«Vista sobre los acantilados de Møns». Obra de P. C. Scovgaard (1817-1875). |
«Lo que la imaginación toma por belleza debe ser verdad, haya existido antes o no».
John Keats
Decía el poeta romano Horacio que «la pintura es un poema sin palabras», en una fórmula que ya había sido enunciada muchos años antes por Simónides de Teos, en el siglo V a. C., en su biunívoca sentencia según la cual «la pintura es poesía silenciosa, la poesía es pintura que habla». Si como yo creen ustedes que esto es realmente así, convendrán en que nuestra obligación será ofrecer a los niños raciones a manos llenas de esa poesía silenciosa. Pero… ¿Cómo hacerlo? Una de las maneras podría ser prestando atención no solo a la calidad literaria de los libros, sino también a la de sus ilustraciones. Lamentablemente, la industria editorial prosigue una tendencia que está lejos de lo que hasta hace no mucho era considerado bello.
Los libros infantiles y las ilustraciones mantienen una relación muy especial. Los niños comienzan sus primeros acercamientos literarios a través de las imágenes, aun antes de saber leer. La imagen les lleva de la mano y les ayuda ante el reto de las palabras, aclarando su sentido y enriqueciendo su imaginación. Pero, atención, ya que las imágenes podrían terminar por empobrecer esa imaginación si no hay en ellas belleza.
Y es que, del mismo modo que existe una relación entre el libro y la ilustración, hay una conexión íntima entre ilustración y belleza. Esta deberá ser bella y, además, realista. La representación artística, la belleza y el realismo han estado siempre unidos en la mente y en el corazón del hombre, desde las pinturas rupestres de Altamira hasta los frescos de Miguel Ángel en la capilla Sixtina. Solo recientemente se ha producido una disociación entre ellos.
Y esta disociación se está reproduciendo hoy en los libros infantiles, donde el feísmo impera. Las consecuencias de esta ruptura son perjudiciales para el niño, no les quepa duda. El miedo o el desinterés suelen ser los primeros síntomas de una enfermedad que acabará por desembocar en una mala educación estética, y cuyas secuelas, no obstante, van más allá de la estética.
Es verdad que la educación en la belleza supone, de entrada, algo puramente estético, una liberación de la vulgaridad. Los griegos tenían una palabra para expresar vulgaridad, ellos la llamaron apeirokalia, que significa falta de experiencia en las cosas bellas. Hay, por tanto, que facilitar a nuestros hijos el encuentro con las cosas hermosas que les libere de esa vulgaridad.
Pero hay algo más profundo en esa educación en la belleza. No es solo un camino de goce o disfrute –que por supuesto que lo es–, ni tampoco un escape o evasión del mundo –lo que no debería ser–, sino una forma de alcanzar una visión profunda de lo real, pues como decían antiguos y medievales, la belleza es la «expresión visible de la verdad y de la bondad», la «epifanía de lo trascendente» y «el esplendor de la verdad».
Platón calificaría al hombre vulgar, apartado de esa experiencia de las cosas hermosas, atrapado en la apeirokalia, como un prisionero de la caverna; alguien que había sido privado en sus primeros años de la confrontación con el misterio de las cosas. El profesor Dennis Quinn ––uno de los colegas de John Senior–– nos lo explica: «a través de las musas el abismo temeroso de la realidad convoca por primera vez a ese otro abismo que es el corazón humano; y el asombro de su respuesta da inicio a la educación y la sostiene en el tiempo».
Y es que la belleza, como generadora de ese asombro antiguo, es la señal de una plenitud y un acierto interior; algo refulgente que irrumpe en el momento en el que un ser ha llegado a ser como debe. Como dice Romano Guardini, «aparece cuando la esencia de la cosa y de la persona alcanzan su clara expresión», y, por tanto, es la primera brújula que nos orienta en nuestra búsqueda de la verdad. John Keats escribió un famoso verso, al final de su poema Oda a una urna griega:
«La belleza es verdad y la verdad es belleza... nada más se necesita en este mundo».
Y así, aunque ya casi no nos demos cuenta, una parte de la verdad, aquella a la que podemos acceder por ahora, se encuentra ante nuestros ojos, un día si y otro también. Cristo tomó cosas ordinarias de la vida –el pan y el vino– y las transformó por Su mediación en Sí mismo –el Dios que nos creó–, a fin de ofrecérnoslas como alimento de vida. De esta manera, un principio, que llamamos sacramental, se extiende ahora ante nosotros sobre todo lo creado; las cosas naturales se han revestido de un nuevo significado; y el mundo, que no tendría sentido por sí mismo, se convierte en un lugar con propósito.
Y, a un tiempo, nos ha sido dado un código para leer esa revelación, reflejado en la propia Creación. Un código del que nos hemos ido apartando, contraviniendo de este modo una milenaria tradición artística. Una de las formas de restaurar esta visión sacramental del mundo pasa por unir de nuevo el arte, la belleza y la realidad creada, en un proceso de educación estética que, como he comentado es más que eso, ya que es, también, una formación espiritual y teológica.
El que fuera director del Chesterton Institute for Faith and Culture de Oxford, el ya fallecido Stratford Caldecott, escribió:
«La educación comienza en la familia y termina en la Trinidad. Elogio (de la belleza), servicio (por la bondad), y contemplación (de la verdad), son esenciales para la plena expresión de nuestra humanidad».
Es por ello que no debemos descuidar dicha educación, que bien podría comenzar en los libros de los más pequeños. Hay que acercarles a las cosas bellas y hacerlo pronto; este acceso temprano a la belleza se revelará crucial, a pesar de que sus resultados puedan ser tardíos. Quizás no los percibamos en algún tiempo, pero estos frutos se darán, pues, aunque el fin es el primero en la intención, es lo último en ser alcanzado, como nos decía santo Tomás. Y eso es bueno saberlo para no desesperanzarse y para no cejar y perseverar.
Porque es fundamental ofrecer a los niños libros con bellas ilustraciones para, como diría Platón, liberarlos de la oscuridad de la caverna y de la apeirokalia. Por favor, no lo olviden.
¡Gracias, Miguel, por intentar sacarnos de la apeirokalia!
ResponderEliminarMUCHAS GRACIAS!!!!!
ResponderEliminarGracias, Miguel. Eres parte de mi acercamiento a la literatura y su relación con la belleza interior del alma y de la creación.
ResponderEliminargracias, Miguel!
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