EL PRINCIPITO






«Lo que embellece al desierto es que en algún lugar esconde un pozo».


Antoine de Saint-Exupéry





Uno de los libros infantiles más vendidos de todos los tiempos es El principito (1943), de Antoine de Saint-Exupéry. 

Sin duda se trata de un relato mágico y subyugante. Una obra breve, pero a un tiempo, intensa y casi inabarcable, que nos habla de lo que es importante y lo que no lo es, de la vida y la muerte, de la felicidad y la tristeza, del amor y el olvido, y sobre casi todo aquello de lo que tratan los grandes libros. Y lo hace de forma poética y fascinante. Una encarnación del famoso ideal horaciano, «docere et delectare», del instruir deleitando.

Aunque, inicialmente concebido como un libro infantil, la obra del escritor francés voló lejos de su control casi de inmediato. Incluso sus orígenes son inusuales. Seis meses después de que Francia cayera ante los alemanes, el piloto y escritor zarpó hacia Nueva York, a donde llegó el último día de 1940. Allí fue recibido como una celebridad. Sus editores norteamericanos pronto le ofrecieron todo aquello que pudiera necesitar para seguir desarrollando su labor de escritor. Sin embargo, lo que ocurría en Europa le mantenía intranquilo.

Aun así, fue en ese ambiente poco propicio para la creatividad, en el que el inadaptado genio de Saint-Exupéry dio al mundo su más famosa obra. Lo que quizá no sepan es que, ese estado de preocupación, desasosiego e incomodidad fue realmente lo que propició el nacimiento de la obra.

Una de las personas más próximas a Saint-Exupéry en su estadía norteamericana fue Elizabeth Reynal, la atenta esposa de su editor. Preocupada –como lo estaban todos sus amigos– por su estado anímico, casi depresivo, le aconsejó que se distrajese con la escritura de un cuento infantil. También le sugirió que el protagonista podría ser un personajillo, que correteaba desde hacía un tiempo por la imaginación del escritor, manifestándose a través de dibujos y bocetos realizados en los sitios más inverosímiles: manteles, menús de restaurantes, recibos, entradas de cine, etc. Al poco tiempo de esta conversación, Saint-Exupéry compró un juego de acuarelas infantiles y comenzó a trabajar. Y tras unos meses de intensa labor vio la luz este pequeño libro. 

Pero… ¿Qué explica el impacto de esta breve obra? ¿Y por qué, si se trató de un libro hecho y pensado inicialmente para niños, ha tenido tanto éxito entre los mayores? 

Se han dado numerosas respuestas, o mejor, intentos de respuesta. Quizá una de las más acertadas sea la que sostiene que el libro toca temas esenciales de la naturaleza humana, percibidos por niños y adultos por igual. Y que lo hace de una forma difusa, etérea, poética, lo que permite a muy diferentes lectores sentirse a gusto con el libro. La interpretación que hoy voy a darles aquí, de inspiración cristiana, es, sin duda, tan legitima como cualquier otra, si no más.

No obstante, es cierto que el escritor francés no era un católico practicante (quizá un buscador infatigable de Dios), por lo tanto, es improbable que en su intención estuviera el hacer una fábula cristiana. Aun así, el escritor francés nació en el seno de una familia católica, fue bautizado y recibió en sus primeros años una formación religiosa, lo que dejó una cierta huella en su alma y, por supuesto, en su obra. 

Ya en otra ocasión les he hablado de la literatura como una suerte de «escondida senda». En ocasiones, el autor ignora ser portador de un mensaje adicional, un mensaje secreto para él. En algunos casos, de forma misteriosa, el artista es un mero instrumento, un medio que, además de su modesto y limitado propósito personal, es sembrador ––sin saberlo–– de una semilla que, quizá no germinará en él, pero que posiblemente podrá hacerlo en otros, sean muchos o sean pocos.  

Y creo que esto pasa con Saint-Exupéry y su Principito.

El principal de los grandes temas a los que me refiero es la cuestión de nuestro destino, que el escritor/aviador resuelve en lo que podríamos considerar una intuición teleológica: Debemos hacernos niños, ya que solo volviéndonos niños podremos llegar a ser aquello que debemos ser. 

