LIBROS Y UTILIDAD (I)

«Anocheciendo en Schlachtensee». Walter Rudolf Leistikow (1865-1908)






«Contar una historia es una forma de decir algo que no se puede decir de otra manera».

Flannery O´Connor



«La certeza no se alcanza por medio de la facultad de razonar, sino gracias a la imaginación».

Santo cardenal John Henry Newman



«Recuerda que las cosas más bellas del mundo son las más inútiles; pavos reales y lirios, por ejemplo».

John Ruskin





Hay quienes, ante la insistencia de uno en poner al alcance de los niños buenos libros, y frente a la repetición de la cantinela sobre la importancia de leer y de leer buena literatura, ponen cara de escépticos y dicen: «¿Para qué?, ¿de qué les va a servir?, no les hará mejores…». Otros claman en otra dirección y dicen en tono de censura: «No ves que es una pérdida de tiempo y energías, lo que deben hacer es prepararse lo mejor que puedan para el mundo laboral, ¿no querrás que tus hijos sean unos simples empleados o, incluso, que no tengan un trabajo “digno”?».

No son posturas novedosas, tampoco modas pasajeras, se trata de actitudes tan viejas como el hombre, que se apoyan en una utilidad mercantil y práctica fuera de la cual no hay nada, al menos, nada que se estime valga la pena.

Desde que John Stuart Mill sugirió que la utilidad no solo estaba de moda, sino que era necesaria, el mundo ha pasado a ser un escenario de logros útiles con los hombres como actores principales en un drama de provechos y utilidades.  

Pero el caso es que este no es nuestro fin. No es el destino para el que estamos hechos. Fuimos creados a la imagen de un Dios que es Amor, que es Belleza, que es Bondad, que es Verdad. Y, por lo tanto, estamos diseñados para ser principalmente amantes, no trabajadores, para amar, primero a Dios, y luego al prójimo. Esos son los dos principales fines de nuestras vidas. Y, de hecho, amando lo verdadero, lo noble, lo justo, lo puro, lo amable y lo admirable, como nos dice el Apóstol, es como amaremos mejor a Dios y al prójimo.

Pero, no nos engañemos; el mundo en el que vivimos es un mundo dominado por la utilidad. Nada merece nuestro respeto, salvo si nos resulta útil. Entonces hasta lo más inhumano, lo más espantoso y feo, lo más dañino para nuestra alma, se torna necesario. De esta manera, los deseos se convierten en obligaciones, nuestro sentido común se desata de la conciencia, y la conciencia se separa del alma. Todo flota sin sentido, pues la verdad, la bondad y la belleza han sido sometidas a la utilidad.

Y, en aras de conseguir más eficazmente esa utilidad, hemos vuelto nuestra capacidad de aprendizaje mezquina y separada de toda pasión, y hemos troceado nuestra inteligencia en ínfimos retazos deshilachados, que no saben unos de otros.

Todo esto parece exagerado, ¿no? Sinceramente, creo que no. Pero, dejemos eso, y tras este pequeño exordio, volvamos al principio: ¿Es algo inútil leer?

Comencé tratando la cuestión de leer buena literatura, confrontándola con esa utilidad crematística, o meramente práctica, que impera en nuestro mundo. Pero esto sería achicar el campo, reducir el horizonte y autolimitarse. Es como si auscultáramos una pieza de Beethoven o escudriñáramos bajo microscopio un cuadro de Velázquez para agrandar nuestra cartera o mejorar nuestra posición social. O, incluso, como si lo hiciéramos simplemente para afinar nuestro oído o para agudizar nuestra visión. Y es que, el arte es algo más. De hecho, mucho más.

Pero, aun así, incluso si fuéramos más allá de esa utilidad materialista, la cuestión seguiría siendo confusa para algunos.

Tanto es así, que hubo quien buscó una respuesta y solo halló desesperanza. 

A mediados del siglo pasado, pensadores como George Steiner se preguntaron, no sobre una utilidad crematística o puramente práctica del arte, sino en relación al supuesto valor humanizador de la cultura, y más concretamente de la literatura, y, por tanto, respecto a su posible inutilidad.

Sus dudas nacieron ante el horror de constatar que las catástrofes asesinas (surgidas del nazismo y comunismo) que habían contemplado (y algunos, sufrido en sus carnes y en su alma), habían sido dirigidas, ejecutadas y secundadas, en su mayoría, por personas cultivadas entre los brazos de Homero, Goethe, Shakespeare o Pushkin, y arrulladas en las melodías de Bach, Tchaikovsky o Schubert. Y, lo que era más grave, que, en medio del horror de tales barbaridades, continuaban en el deleite de esos maestros geniales y sus obras.

