¿FANTASMAS LITERARIOS?

«La ola». Obra de Carlos Schwabe (1866-1926).

 



«Como aquel que en un camino solitario

Anda lleno de miedos y temores,

Y habiéndose una vez dado la vuelta, sigue andando

Y nunca más habrá de volver la vista atrás:

Porque sabe que un demonio espantoso

Con paso firme se aproxima a sus espaldas».


Samuel Taylor Coleridge. Rima del anciano marinero.



Que nuestra cultura secular se encuentra muy alejada de todo lo trascendente es algo más que una mera opinión sujeta a debate. Es un hecho constataba  Pero, al mismo tiempo y de forma sorprendente, parece claro que esta cultura se siente extrañamente atraída hacia algunos aspectos de lo sobrenatural.

Uno de esos aspectos es el que se refiere a los espíritus fantasmales. Multitud de obras literarias y cinematográficas así lo atestiguan y la actividad aparentemente lúdica del Halloween que nos coloniza, es también una muestra de ello. Pero no se trata de algo nuevo. Desde tiempo inmemorial y en toda clase de culturas, el fantasma ha sido protagonista de historias y relatos. 

En la literatura, el aparecido es un personaje de constante aparición, valga la redundancia: lo podemos encontrar en obras tan notables y tempranas como la epopeya de Gilgamesh (que retrata al héroe conversando con el espíritu de su amigo muerto Enkidu), La Ilíada y La Odisea de Homero (cuando Patroclo se le aparece a Aquiles u Odiseo se encuentra con el fantasma de su madre), la Orestiada de Esquilo, el Satiricón de Petronio, el Asno de Oro de Apuleyo, Las mil y una noches, las piezas de William Shakespeare (Hamlet, Macbeth y Ricardo III, por ejemplo) y, más recientemente, la obra de Charles Dickens (Un cuento de Navidad, por nombrar su relato más famoso) u Oscar Wilde (El fantasma de Canterville). 

Cierto es que hasta finales de la Edad Media lo maravilloso y extraordinario formaba parte de la cotidianidad, por lo cual las entidades fantasmales y sus apariciones no estaban generalmente asociadas a experiencias terroríficas.  Pero la llegada de la mal llamada edad de la razón rompe ese nexo con lo sobrenatural y trastoca la relación con el mismo. Por ello, es a partir del Renacimiento cuando comienza a desarrollarse este género, y este tipo de fantasía comienza a aparecer como una fractura al discurrir coherente de una vida cotidiana que ya no tiene conciencia de lo invisible. Así, el fantasma sorprende y aterroriza, como entidad perturbadora que llama a la puerta desde ese mundo paralelo del que nos habló el cardenal Newman.

Como un género propio, las historias protagonizadas por fantasmas florecieron en el mundo angloparlante desde finales del siglo XIX en adelante, y entre sus cultivadores se puede nombrar a autores como M.R. James, Arthur Machen, los hermanos E.F. y A.C. Benson, y Edward Plunkett (también conocido como Lord Dunsany), todos ellos anglicanos, y a August Derleth, Russell Kirk, Muriel Spark y Monseñor Robert H. Benson (el otro de los Benson, más recordado por su ficción distópica, El señor del mundo) por la parte católica. También, por supuesto, los menos religiosos Washington Irving, Guy de Maupassant, Henry James, Ambrose Bierce, Edgar Allan Poe y H. P. Lovecraft, fueron destacados urdidores de relatos de fantasmas. 

Aunque la expresión literaria de lo gótico no tuvo la misma repercusión que en el mundo anglosajón, en nuestra cultura hispánica el tema sedujo también a escritores de la talla de Lope de Vega, Francisco de Quevedo, Gustavo Adolfo Bécquer y Vicente Blasco Ibáñez. Entre los gallegos la cosa se agudiza porque el clima da miña terra lo propicia: el padre Feijoo, Emilia Pardo Bazán, Ramón María de Valle Inclán, Wenceslao Fernández Flórez, Álvaro Cunqueiro, Vicente Risco, Rafael Dieste o Ángel Fole, han tratado el asunto, y de manera excelente.

Bien, pero, vayamos al meollo de la cuestión: ¿Es o no es católico leer libros o visionar películas de fantasmas? 

La postura católica hacia los fantasmas es, en el mejor de los casos, ambivalente o confusa. La Iglesia no parece tener una doctrina al efecto. Por lo pronto, el Catecismo no los menciona. Pero, curiosamente, las Sagradas Escrituras, sí. Y no pocas veces.