Y es que, incluso alejados de toda consideración trascendente o religiosa, es indiscutible que en nosotros reposa el deseo de conservar la imaginación y la inocencia propia de nuestra infancia, a cuya pérdida, sin embargo, asistimos impotentes. Por eso, cuando crecemos y parecemos dejarlas atrás, una casi imperceptible añoranza se apodera de nuestros corazones. Una morriña metafísica que crece con los años. Y el escritor francés sentía algo así y así lo expresó en su libro. Dice Saint-Exupéry en su dedicatoria:

«Todos los mayores han sido primero niños. (Pero pocos lo recuerdan)».

En cuanto nos sumergimos en la lectura, nos apercibimos de que el aviador/narrador (figura que suele identificarse con el autor), de manera reiterativa, va mostrando esa nostalgia, tratando de situarse constantemente en la óptica, para él superior, del niño que fue:

«Las personas mayores nunca pueden comprender algo por sí solas y es muy aburrido para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones».

También se muestra condescendiente con los adultos, como si él mismo fuera un niño:

«Los niños deben ser muy indulgentes con las personas mayores».

Tanto es así, que quiere volver a ser como un niño, y dice:

«Yo puedo llegar a ser como las personas mayores, que sólo se interesan por las cifras. Para evitar esto he comprado una caja de lápices de colores». 

Y es que, como opina el padre Charles Moeller, en su impresionante, Literatura del siglo XX y cristianismo:

«Todo lo que escribió sobre los niños expresa una infancia “recobrada” al atardecer de la vida».

Un segundo tema que nos asalta en la lectura lo encontramos en otra aspiración humana igualmente anhelada, como es nuestro deseo de ser inmortales, de ser para siempre. Esa ansia de eternidad la relaciona Saint-Exupéry con un regreso, con una vuelta a nuestra pequeñez. Y, de esta manera, escribe:

«Me vino también el consuelo de estar desligado de mis trabas, como si toda esta carne encallecida la hubiera intercambiado en lo invisible, así como alas. Como si me paseara al fin nacido de mí mismo, en compañía del arcángel que tanto había buscado. Como si, al abandonar mi vieja envoltura, me descubriera extraordinariamente joven. Y esta juventud no estaba hecha de entusiasmo ni de deseos, sino de una serenidad extraordinaria. Esta juventud era de esas que abordan la eternidad, no de las que abordan, al alba, tumultos de la vida. Era de espacio y de tiempo. Me parecía que llegaba a ser eterno por haber acabado de llegar a ser».

Ese anhelo de eternidad, que el literato francés pone de manifiesto en su cuento, está en nuestros corazones desde un principio, y se revela más crudamente, en una suerte de rebeldía desesperada, cuando nos vemos obligados a hacer frente a la muerte. Y esto nos conduce directamente hasta ella. 

El padre Moeller, en la obra antes comentada, estima que «para Saint-Exupéry [el hombre] crece en y por la muerte. Al afrontar la muerte, la naturaleza, en vez de presentársenos con su máscara anónima y absurda, se torna fraternal; se reviste de una especie de dulzura sagrada». 

Y así, cuando el Principito decide morir para regresar a la flor que ama, estamos ante un acto simbólico de fe. La serpiente aprecia el corazón del Príncipe, y le ayuda a volver a su añorada casa administrándole la mordedura mortal. El pequeño príncipe se presta ello porque siente ese anhelo que todos sentimos, aunque la mayoría de las veces no sepamos expresarlo. El anhelo de regresar al hogar. Y la muerte, intimidante en un principio, se vuelve una puerta que puede conducirlo a su lugar de destino, invitando al lector a aceptar que el tiempo es limitado, y que un día, en la hora señalada, todos deberemos partir, ya que estamos en un lugar de paso y nuestra dicha no está aquí sino más allá de la muerte. 

Esta resurrección a una vida verdadera aparece expresada de forma sutil:

«Tendrás pena y sufrirás porque parecerá que estoy muerto y no será verdad». 

