercanía, pues los protagonistas son los propios chicos. 

Las dos ediciones de la novela que tenemos en casa.

En español no disponemos de ediciones recientes de La Isla de Coral, por lo que quizás deban acudir al mercado de libros de segunda mano. En casa tenemos de dos ediciones: una, correspondiente a la fantástica colección Clásicos de Aventuras, editados por Legasa en los años 80, y que cuenta con un magnifico prólogo de Carmen Bravo Villasante; y otra editada por SM en su colección La Ballena blanca y orientada a un público de menos edad.

Recomendando para 12 años en adelante.


Dos años de vacaciones (1888). Julio Verne (1828-1905).

Cubierta y frontispicio de la primera edición del libro Dos años de vacaciones en 1888 por la editorial Hetzel.

Julio Verne no precisa presentación alguna; es una referencia obligada cuando se habla de literatura infantil y juvenil y más si el tema se centra en la acción y la aventura. Y si bien el título del que voy a hablar no es ni de sus mejores libros ni de sus más famosas novelas, sí que trata (y de manera deliciosa, he de decir), el tema que nos ocupa, que además fue para Verne una constante en su vida literaria.

El joven Julio Verne devoró todas las novelas robinsonianas que le precedieron y que se pusieron a su alcance, y más adelante señalo a Defoe y a Wyss (La familia Robinson suiza, 1812), como dos de sus mayores influencias literarias. Estaba fascinado con el tema de los náufragos y escribió sobre él durante toda su vida. La que nos ocupa es una de sus tres novelas específicamente robinsonianas. De las otras dos, La Isla misteriosa (1874) es el libro más logrado y sólido, y Escuela de robinsones (1882) es casi una humorada sobre el tema, o al menos el libro más liviano de los tres. Curiosamente, Dos años de vacaciones (1888) fue el último en escribirse.

En un prefacio escrito a propósito de la publicación de Dos años de vacaciones, el escritor francés centraba magníficamente el tema robinsoniano al señalar que Daniel Defoe, en su inmortal Robinson Crusoe (1719), había fijado su atención en un solo hombre adulto; que Johann David Wyss, en La familia Robinson suiza (1812), lo había hecho en una familia; que James Fenimore Cooper, en su novela El Pico del Crater (1847), había focalizado el problema en un grupo social, y que él mismo en La Isla Misteriosa (1874), había elegido como protagonistas a unos científicos. Sin embargo, se percató de que faltaba por contar qué ocurriría con unos niños, y a este respecto señaló:

«Me parecía que, para cubrir todas las opciones, quedaba por mostrar qué pasaría con un grupo de niños de ocho a trece años abandonados en una isla, luchando por sobrevivir en medio de las pasiones desatadas por las diferencias de nacionalidad; en una palabra: un internado de Robinsones. 

Por otra parte, en "Un Capitán de quince años", había empezado a mostrar lo que puede ser la valentía y la inteligencia de un niño que lucha con los peligros y las dificultades de un exceso de responsabilidad en relación a su edad. Por ello pensé que, si las enseñanzas contenidas en este libro podían ser beneficiosas para todos, tenía que escribirlo».

Lo cierto es que, con o sin enseñanzas (que sí las tiene, como apunta Verne), la novela es una delicia de la que disfrutarán sus hijos. Una vez que comiencen a leer, quedarán sin duda atrapados por las aventuras y peligros que habrán de afrontar los catorce niños protagonistas, quienes, tras naufragar en una isla desierta, deberán aprender a organizarse para sobrevivir y también a sobrellevar las rivalidades que pronto aparecerán en su pequeña comunidad. Por otro lado, al explorar la isla, los catorce aventureros descubrirán que en ella se esconden muchos secretos...

Ilustraciones para una edición de Dos años de vacaciones de 1909, de Léon Benett  (1839–1916).

En español hay innumerables ediciones de esta novela; la que han leído con fruición mis hijas es una publicada muy reciente de RBA, con unas ilustraciones tipo cómic que no son de mi gusto. También hay una versión descatalogada de la editorial Molino que vale la pena buscar, aunque solo sea por la serie de laminas a color de Badía Camps que contiene. Por último, las clásicas ilustraciones de Léon Benett se pueden encontrar en la reciente edición de Biblok, incluida en su colección Never Land, que además también recupera la portada original de la novela; esta última es la que les recomiendo.

Para niños desde los 10 años.

La edición de la novela que tenemos en casa y una ilustración para una edición de Molino del magnífico artista Ángel Badía Camps (1929-).


Y termino con quien empecé, con James Matthew Barrie, el cual, en el prólogo a La Isla de Coral al que he hecho mención, hacía una recomendación de la novela que también es extensible a la historia de Verne, y que decía así: 

«Yo era un niño cuando me vi atrapado por las maravillosas aventuras aquí contadas. Todavía con la fuerte impresión de su recuerdo, presento este libro especialmente a los niños, con la sincera esperanza de que puedan obtener de sus páginas información valiosa, mucho placer, grandes beneficios y diversiones sin límites».

Con los mismos deseos para con sus hijos, me despido.

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Comentarios

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Barrie y Grahame, para mí, es lo mejor que la literatura inglesa ha dado sobre la infancia. Si Grahame expresa lo divino mejor que un catecismo (la escena del dios Pan de El viento en los sauces), Barrie expresa la nostalgia. No hay nadie que lo haya hecho como él. Hay una conferencia que dio en la universidad de St. Andrews, en Canadá, después de la gran guerra, en la que lo dice así: "Dios nos dio la memoria para que pudiésemos tener rosas en diciembre".

    Y es verdad, o al menos, es parte de la verdad. Y está maravillosamente dicho.

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