«Lectura de vacaciones». Obra de Carl Larsson (1853-1919). |
«La naturaleza humana será la última parte de la naturaleza en rendirse al hombre».
C. S. Lewis. La abolición del hombre
Si interrogásemos a los padres sobre si quieren o no que sus niños sean lectores, la gran mayoría respondería afirmativamente. Es más, algunos protestarían ante lo que considerarían una cuestión banal: ¿cómo no van a querer los padres que sus hijos lean libros? La mera pregunta les parecería una provocación, o al menos, una pérdida de tiempo. Sin embargo, si preguntásemos a los chicos quizá nos llevaríamos una sorpresa, y no muy agradable. Porque están creciendo entre diversidades, espacios seguros, delitos de odio y demás elementos disolutorios que forman parte de la modernidad progresista dominante. Y los libros son un campo propicio para sembrar esta cizaña.
Hace poco leía en un periódico estadounidense una noticia relacionada con este tema. El artículo daba cuenta de reclamaciones y protestas por parte de grupos de estudiantes que exigían a sus instituciones universitarias protección contra lo que percibían como contenido perturbador en alguno de los textos que se les proponían leer en sus programas de estudio. Pedían su retirada de los cursos o que, al menos, se confeccionasen códigos de advertencia sobre los libros que consideraban peligrosos por contener escenas con potencial para causar angustia o trauma. Concretamente, sus «iras» se dirigían contra La señora Dalloway (1925), de Virginia Wolf, El gran Gatsby (1925), de F. Scott Fitzgerald, e incluso El Mercader de Venecia (1600) de W. Shakespeare y Las metamorfosis (8, d. de C.), de Ovidio. Se trataba de jóvenes del mismo corte que los que abogan desde hace ya un tiempo por hacer desaparecer de Las aventuras de Huckleberry Finn (1876) de Twain la palabra «negro», o de los que abominan del antaño admirado Matar a un ruiseñor (1960) de Harper Lee, a causa de su contenido ofensivo y racista. Lo cierto es que este tipo de advertencias es común hoy en muchos centros universitarios. El profesor de literatura inglesa en el University College de Londres, John Mullan, señala que el problema «nunca se había dado antes (...). Esencialmente, la literatura está llena de todo tipo de cosas perturbadoras, provocativas, incómodas, tristes y vergonzosas. Eso es parte de lo que es. Por eso creo que cuando empiezas a etiquetarla con advertencias, la locura subyace a todo ello».
Parece, por tanto, que de la mano de esos hipersensibilizados universitarios, estamos llegando de nuevo a un oscuro lugar para la lectura y probablemente no solo para esta.
Tras un tiempo de bonanza y elogio del hábito de leer, estaríamos acercándonos a un nuevo período de hostilidad. Se trata, por ahora, de lo que podrían ser pequeños incidentes, ¿o serán más bien las puntas de un iceberg? En todo caso, no es propiamente una novedad, sino más bien el regreso de una animadversión y por diferentes razones que antaño, aunque no sean mejores.
Es un hecho acreditado que la lectura ha sido vista con recelo, incluso con temor, prácticamente desde sus inicios. Partiendo de las advertencias contenidas en el diálogo platónico Fedro (360 a. de C.), expresadas por boca de Sócrates, la animadversión e incluso la prohibición de la lectura (de ciertos textos o en general), es una constante en la historia del hombre. Desde luego, esta idea de peligro tiene un largo periplo, pero ¿encierra un núcleo de verdad?
¿Cuáles han sido las razones aducidas? Unas han apuntado al riesgo de una disolución moral y otras han hecho referencia a la salud, al peligro de contraer enfermedades mentales, como trastornos de personalidad, depresión o conductas suicidas. Todas tienen en común, como causa última, la capacidad de la literatura para afectar o influir en el hombre.
En Fedro, Sócrates expone sus temores de que para muchos, especialmente los no educados, la lectura pueda provocar confusión y desorientación moral, a menos que el lector sea aconsejado por alguien con sabiduría. Igualmente advierte de que confiar en la palabra escrita debilitará la memoria de las personas y les quitará la responsabilidad de recordar. Curiosamente, Sócrates usó la palabra griega pharmakon (droga) para referirse a la lectura, algo que encaja en la terminología actual de «toxicidad», muy utilizada para calificar, o mejor, descalificar las lecturas peligrosas. Algo más tarde, Séneca advertía de lo siguiente: «Ten cuidado, no sea que esta lectura de muchos autores y libros de todo tipo tienda a hacerte discursivo e inestable».
