Ilustraciones de Marcel Marlier (1930-2011). |
«Niño de los mil cumpleaños, nosotros que somos jóvenes pero viejos,
Encanecidos con los siglos, no encontramos nada mejor que decir,
Nosotros que con sectas y caprichos y guerras hemos malgastado el día de Navidad.
Enciende Tú el incensario ante ti mismo, pues todos nuestros fuegos están apagados,
Estampa tu imagen en nuestra moneda, porque el rostro de César se oscurece,
Y un demonio mudo de orgullo y codicia se ha apoderado de él.
Te ofrendamos la gran cristiandad, iglesias, pueblos y torres,
Y si nuestras manos, oh Dios, se alegran de derramarlas como flores,
No es porque ellas enriquezcan Tus manos,
Sino porque se salvan de las nuestras».
G. K. Chesterton. Canción de los regalos para Dios (fragmento).
Chesterton es un pozo sin fondo de sabiduría. Y algo más también. El número de advertencias premonitorias que salieron de su pluma y anunciaron al mundo lo que hoy al mundo asola y tiraniza, son asombrosas. No en vano algunos lo tildan de profeta y otros, con razón aunque con poca fortuna, al menos por ahora, han tratado de alzarlo a los altares.
Y en el tema de Navidad, la actualidad de sus opiniones es, como acostumbra, sorprendente. El mayor consejo de Chesterton en este campo viene, en su particular estilo, de una aparente paradoja, al desafiar a nuestra sociedad moderna en su rechazo a Cristo y al mismo tiempo defender el reconocimiento externo y la pompa de la Navidad. Pero la apariencia de contradicción se disipa apenas atravesamos el umbral de sus argumentos. De esta manera nos dice:
«No hay rastro de la inmensa debilidad de la modernidad que sea más sorprendente que esta disposición general para mantener las viejas formas, pero informal y débilmente. ¿Por qué tomar algo que solo tenía la intención de ser respetuoso y preservarlo irrespetuosamente? ¿Por adoptar como propio algo que fácilmente se podría abolir tachándolo de superstición y en cambio perpetuarlo cuidadosamente como aburrido?».
Y continúa en su artículo titulado El espíritu de la Navidad:
«La complejidad moderna de la sociedad de consumo devora el corazón de algo, dejando al mismo tiempo el cascarón pintado. Me refiero al sistema elaborado en exceso de la dependencia en comprar y vender, y, por tanto, en el "bullebulle", y en consecuencia, el descuido de las cosas nuevas que se podrían hacer según la vieja Navidad».
Esto fue escrito hace unos 100 años, pero es perfectamente aplicable a nuestro mundo de hoy. ¿No es la nuestra una sociedad sin Cristo, sin fe, que trata de perpetuar penosamente la Navidad solo para hacerla finalmente aburrida, vacua e insatisfactoria? ¿No es acaso una cultura que convierte las fiestas navideñas en una excusa más para comprar, consumir, y tratar desesperadamente de distraernos del horror y vacío de nuestras vidas? Se trata de una Navidad hueca, volcada hacia un sentimentalismo y una ceremonia de la compulsión consumista, ruidosa y muda al mismo tiempo.
Ante esto, tan actual, tan dolorosamente actual, Chesterton nos recuerda que volver a la auténtica celebración del Adviento y de la Navidad no solo traerá una alegría verdadera, sino que también hará brillar la luz de Cristo entre nosotros, orientándonos hacia el verdadero sentido de la existencia. Y una de las más expresivas muestras de esa paradoja es santificar la costumbre del regalo y denostar el consumismo que gobierna nuestras vidas.
Pero Chesterton salva para nosotros esa contradicción. Nos dice que huyamos de las generalizaciones y que, por tanto, no abominemos de todo obsequio sino solamente de aquellos irrazonablemente caros, excesivos y hechos principalmente pensando en nosotros mismos y no en sus destinatarios. En suma, nos impulsa a mantenernos, en lo material, entre el despilfarro del Black Friday y la tacañería del señor Scrooge, y en lo espiritual, junto a Cristo mismo.
En esta defensa del obsequio navideño el escritor inglés llega a elaborar una suerte de teología. Sostiene así que la idea de regalar es algo auténticamente cristiano, porque Cristo mismo es el mayor de los regalos, y un regalo material, por demás. Por tanto, ¿qué mejor que obsequiar para conmemorar ese don sin igual?:
«La idea de encarnar la benevolencia –es decir, de ponerla en un cuerpo— es la idea enorme, primordial, de la Encarnación. Un regalo de Dios que se puede verse y tocarse es el punto central del epigrama del credo. Cristo mismo fue un regalo de Navidad. La nota de la Navidad material la dan, incluso antes de su nacimiento, los primeros movimientos de los Reyes Magos y la Estrella. Los Reyes acuden a Belén trayendo oro, incienso y mirra. Si solo hubieran traído la Verdad, la Pureza y el Amor, no habría habido arte cristiano ni civilización cristiana».
