LA PROSCRIPCIÓN DE LA INOCENCIA

La muchacha que dejé tras de mí, de Jonathan Eastman Johnson (1824-1906).



«Un hombre honesto es siempre un niño». 
Sócrates 

«Felizmente, el hombre no tiene la última palabra».
Johan Huizinga


Ir para volver al principio; perder y ganar al mismo tiempo; darlo todo para tenerlo todo; ser débil para ser fuerte; que los últimos serán primeros; creer en la vida eterna aunque vivamos sumergidos en el tiempo; que un Dios Todopoderoso se hiciera hombre y se dejara matar por nosotros; la sorprendente naturaleza del amor, porque Dios nos ama incluso cuando no sabemos amar o cuando no le amamos; o la paradoja de la niñez, porque a menos que nos volvamos como niños no podremos entrar al Reino de Dios, niñez de la que hablaré hoy. Todas estas paradojas reflejan aspectos parciales de la Verdad eterna revelada. Todas ellas son esencia misma del cristianismo, «porque la “insensatez” de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor 1:22-25).

Las aparentes contradicciones que nos presentan todas estas imágenes, las opuestas nociones o ideas que enfrentan, no son sino reflejo tenue y defectuoso de la mayor de todas, el ser de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero. Como dijo Chesterton, «la virtud cristiana representa la colisión ígnea o fogosa de los contrarios: vida y muerte, humano y divino».

Y, como he comentado, una de estas paradojas cristianas residen en la infancia y en la necesidad de abandonarla para luego volver a ella como única forma de alcanzar nuestro destino. 

Jesús nos lo dice con meridiana claridad: «En verdad, os digo, si no volviereis a ser como los niños, no entraréis en el reino de los cielos. Quien se hiciere pequeño como este niñito, ése es el mayor en el reino de los cielos. Y quien recibe en mi nombre a un niño como éste, a Mí me recibe.» (Mt. 18: 3-5).

Un nuevo cuento de hadas, de Nikolay Bogdanov-Belsky (1868-1945).

Todos hemos sido niños. El volver a serlo no puede extrañarnos, pues en cierto modo no hemos dejado de serlo del todo. 

Monseñor Straubinger hace un hermoso comentario al respecto del porqué de esta exigencia al hilo de los anteriores versículos de San Mateo: 

«¡Ser niño! He aquí uno de los alardes más exquisitos de la bondad de Dios hacia nosotros. He aquí uno de los más grandes misterios del amor, que es uno de los puntos menos comprendidos del Evangelio, porque claro está que, si uno no siente que Dios tiene corazón de Padre, no podrá entender que el ideal no esté en ser para Él un héroe, de esfuerzos de gigante, sino como un niñito que apenas empieza a hablar. ¿Qué virtudes tienen esos niños? Ninguna, en el sentido que suelen entender los hombres. Son llorones, miedosos, débiles, inhábiles, impacientes, faltos de generosidad, y de reflexión y de prudencia; desordenados, sucios, ignorantes y apasionados por los dulces y los juguetes. ¿Qué méritos puede hallarse en semejante personaje? Precisamente el no tener ninguno, ni pretender tenerlo robándole la gloria a Dios como hacían los fariseos (cf. Lucas 16: 15; 18: 9ss.; etc.). Una sola cualidad tiene el niño, y es el no pensar que las tiene, por lo cual todo lo espera de su padre.».

Por su parte, Romano Guardini dice a su vez sobre este especial estado, que «el niño tiene la simplicidad de la mirada y del corazón. Cuando viene lo nuevo, lo grande y lo que redime, lo ve, se acerca y entra en ello. Esa simplicidad, naturalis christianitas, es la actitud del niño a que se refiere la parábola. Jesús se refiere a la simplicidad de la mirada, a la capacidad de contemplar el horizonte, percibir lo auténtico y acogerlo sin pretensiones».

Muchacha leyendo en un prado, de Nikolay Bogdanov-Belsky (1868-1945).

Esa es la inocencia primera; la que habremos de recuperar. La propia de la infancia. La que hoy blasfemamos y pisoteamos, despreciamos y apartamos a un rincón oscuro. Aquella que conscientemente unos, inconscientemente otros, arrancamos todos, brusca e impíamente, del alma blanca de los niños.

Este es uno de los grandes males de nuestro tiempo. ¡Qué gran pecado! Ya nos advirtió Nuestro Señor: «Pero quien escandalizare a uno solo de estos pequeños que creen en Mí, más le valdría que se le suspendiese al cuello una piedra de molino de las que mueve un asno, y que fuese sumergido en el abismo del mar» (Mt, 18:6).  

San Juan Crisóstomo, en su obra Padres, hijos y su crianza, nos dice reprendiendo a los padres cristianos de su tiempo, y también hoy a nosotros:

«Nuestros hijos son un gran tesoro. Tengamos, entonces, mucho cuidado con ellos y hagamos todo lo posible por no perderlos, porque el astuto está atento a engañarlos. ¿Qué hacemos hoy por ellos? Precisamente lo que no debemos. Cuando se trata de nuestros bienes materiales, cuidamos ponerlos en manos de quien consideramos confiable y honorable. No mostramos, aun así, la misma preocupación por lo más precioso que tenemos, nuestros niños. No buscamos para nuestro hijo un buen pedagogo que no lo deje apartarse de la sabiduría. Y, sin embargo, nuestros hijos son siempre nuestro haber más importante y por ellos hacemos todo lo que hacemos. Por los bienes que les vamos a dejar nos desvivimos, pero por ellos mismos, no. ¿Ves qué forma retorcida de ver las cosas tenemos? Cuida el alma de tu hijo y el resto vendrá por sí mismo. Si el alma no es buena, entonces ningún bien le será útil. Pero, si el alma ha sido fortalecida con la fe, llena de virtud y limpia, entonces ni siquiera la pobreza le podrá afectar». 