Tras los clásicos grecolatinos, la actividad lectora siguió siendo objeto de una atención, entre precavida y aprensiva. Samuel Johnson estaba preocupado porque, según él, la literatura realista dirigida a los jóvenes impresionables no les proporcionaba una guía moral; de hecho, criticó la ficción romántica por mezclar en los personajes cualidades «buenas y malas» sin indicar a los lectores cuáles seguir. Y desde que Goethe publicó Las penas del joven Werther (1774) ––una historia de amor no correspondido que termina en suicidio––, esta fue acusada de desencadenar una ola de suicidios a ambos lados del Atlántico. Tanto es así, que hasta fines del XIX se sucedieron numerosos opúsculos médicos que atribuían a determinadas lecturas efectos nocivos para la salud, incluyendo entre ellos el del suicidio y la depresión.
Incluso desde el centro mismo del mundo literario se ha tratado el tema, aunque, todo hay que decirlo, de forma generalmente irónica. Pensemos en Cervantes y el protagonista de su Quijote (1605/1615), Alonso Quijano, desbocado devorador de libros de caballerías, en Jane Austen y su Catherine Morland, la impresionable lectora protagonista de La Abadía de Northanger (1817), o en la incesante devoradora de novelas, Tatiana Larin, del Eugenio Oneguin (1825) de Pushkin.
Pero lo de hoy, lo que acabo de comentarles, no tiene nada de irónico. Su tragedia descansa en su manifiesta seriedad. Sorprende a algunos que esta nueva ola de autocensura e indignación moral provenga de ambientes tan progresistas como las universidades estadounidenses. No deberíamos asombrarnos lo más mínimo, porque las razones de esta hostilidad tienen como antecedente a los viejos ilustrados. Por ejemplo, si viajamos en el tiempo veremos que el mismo Jean-Jacques Rousseau, en su novela Julie (1761), advertía que, en el momento en que una mujer abría una novela, cualquier que esta fuese, y «se atrevía a leer una sola página», se convertía en «una niña caída».
Actualmente muchos jóvenes creen estar en peligro de convertirse en «niños caídos», aunque de la inocencia de su infancia no pueda ya encontrarse rastro y aunque no sepamos desde dónde pudieran caer. Para ellos, por primera vez en la historia del hombre civilizado, no hay más moral que la apetencia subjetiva, ni más ley que el temor y la fuerza. Realmente no puede extrañarnos su desesperanza, su desorientación y su miedo. Ni tampoco que se escuden en espacios seguros o en códigos de advertencia.
La intolerancia tolerable y la pusilanimidad moral, resultado de la carencia de todo principio y de toda verdad, son hoy agitadas como estandartes por muchos jóvenes, pero no son armas adecuadas para enfrentarse a la cruda naturaleza del hombre, y encerrado en las páginas de esos y otros clásicos, hay mucho de ese material. Ya advertía Aristóteles que «la apatía y la tolerancia son las últimas virtudes de una sociedad en decadencia».
Pero, si desde siempre la lectura ha sido considerada por algunos un peligro, ¿cuál es entonces la novedad ahora y dónde reside la inquietud? Pues, en que hoy, muy probablemente, es la primera vez en la historia en que los propios lectores jóvenes exigen protección contra el contenido perturbador de los libros. Lo que empezó como una extravagancia ridícula en sitios web de izquierda y feministas, se ha extendido, sin perder su ridiculez, a los campus universitarios. La apisonadora de la corrección política está detrás de esto y su intención no es para nada inocente. Se trata de un intento más de lograr un cambio de paradigma, y hasta una pequeña mutación en la innata naturaleza humana. Y, vistas las palabras de Lewis que encabezan esta entrada, esto es inquietante y perturbador, ¿no creen?
Relacionado con esto hay otro ¿síntoma? de esta degeneración. Igualmente es algo nuevo, pero me temo que también se extenderá. Los escritores comienzan a tenerle miedo y los buenos lectores deberían comenzar también a temerlo. Todos deberíamos inquietarnos.
¿De qué les hablo? De los lectores de sensibilidad.
Los editores tradicionales (e incluso algunos escritores) están contratando lectores sensibles para leer libros antes de comprarlos o publicarlos o incluso presentarlos a las compañías editoras. Ya no se trata de que el Estado o cualquier organización o colectivo dominante imponga una censura; se trata, como en el caso de los códigos de advertencia, de una autocensura, de una automutilación cultural inducida. Y eso da mucho más miedo. En todo caso, como en otros casos, nos fue advertida.