Empezando con el Antiguo Testamento, en 1 Samuel, 28, se nos cuenta el encuentro de Saúl con la Bruja de Endor, la cual convoca al alma de Samuel para predecirle su destino. Los Padres de la Iglesia fueron casi unánimes en llamar a esto una aparición demoníaca, no una verdadera visión fantasmagórica. También Judas Macabeo se encontró con el espectro del sumo sacerdote Onías (2 Macabeos, 15, 11-17). 

En el Nuevo Testamento también se habla de fantasmas: Los apóstoles confunden a Jesús con un fantasma cuando lo ven caminando sobre las aguas (Mateo, 14, 26). Pedro, Juan y Santiago vieron a Moisés y Elías ––que aún no habían resucitado–– con Jesús en el monte Tabor, en el momento de la transfiguración (Mateo, 17, 1–9). Pero, es incluso el mismo Cristo resucitado Quien debe asegurar a sus discípulos que no es un fantasma o espíritu y come ante ellos para que comprueben que es de carne y hueso (Lucas, 24, 37-43). 

Es decir, el pueblo hebreo conocía el concepto o la idea del fantasma (como, por otra parte, todos los pueblos de la antigüedad) y la tradición cristiana hasta nuestros días, culta o popular, ha venido transmitiendo de generación en generación historias protagonizadas por estos personajes.

Sin embargo, lo que nos enseña la Iglesia es que las almas de los muertos no deberían estar deambulando entre los vivos, ya que al morir el alma inmaterial se separa del cuerpo material hasta la resurrección, y la muerte es el final de la vida terrena (Apocalipsis, 20, 5, 12-13. Catecismo, 997, 1007). 

Entonces... ¿hay o no hay fantasmas? Visto lo anterior, lo que parece claro es que, como en numerosas ocasiones, habrá que actuar con prudencia. Ciertamente todo lo relacionado con aquello que no conocemos  debe ser tomado con cuidado, así que, antes de seguir, vamos a tratar de averiguar algo más sobre el asunto. 

¿Qué es un fantasma o qué debemos entender por un fantasma? 

Javier Marías da una definición descriptiva y mundana con un cierto toque irónico: «alguien a quien ya no le pasan de verdad las cosas, pero que se sigue preocupando por lo que ocurre allí donde solían pasarle y que –aun no estando del todo– trata de intervenir a favor o en contra de quienes quiere o desprecia».

Pero dejemos la ironía y hagamos caso a Pío XI: vayamos a Tomás (y en este caso ––como en muchos–– vayamos también a lo que nos enseña la Iglesia). Según el de Aquino el alma humana es la forma sustancial del cuerpo humano vivo, subsiste después de la muerte, y será en la resurrección cuando ambas partes volverán a unirse. Pero, ¿qué ocurre entre una y otra? Rechazando el punto de vista platónico, él sostiene (y esa es la postura de la Iglesia) que la presencia de un cuerpo y un alma unidas de manera indisoluble es esencial para la integridad del hombre. ¿Y esto que nos dice de los supuestos fantasmas? Si como sabemos el cuerpo se corrompe después de la muerte y el alma no se extingue, entonces cabría concluir que los espectros serían almas sin cuerpo. ¿Seguirían siendo seres humanos?, porque recordemos que estamos sosteniendo (y así lo hace Tomás y la Iglesia), que el cuerpo es parte integral del hombre. No parece que el de Aquino haya dado respuesta a esto (al menos yo no la conozco), pero algunos tomistas actuales sostienen que se trataría de un ser humano, aunque incompleto y disminuido, de la misma manera a la forma en que un hombre puede seguir existiendo después de perder sus brazos, piernas, ojos, oídos o lengua. Es decir, el ser humano subsistiría después de la muerte pero privado de todas sus facultades corporales, si bien aún manteniendo sus facultades incorpóreas (que, no obstante, son las más elevadas), por lo cual persistiría en un estado incompleto. ¿Eso es lo que sería un fantasma? ¿un hombre conservando únicamente su alma y por tanto disminuido e incompleto de modo temporal, en espera de la resurrección y el juicio? No sé, es posible; además, parece la manera adecuada de pensar teniendo en perspectiva la resurrección. En todo caso, sea o no sea esta la respuesta, ello nos lleva a la siguiente cuestión: ¿Existen por lo tanto los fantasmas? Esto es, ¿las almas de los muertos pueden interactuar con los vivos?, y si es así, ¿de qué forma? 

Volvamos de nuevo a Tomás. 