Siguiendo con esta apología del obsequio, en 1937, Monseñor Ronald A. Knox escribió una carta sobre el tema de la Navidad en The Tablet en la que destacaba como lo sorprendente e inesperado –tan propio del acto de regalar– siempre ha acompañado a esta celebración, y como a pesar del acoso de la modernidad, este aspecto se mantiene incólume para cualquier observador atento:
«Toda la parafernalia moderna de la Navidad, los regalos, los árboles, las galletas, el pavo y el resto de cosas, se ha vuelto demasiado convencional, lo reconozco, y se han superpuesto sobre ella con afectación grandes negocios y el culto al salón de té Tudor. Pero la Navidad conserva, bajo todos sus adornos, su nota esencial de lo inesperado. Justo cuando esperas que los ladrones merodeen disfrazados por las casas de otras personas y se lleven cosas, se espera que tú, el amo de casa, te disfraces y merodees por tu propia casa, poniendo cosas allí. (...) Justo cuando las ramas deberían estar más desnudas, un árbol logra revertir todo el proceso, "miraturque novas frondes et non sua poma", brotando de él hojas de llama y frutos de vidrio reluciente».
Y hablando específicamente de libros como regalo de Navidad, el humorista británico P. G. Wodehouse, en un artículo de 1915 publicado en Vanity Fair, titulado Just what I wanted, nos dice algo más con su ingenio habitual:
«La primera regla en la compra de regalos de Navidad es elegir algo brillante.
Si el objeto elegido es de cuero, este debe parecer como si acabara de ser bien engrasado; si es de plata, debe brillar con esa luz que, tal cual dice el poeta, nunca estuvo en el mar ni en la tierra. Los libros son muy populares por esa razón. Probablemente, no exista nada que pueda semejar tan brillante como una colección de obras de Longfellow, Tennyson o Wordsworth.
(…)
También pueden utilizarse como espejos.
Mi única objeción a la costumbre de regalar libros en Navidad es quizás la egoísta de que anima y mantiene en el juego a un número de escritores que estarían mucho mejor empleados si abandonaran la pluma y se pusieran a trabajar».
Porque, lo cierto es que hay muchos libros para regalar. Unos pocos los he comentado aquí, en este blog; otros están esperando en los estantes de las librerías. Los hay muy recientes, pero no por ello habrán de dejar de ser apreciados. Y entre estos últimos hay algunos que tratan no solo de la Navidad, sino incluso –qué osadía– de ese sentido sacramental y simbólico que encierra su más profunda esencia, no en vano, como entendía Ian Boyd, biógrafo de Chesterton, ¿qué somos los hombres sino «signo sacramental del Dios encarnado»?
No obstante, es verdad que en Navidad podemos recibir también obsequios y presentes que no sean libros. Es más, el regalo navideño por excelencia es, como decía Chesterton, Cristo mismo, que en estas fechas viene a nuestro encuentro. Uno de esos encuentros obsequiosos, una de esas conversiones fulgurantes e inesperadas, al estilo de la de nuestro García Morente, es la que el día de Navidad aconteció al poeta y dramaturgo francés, Paul Claudel.
Cuando contaba 18 años, el 25 de diciembre de 1886, el joven escritor, agitado por los vientos de la incredulidad y atraído por una curiosidad puramente secular, acudió a los oficios religiosos de la catedral de Notre-Dame de París. Así lo contó él mismo en el artículo publicado en 1913 en el semanario Reveu de la Jeunesse, titulado Ma conversion:
«Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886, fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un placer mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las Vísperas. Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía.
Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable».
Pero, volviendo a los libros, aparte de los memorables capítulos iniciales de Mujercitas (1868) de Louisa May Alcott, del famosísimo Cuento de Navidad, también conocido como Canción de Navidad (1843) de Charles Dickens, y en nuestra patria, de los Cuentos de Navidad y Reyes (1902) de Emilia Pardo Bazán, en el mundo literario podemos encontrar algunas otras obras que nos reconducen a la Navidad. Y aunque muchas de ellas no sean puramente católicas, quizá puedan ayudarnos a alejarnos del maremágnum de consumo y secularismo que se ha adueñado de estas fechas, y así podamos acercarnos a un ambiente de misteriosa alegría y llana sacralidad como primer paso para poder volver a la esencia de la verdadera Navidad.