Esta inocencia es sagrada, y lo es porque, como hemos visto, es la disposición natural del bienaventurado. Hay pues que preservarla, y con ella preservar lo propio de su estado, aquello que el poeta –conocido de este blog– José Ferrari nos revela: «Ellos ya viven en la realidad» y «no necesitan de sucesos extraordinarios para caer [en ella]», porque los niños creen en lo que ven, en lo que escuchan, no dudan de la certeza de aquello de lo que dan noticia sus sentidos, y a mayores, perciben «el mundo invisible en las cosas visibles» como señalaba el cardenal Newman.

En este cuidado, en esta atención precautoria, no debería movernos el miedo al castigo, sino el amor, el amor a Dios y el amor a nuestros hijos, a quienes debemos amar con un amor de verdad. Además, es de nuestro personal interés, ¿pues adónde podremos mirar para recuperar esa inocencia primera -esencial para salvarnos, según nos anunció Nuestro Señor-, si la desterramos de las almas de nuestros hijos? Porque lo cierto es que, como nos dice Wordsworth, ya la hemos perdido.

“Hubo un tiempo en que el prado, el bosque y los arroyos,
La tierra y cada paisaje corriente,
Me parecían
Ataviados de luz celestial,
Con la gloria y la frescura de un sueño.
No es ahora como fue antaño;
Vaya a donde vaya
De noche o de día
Las cosas que solía ver ya no soy capaz de verlas”

Una ardua historia, de John George Brown (1831-1913).

Es posible que la pérdida de la edad de la inocencia y del deber de la protección de la infancia no fuera debida a una decisión deliberada, pero su génesis se encuentra en una ansiada y deseada irresponsabilidad. Los grandes trastornos sociales de la década de 1960 y principios de 1970 –la llamada revolución sexual, la epidemia de drogas, el movimiento feminista, la ruptura de las familias por causa del divorcio y del abandono del matrimonio, la difusión del pensamiento psicoanalítico y la proliferación de unas incontroladas televisión y más tarde internet– trajeron consigo una nueva forma de atender a los niños, y esa nueva forma no fue otra que el darles trato de adultos. Los funestos resultados los estamos viviendo hoy.

Y en nuestro mundo moderno, una de las formas de perpetrar ese crimen filial es a través de la lectura. Hoy en día se ponen en manos de los niños y los jóvenes libros que se ufanan en abolir la inocencia. Esta literatura les da a beber sorbos de un brebaje que licúa su pureza. Títulos como Los juegos del hambre, Divergente, Por trece razones, El diario completamente verídico de un indio a tiempo parcial o George: Simplemente sé tú mismo, entre otros muchos, ponen ante sus ojos una sexualidad desacralizada y hedonista, el horror de lo macabro y lo morboso y el lado oscuro de la naturaleza humana, de forma cruda, y lo que es peor, a través de ejemplos vitales a imitar. Los héroes ya no son tales. Solo se presentan a los chicos personajes mediocres que acaso puedan dar cuenta de su fracaso, sumidos en una perplejidad que ni siquiera les sirve para cuestionar su existencia.   

Así que huyan de tales panfletos, porque...

"¿Qué coraza es más fuerte que un corazón sin mancha?"
William Shakespeare. Enrique VI, Parte 2, III, ii.

Dejemos que los niños vuelvan a ser niños y que lo sean tanto como puedan serlo. 


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Comentarios

  1. ¡Estimado Miguel, qué post maravilloso!
    Le agradezco la deferencia de citarme cuando no hacía falta, considerando las intuiciones geniales de tantos escritores grandes.

    Si ud. me permite, quisiera decir algo más: ese "mundo invisible en las cosas visibles" que perciben los niños, según Newman; es lo mismo que dijo Natalia Sanmartín, metafóricamente, en el prólogo de mi librito: "los niños, y ese es el gran misterio de la infancia, parecen vivir rodeados de ventanas". Ventanas que comienzan a cerrarse con el último adiós de la inocencia.
    Por eso, el mismo Newman, comparó la infancia con una "santa insinuación" ¿De qué? De lo que Dios hará con nosotros cuando nos abandonemos a Él, esperándolo todo de Él y abriendo las pesadas celosías que nos trajeron el orgullo y el egoísmo.
    Por tanto, celebro con ud. esa niñez que es disposición, prefiguración, retorno.

    Gracias y mi cordial abrazo,

    José.-

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    1. Buenas José:

      La cita a usted es no es solo bienvenida sino celebrada. Agradezco enormemente su contribución. Es muy cierto lo de las ventanas y su triada a colación de la "santa insinuación" de Newman. Pero usted sabe mucho de esto, y con el mejor de los conocimientos, el conocimiento poético. Su magnífico libro de poemas, "Elogio de la niñez", es una pequeña delicia que vendría muy bien saborearan los padres, tíos y abuelos que hasta aquí se acercan. Desde el profundo estudio inicial hasta el último de los poemas.
      De verdad lo recomiendo; les hará mucho bien y aprenderán deleitándose, como me pasó a mí.

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  2. The hunger games...? sexualidad desacralizada y hedonista? creo que no. En eso por lo menos. Y si estoy muy errado seria bueno que alguien me tire un poco de luz. Gracias.

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  3. Cierto. Pero es que no todos lo adjetivos son aplicables a todos los libros citados, sino que se trata de una generalización. Ahora bien, a todos ellos les corresponde, al menos, uno de los epítetos. En el caso de “Los Juegos del hambre” creo que le va bien lo de morboso y lo del lado oscuro de la naturaleza humana.

    Un saludo cordial.

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