BUSCANDO RASTROS DE CRISTO EN LA LITERATURA (I)

«Llevando la cruz». Obra de Viktor Bychkov (1956-).




«Quien no cargue con su cruz y me siga, no es digno de mí».

 Mateo, 10, 38.


Cualquier hombre, sea cual sea su creencia, incluso un agnóstico o un ateo honestos, estará de acuerdo en la naturaleza extraordinaria y fuera de lo común de Jesucristo. Él protagoniza la mayor de las historias. Inconcebible, fuera del alcance de toda fantasía humana. Como diría Tolkien, la eucatástrofe jamás contada. Una historia de un asombro inagotable; infinita cual infinito es su protagonista. La humildad, el coraje y la compasión de Cristo son incomparables e inimitables, aun cuando Él siga siendo, al tiempo que divino, completamente humano.

Y esta historia es más inconcebible y extraordinaria aún, si pensamos que Cristo, siendo como es Dios (siempre lo ha sido), no necesitaba a Pilatos, ni a Judas, ni a Pedro, ni a Pablo, ni a ninguno de los demás, así como tampoco a ninguno de nosotros. No necesitaba la caída, que la crucifixión y la resurrección corrigen definitivamente. No necesitaba la muerte, salario del pecado causado por la caída. Dios no estaba obligado a nada en la creación, ni siquiera a llevar a cabo una creación. Corrige el pecado y la muerte humanos mediante una expiación que, como nos dice san Atanasio, revela algo completamente nuevo: que Dios es Uno en una Trinidad de personas, deseoso de redimir una ofensa frente a Él por un acto de si mismo a través de si mismo (Jesucristo), y todo ello por amor.

De esta forma, si incluimos un personaje que se asemeje a Jesucristo en cualquier relato, sin duda dispararemos el interés y la expectación de forma inusitada, pero, al mismo tiempo, certificaremos su fracaso, dinamitaremos la obra, porque lo que pretendemos introducir la excede de forma infinita. Es el fracaso anudado a todo intento de realizar un imposible. Porque de eso se trata cuando se intenta trasladar a un trozo de papel, finito y contingente, aquello que es infinito y eterno; cuando la criatura intenta realizar la inimaginable acción de recoger entre sus manos a su Creador. 

Tal extravagante experimento podría descansar en una sola pregunta: ¿qué imprevisible cadena de acontecimientos se desencadenaría sí un hombre que representara la bondad encarnada entrara en el escenario humano, apareciendo de la nada, perturbando así el flujo ordinario de la vida? Los cristianos sabemos la respuesta: Cristo. Sin embargo, los cristianos hablamos de Dios hecho Hombre, pero… ¿Qué ocurriría si se tratará de un mero hombre? ¿sería esto posible? ¿en qué grado? ¿a qué precio y con qué consecuencias? 

En las escuelas medievales el alumno aprendía, en su ascensión por la escala del conocimiento y como instrumento mnemotécnico básico, el siguiente verso:

Lettera gesta docet,
quid credas allegoria,
moralia quid agas,
quo tendas, anagogia.

Lo literal enseña historia,
lo alegórico, lo que debes creer,
lo moral, lo que debes hacer,
lo analógico, hacia dónde vas.
 
El verso es un resumen de la conocida como «exégesis cuádruple», la forma clásica de interpretar un texto y comprenderlo. Los cuatro sentidos mencionados no siempre están presentes o discernibles en todos los pasajes de las Escrituras ni en todo el arte figurativo o literario, pero resulta de mucha ayuda tenerlos con nosotros.

El asunto que hoy abordo (y que exigirá varias entradas más) tiene, en cierto modo, relación con este importante tema de la interpretación, más específicamente, con la segunda y la cuarta de las formas de entender un texto, la alegórica y la analógica, la que trata de representar algo real, pero intangible, a través de algo real y tangible y la que apunta a la existencia de tipos y anti tipos. Porque lo cierto es que a Quien voy a referirme en las próximas líneas ––Cristo–– es el único que responde a las cuestiones de «qué es lo que debemos creer» y «hacia dónde debemos ir», y el tema de esta y de las tres próximas entradas se referirá a la forma en que algunos hombres han tratado de plasmar en sus obras, atributos, reflejos o figuras, parciales y/o totales, de Él.  

A pesar de la complejidad e inmensidad de la tarea de trasladar al papel, a través de personajes, figuras cristológicas, los intentos no han faltado y el interés de algunos de ellos ha sido proporcional a su malogro, con una expectación que ha ido a la par de la desilusión cosechada, y un atractivo parejo a su desencanto. 

Por si fuera poco, en esa hercúlea labor, el hipotético poeta se enfrenta con otro obstáculo. Un manido cliché literario proclama que «con buenos sentimientos solo se hace mala literatura». La frase, propiedad de André Gide, se ha convertido en un lugar común. Incluso alguien tan poco sospechoso y tan distante de Gide como Dorothy L. Sayers, en un ensayo titulado La leyenda de Fausto y la idea del Diablo (1945), abona esta idea diciendo: 

«Es notorio que una de las grandes dificultades de escribir un libro o una obra de teatro sobre el Diablo es evitar que ese personaje nos robe el protagonismo. Cualquier actor les dirá que el papel del Diablo en cualquier pieza es éxito seguro. Y es probable que esto sea así, no solo en el sentido de que el Diablo es una figura pintoresca llena de color y acción; eso es cierto de cualquier villano potente. Si no también en el sentido de que el Diablo es muy apto para capturar la simpatía del público».

A pesar de esa potencialidad dramática del mal y de la personalidad engañosamente seductora de Lucifer («el engañador del universo», Apocalipsis, 12, 9) ––cosas ambas que no niego––, me resisto a aceptar la idea de manera indiscriminada: hay también buena literatura sobre el bien con personajes magníficos y atrayentes, llenos de bondad. 

En todo caso, la cuestión no es fútil o banal porque trata de responder a una compleja pregunta: ¿Cómo entra la teología en la literatura y qué pasa cuando llega allí?

Les propongo nueve casos, cuatro de alta literatura (clásicos) y cinco de buena literatura que, si bien no responden a tal pregunta, son, al menos, ensayos brillantes que, no obstante su anunciado fracaso, al tratar con el Creador encierran por esa razón retazos de verdad, belleza y bondad. 

En una primera entrega examinaré, Beowulf (siglo VIII) y La Búsqueda del Santo Grial (1200/1220). En la segunda, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha (1605/15) de Miguel de Cervantes y El idiota (1869) de Fiodor Dostoievski. En la tercera, Billy Bud, marinero (1891) de Herman Melville, El hombre vivo (1918) de G. K. Chesterton y Mr. Blue (1928) de Myles Connolly. Y en la cuarta y última, me ocuparé de El Señor de los Anillos (1954/55) de J. R. R. Tolkien y de Las Crónicas de Narnia (1950/56) de C. S. Lewis.


Comentarios

  1. Fantástica entrada Don Miguel!! Podría indicarme dónde conseguir el ensayo de Dorothy Sayers que menciona en su artículo? Muchas gracias.

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    1. Sayers, Dorothy L - The whimsical Christian : 18 essays (1987) página 258.

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