¿Cómo esto había sido posible? ¿Es que aquellas almas podridas no eran porosas a la influencia benefactora del arte y la belleza? ¿O es que acaso su influjo no era tan significante y decisivo como hasta entonces se pensaba? ¿De qué sirven los libros, aunque sean grandes y buenos?, se preguntaron. 

Tristemente, para algunos (aquellos ajenos a Dios) no hay respuesta, al menos racional, puesto que de haberla la habría también para uno de los grandes interrogantes con los que los que el hombre ha enfrentado siempre: el problema del mal. Se trata de una cuestión ante la cual el silencio de la razón es clamoroso. Solo la Fe, la Esperanza y el Amor pueden darnos una contestación, que es una persona: Cristo. No hay más. Aun así, algunos de los que todavía están lejos de Él no han dejado de intentar una respuesta. El propio Steiner, como ateo, tantea una contestación conscientemente insuficiente: «debemos alimentar la sospecha de que el estudio y la transmisión de la literatura tengan únicamente un significado marginal, sean apenas un lujo apasionado», dice, como admitiéndolo de mala gana. De aquí a la actitud comentada en comienzo de esta entrada, hay un paso. 

Pero no todos los que se interrogaron sobre la cuestión obtuvieron la misma respuesta desesperanzada. Por ejemplo, Pável Florenski, el renacentista sacerdote ortodoxo ruso, teólogo, ingeniero, matemático y filósofo. Florenski, no solamente contempló esas tragedias inhumanas, como Steiner, sino que, además, las sufrió en sus propias carnes. Fue recluido en un Gulag siberiano, y allí, solo, sufriente y alejado de los suyos, murió fusilado en 1937. Pero, aun así, no desesperó, ni tampoco abjuró del arte. Las maravillosas y emotivas cartas que dirigió a sus hijos (Cartas de la prisión y de los campos) lo atestiguan. En ellas habla con pasión y deleite sobre la poética y la musicalidad de Pushkin, el oficio de Balzac, la profundidad de Shakespeare o la maestría de Goethe. Este es un fragmento:

«No dejes de leer en voz alta hermosas poesías, en especial de Pushkin y de Tiútchev, y que los demás escuchen, para aprender y reposar. Aquí ha caído en mis manos un volumen de Pushkin de la edición de Polivánov. ¡Qué alegría me ha proporcionado leer en voz alta versos de Pushkin después de la comida, a orillas de río Urium, meditando en la suprema perfección de cada palabra, de cada giro, por no hablar de la construcción del conjunto!».

Lo que no debe sorprendernos es que Steiner terminara suicidándose y que a Florenski tuvieran que arrebatarle la vida.  Porque, uno era cristiano y el otro ateo.

Pero, yo no soy un fatalista como lo era Steiner; soy cristiano como Florenski. Y ello me hace confiar. Así que, pienso que la cultura, la buena cultura, aquella a la que se refieren Steiner y Florenski, la que está recogida en los grandes y los buenos libros, sí que es significativa. Como el intelectual ruso, creo que marca una diferencia en las vidas de los hombres, y una buena diferencia, por demás. 

Ahora bien, también sé la literatura, la música, la poesía y el arte por si solas no son suficientes; qué solas pueden ser asediadas y derribadas, azotadas por vientos oscuros, como constataron con desolación Steiner y muchos otros. Porque el arte es algo meramente marginal; es un mero auxilio, un apoyo. Y, por sí solo, no puede salvarnos, ya que no es la Belleza que salvará al mundo, sino un pálido reflejo de la misma. 

Así que no, no creo que los buenos y grandes libros sean inútiles, al menos en este sentido del que hablo, ajeno a lo mercantil y a lo crematístico o práctico, pues tienen una utilidad, quizá pequeña, pero sin precio y de un incalculable valor: la de ayudarnos, si bien modestamente, a llevar una buena vida, bien vivida, con sentido y trascendencia. 

Por todo ello nunca me cansaré de decirlo: por favor, traten de que sus niños lean, y que lean buenos y grandes libros, y no se entristezcan como hizo George Steiner. Manténganse confiados de la mano de una hermosa esperanza, como la que Pável Florenski transmitió a sus hijos.


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