«Ahí tienes, Montag. No era una imposición del Gobierno. No hubo ningún dictado, ni declaración, ni censura, no. La tecnología, la explotación de las masas y la presión de las minorías produjo el fenómeno, a Dios gracias».
(...)
«A la gente de color no le gusta “El negrito Sambo”? Quémalo. ¿Los blancos se sienten incómodos con “La cabaña del tío Tom”? Quémalo. ¿Alguien escribió una obra acerca del tabaco y el cáncer pulmonar? ¿Los fumadores están afligidos? Quema la obra. Serenidad, Montag. Paz, Montag. Fuera los conflictos. Mejor”. “¿A las feministas furibundas les ofende Caperucita Roja? Quema el cuento, Montag».
No es una simple cita de la novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451 (1953), de la que les hablé aquí. Es el argumento en que descansa la misma. Bradbury no nos estaba advirtiendo contra la tiranía y la censura gubernamentales. En realidad, su libro trata sobre lo que sucede cuando se induce a la gente a autocensurarse, cuando en nosotros se instala un excesivo temor a hacernos daño y/o a dañar a los demás, que se vuelve paralizante y aparta de nosotros lo más propiamente humano que tenemos: el libre albedrío. Es un grito de advertencia. Y, como de costumbre, no lo hemos escuchado... y seguimos sin escucharlo.
En todo caso, el asunto no solo encierra esa inquietudes profundas, sino que en su superficie da muestras de que el «progreso» no corre parejo a una mejora de la inteligencia humana: porque, de lo que aquí se trataría es de contratar a alguien que no sabe escribir una novela (a quien el propio novelista o el editor pagará un buena cantidad de dinero), para que diga a quien sí sabe escribirla cómo debe hacerlo, porque cree que eso le ayudará a no enojar a los demás, y ello aunque tal cosa suponga, como mínimo, mutilar la obra, cuando no que la misma tenga la suerte de acabar tirada en la basura, como está ocurriendo en muchos supuestos.
Pero, tratemos de ver algo positivo ––si lo hay––, en esas objeciones a las lecturas ¿es razonable alguna de ellas? Se hace necesario distinguir. En lo que respecta al efecto fisiológico o psíquico, no parece haber una relación de causa efecto directo entre la lectura y los trastornos mentales u otro tipo de enfermedades, salvo, claro está, en aquellos casos en los que exista ya una cierta predisposición o se esté padeciendo una enfermedad y en los que ciertas lecturas pueden agravar o desencadenar la dolencia.
Sin embargo, en relación a la moral o la virtud, no cabe duda de que algunos libros, y sobre todo, en algunas edades, pueden contribuir a crear, como mínimo, una confusión perniciosa. Porque la lectura es una actividad arriesgada: posee el poder de capturar la imaginación, de crear tormentas emocionales o de obligar a replantearse ciertas ideas o creencias. De hecho, supone el embarcarse en un viaje ¿hacia lo desconocido? Como dice la poeta estadounidense Emily Dickinson,
No hay fragata
Como un libro
Para llevarnos
A tierras lejanas
La lectura puede cogernos por sorpresa y ofrece una experiencia que puede estar fuera de nuestro control. Por eso también se teme con tanta frecuencia. Y hoy el panorama de la oferta literaria que se nos ofrece no es demasiado halagüeño. Por tanto, es razonable utilizar la prudencia, sobre todo, si estamos hablando de la infancia y la primera juventud, donde el discernimiento y la madurez son más bien escasos.
En todo caso, aquí, como en tantas otras cosas, yo me dejo llevar por Chesterton, quien en su obra Herejes (1905), nos dice lo siguiente:
«Las ideas son peligrosas, pero el hombre para quien menos peligrosas resultan es precisamente para el hombre de ideas. Las ideas son peligrosas, pero el hombre para quien más peligrosas resultan es precisamente el hombre que carece de ellas. (…). Las creencias religiosas y filosóficas son, sin duda, tan peligrosas como el fuego, y nada puede apartar de ellas esa belleza que les confiere el peligro. Pero sólo hay un modo de cuidarnos de su peligro excesivo, y es penetrar en la filosofía y empaparnos de religión».
Y para «penetrar» en esa filosofía y para «empaparnos» de esa religión podemos ayudarnos de los libros, pero de los buenos, y para ello habrá que seleccionar (especialmente cuando tratemos con niños o jóvenes), recomendando algunos y proscribiendo otros, pero nunca alejándonos del todo de ellos.
Muy buen articulo!!
ResponderEliminarHay que hacer acopio de libros, antes de que los quemen todos, y esconderlos en una cueva en el monte.