Por supuesto, santo Tomás tomó la cuestión bajo estudio. En el Suplemento  de su Suma Teológica (69, 3), el Aquinate concluye que «si así lo dispone la Divina Providencia, las almas separadas pueden en ocasiones venir del más allá y aparecerse a los hombres», y esto tanto sean las ánimas del purgatorio «para pedir sufragios», como incluso los condenados «para enseñanza y temor de los hombres». Para el caso de los espíritus de los salvados, Tomás considera que, teóricamente, podrían ir y venir a voluntad, pero como esa voluntad es absolutamente conforme a la divina, sólo lo hacen cuando la Divina Providencia quiere. Antes ya san Agustín admitió que Dios podría en algunos casos causar la visita de espíritus, aunque atribuyó la mayoría de las historias de fantasmas a visiones angelicales.

La enseñanza del Aquinate más útil para nuestros días de extravío y confusión es que no  debemos acudir a médiums, echadores de cartas, quiromantes y demás formas de superstición que se atribuyen la posibilidad de contactar a voluntad con las almas de los fallecidos, ya que «el contacto real solo puede venir de la Divina providencia», y lo que así no viene ––nos dice––, procede del Maligno; por ello, continúa, lo verdaderamente importante ––y eso sí depende de nosotros–– es «rezar por los muertos para que entren pronto en la gloria».

Pero, volvamos a la literatura. Como género literario, las historias de fantasmas han estado siempre unidas a la polémica; oficiosamente vilipendiadas y rechazadas y, no obstante, privadamente frecuentadas. ¿Por qué? Quizá porque contribuyen a nuestro crecimiento como hombres y a la formación de una identidad de una forma forzada, aunque adictiva, y esta adicción ha sido frecuentemente identificada con una naturaleza escapista e intrascendente. Esto no es exactamente así. Cuando interactuamos con elementos terroríficos o góticos aprendemos lo que nos asusta y lo que nos fascina. Aprendemos que no siempre tenemos el control de nuestra propia imaginación. Y aprendemos que los espacios domésticos y cotidianos pueden ser tan terroríficos como un cementerio brumoso o una casa abandonada en medio del bosque. También percibimos la parte romántica de nuestras percepciones, cuando el sentimiento cabalga abruptamente sobre la razón, lo que puede enriquecer, pero que, en ocasiones, puede también atenazar nuestra capacidad de imaginar y su riqueza. Por último, nos enseña, al menos, a considerar la existencia de un mundo paralelo e invisible, en el que quizá muchos no crean, pero sobre cuya posible realidad nos obliga a pensar, aunque sea inicialmente para negarla. Solo por ello agradecería su existencia y la de sus autores. Porque de esta manera, hace posible y hasta probable el asombro o la experiencia de lo sublime y nos prepara para ella. 

Sin embargo, también es cierto que esto lo aprendemos a golpes, a base de experiencias intensas y sobrecogedoras, que en ocasiones nos llevan a zonas límites por completo desconocidas y de efectos para nosotros igualmente desconocidos. ¿Esto es sano?, ¿esto es bueno?, sobre todo, porque cuando muchos de estos encuentros tienen lugar solemos ser todavía niños, o a lo sumo, adolescentes inseguros e inestables. ¿Es razonable acercarse a esa zona oscura de la naturaleza humana precozmente? ¿cuándo esa aproximación sería conveniente? ¿a través de qué obras? Trataremos de aclarar algo a este respecto en próximas entradas con algún que otro título. Mientras tanto digamos con don Quijote:

«Conjúrote, fantasma, o lo que eres, que me digas quién eres y que me digas qué es lo que quieres. Si eres alma en pena, dímelo, que yo haré por ti todo cuanto mis fuerzas alcanzaren, porque soy católico cristiano y amigo de hacer el bien a todo el mundo; que para esto tomé la orden de la caballería andante que profeso, cuyo ejercicio aun hasta hacer bien a las ánimas del purgatorio se estiende».


Comentarios

  1. Interesantísimo tema. Aguardo con ansias las próximas entregas.

    Pareciera que en el mundo angloamericano (y luego en el resto del mundo) el fenómeno de lo sobrenatural en la literatura aparece de la mano del romanticismo, como reacción ante el racionalismo y el puritanismo.

    Tengo entendido que en Francia se dio antes, ya los Ilustrados como Voltaire, se burlaban del éxito (best seller del siglo XVIII) que había tenido el libro del Padre Augustin Calmet, "Dissertations sur les apparitions des anges, des démons et des esprits, et sur les revenants et vampires", luego amplicado como "Traité sur les apparitions des esprits et sur les vampires ou les revenans" (del que hay traducción al inglés del siglo XIX, justamente). Aunque no es literatura en sentido estricto sino una investigación con algunos juicios de valor del autor, el benedictino Calmet compila muchas historias, dichos y relatos de una manera que parece anticiparse a los hermanos Grimm.

    No sé si tiene que ver con la entrada, pero siempre me pareció algo curioso.

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