Finalmente, otro de los temas que transita entre las páginas de este librito, es el olvido de ese saber poético que encierra el mundo y que hemos ido abandonando para abrazar un conocimiento científico, matemático y mensurable. Así nos dice Saint-Exupéry:

«¿Dónde quedan la curiosidad y la creatividad que todos tenemos en la infancia?: “A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar: “¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?” Pero en cambio preguntan: “¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?” Solamente con estos detalles creen conocerle». 

No es un secreto que hoy vivimos entre las acumulaciones avariciosas de Mammón y Midas –la crematística de que hablaba Aristóteles–, y las enrevesadas fórmulas, casi gnósticas, de aquellos cuyas almas deambulan entre Pandora, Sísifo y Prometeo. Ambos mundos son, a través de cifras y caracteres numéricos, cuantificables y controlables. Pero, de la misma manera, son reductores, achican la realidad reduciéndola a una mínima expresión (cada vez menos humana), y a cambio nada nos dicen del universo y sus misterios. 

Y así, añoramos sin saberlo el conocimiento y la expresión poética, ese que se adquiere por connaturalidad, por inclinación, como diría santo Tomás. Ese en el que la cabeza consulta al corazón, y donde se aúnan la capacidad de asombro con la inocencia, y el amor con la percepción de la verdadera realidad. Tal y como conocen y se expresan los niños. 

A esto se refería san Gregorio Nacianceno cuando escribió, con su corazón de poeta: «los conceptos crean ídolos, solo la admiración nos revela algo».

Y así es como debe ser entendida la conocida máxima del monje medieval Ricardo de San Víctor: «Ubi amor, ibi oculus», donde está el amor, está el ojo; lo que significa que solo el que ama ve, solo el que ama conoce a la persona o al objeto amado, y lo hace de esa forma, viendo, de manera poética, intuitivamente y dejándose llevar por la admiración y el amor.  

En las primeras páginas de esta obrita, el escritor francés nos habla de todo ello, confrontando la mirada del niño con la del adulto, la mirada de quien ve con la de quien carece de visión. El aviador/narrador, nos relata que de pequeño quería ser pintor, y que un día enseñó a sus mayores uno de sus dibujos. Los adultos pensaron que se trataba de un sombrero. Sin embargo, lo que él había intentado dibujar era una boa comiéndose a un elefante. Y nos cuenta que, apenado, se vio obligado a realizar un segundo dibujo donde, transparentando el interior de la serpiente, se podía ver al paquidermo engullido. Todo ello para que los adultos comprendieran, ya que ellos «siempre necesitan explicaciones». 

Como nos dice Antoine de Saint-Exupéry, la mayoría de nosotros, los adultos, hacemos el tipo equivocado de preguntas, y ni siquiera podemos decir lo que el simple dibujo de un niño representa. Solo el poeta se aproxima a esa visión sencilla y profunda de las cosas, y por esa razón, en el libro se hermanan infancia y poesía por igual.

Y es que, hemos perdido nuestra imaginación, nuestro saber poético, y necesitamos recuperarlo. Y El principito nos lo recuerda con poesía y llaneza. Porque, como al final terminaremos descubriendo: 

«Solo se ve bien con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos».

Comentarios

  1. Gracias, don Miguel. ¡Cómo escucho su mente y corazón al unísono!; y eso me deja más sediento de eternidad.
    Lo acompaño a recuperar esas glorias perdidas de infancia y poesía...
    Su amigo montañés,
    Capitán Dalroy.-

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  2. Estimado, Miguel

    Hermosa entrada. El Principito es uno de esos libros que no pueden dejar de leerse y releerse. Nos recuerdan la infancia y, a su vez, nos señala que la infancia no es algo que quedó atrás, sino un lugar, o mejor, un tiempo que debemos habitar: como un eco de aquel "Sed como niños". Me tomo licencia, aprovechándome de su generosidad, y le comparto un breve librito que escribí sobre el Cap XXI de El Principito. https://drive.google.com/file/d/1SlmrIRNzCtrR_PUJCIygCee2IHS2gEJT/view?usp=sharing

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