Por ejemplo, Chesterton –otra vez, Chesterton–, resalta un aspecto muy cristiano de estas fiestas navideñas: el que apela a la compasión y en último termino la caridad para con los más desfavorecidos. Así dice:
«La Navidad está construida sobre una paradoja hermosa e intencional: que el nacimiento del que no tuvo casa para nacer sea celebrado en todas las casas. Pero hay otro tipo de paradoja no intencional y ciertamente no es nada hermosa: está muy mal que no podamos desenredar del todo la tragedia de la pobreza. No está bien que el nacimiento del que no tuvo casa para nacer, celebrado en el hogar y en el altar, vaya a veces sincronizado con la muerte de gentes sin hogar en asilos y en barrios pobres».
Este aspecto podemos encontrarlo expuesto en lo literario de la mano de Hans Christian Andersen y su cuento La pequeña vendedora de fósforos (1845), en el que el maestro danes, al relatarnos la historia de una pequeña y pobre vendedora callejera de cerillas en una una gélida víspera de Año Nuevo, nos habla de la muerte, de la pobreza y de que el mayor de los consuelos no está aquí, sino en el Cielo, o en el ya citado, Cuento de Navidad (1843) de Charles Dickens, en el que un viejo avaro se encuentra con un fantasma la noche de Navidad y donde el autor defiende una cierta concepción de los valores familiares y de la idea de la naturaleza expansiva y difusiva de la bondad y de la caridad.
También en la novela Elena (1950), de Evelyn Waugh, hay una hermosa evocación de la Navidad. El libro traza un relato sobre santa Elena y el descubrimiento de los restos de la santa Cruz en Tierra Santa. Su capítulo titulado Epifanía, contiene una oración muy especial de Santa Elena, cuando esta llega a Belén en la Fiesta de los Reyes Magos y se encuentra con una recreación de su venida. En esa oración la santa ruega a los Magos por ella y por su hijo Constantino (que todavía no estaba bautizado), y les pide un regalo navideño muy especial:
«Orad por mí, primos míos, y por mi pobre hijo. ¡Que también él encuentre antes del fin sitio para arrodillarse en la paja! Orad por los grandes, para que no perezcan del todo. Y orad por Lactancio, y Marcias, y los jóvenes poetas de Tréveris, y por las almas de mis salvajes y ciegos antecesores; y por su astuto adversario Ulises, y por el gran Longino... Por Él, que no rechazó vuestros curiosos regalos, orad siempre por los hombres cultos, oblicuos y delicados. ¡Que no se les olvide del todo en el trono de Dios cuando los simples entren en su reino!».
Un pasaje muy íntimo de Waugh, lo que cuadra con la confesión contenida en una carta personal a uno de sus amigos cercanos, de que Elena fue el único de sus libros que alguna vez leyó en voz alta a sus propios hijos.
Y finalizo igual que empecé, con Chesterton, y en este caso con su obra El hombre eterno (1925). El capítulo titulado El Dios en la cueva es uno de los textos más ricos y maravillosos que ilustran el sentido verdadero de la Navidad. Al igual que en el anterior pasaje Waugh llama la atención sobre los sabios, sobre los que parecen saber más que los demás, Chesterton nos descubre aquí que Cristo no solo vino por esos filósofos y poetas, sino también por los pastores, a quienes identifica como los guardianes de las viejas y nuevas tradiciones:
«Ningún otro nacimiento de un dios o infancia de un sabio es para nosotros Navidad o algo parecido a la Navidad; es demasiado frío o demasiado frívolo, o demasiado formal y clásico, o demasiado simple y salvaje, o demasiado oculto y complicado. (…). La verdad es que hay un carácter bastante peculiar y propio en la dependencia de esta historia sobre la naturaleza humana. No es algo que se refiera a su sustancia psicológica, como ocurre en la leyenda o en la vida de un gran hombre. No es algo que haga volver nuestras mentes hacia la grandeza, hacia esas vulgarizaciones y exageraciones de la humanidad que son transformadas en dioses y héroes, aun en el caso más saludable de culto al héroe. No es algo que nos haga volver la cabeza hacia lo externo, hacia esas maravillas que podrían encontrarse en los confines de la tierra. Es más bien algo que nos sorprende desde atrás, de la parte oculta e íntima de nuestro ser, como lo que algunas veces hace inclinar nuestro sentimiento hacia las cosas pequeñas o hacia los pobres. Es algo así como si un hombre hubiera encontrado una habitación interior en el mismo corazón de su propia casa, un lugar que nunca había sospechado, y hubiera visto salir luz de su interior. (...). Es el discurso quebrado y la palabra perdida que se hacen positivas y se mantienen íntegras mientras los reyes extranjeros desaparecen en la lejanía y las montañas dejan de resonar con las pisadas de los pastores».
Que tengan una feliz y santa Navidad.
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