¿PARA QUÉ EDUCAR?

«La Filosofía en el centro de las siete artes liberales», del «Hortus Deliciarum» compilado por la abadesa Herrada de Landsberg (1125-1195).



«Hagamos al hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza».


Génesis, I, 26


«Y descansó en el día séptimo de toda la obra que había hecho. Y bendijo Dios el séptimo día y lo santificó; porque en él descansó Dios de toda su obra que en la creación había realizado».


Génesis, II, 2-3



Hace ya unos años el filósofo inglés Michael Oakeshott nos hablaba de dos diferentes formas de estar en el mundo: trabajando o jugando. De entrada,  muy probablemente, muchos, si no todos, abogaríamos, de entre las dos, por la más seria y responsable del trabajo. El juego, diríamos, es para los niños. 

Oakeshott escribió que, como trabajadores, vemos el mundo como material para satisfacer nuestras necesidades, que son infinitas y variables. También vemos a otras personas como empleados o compañeros; los recursos naturales son el medio para nuestros diversos proyectos; incluso la oración se piensa como una forma de conseguir las cosas que deseamos. Somos en ese sentido muy prácticos. Ah, y además, todo debe pagarse, por lo que nada es gratis. Y la única alternativa a este universo del facere es “el descanso”, entendido como una pausa para recuperarse y volver en condiciones al trabajo. O estamos trabajando, o estamos –en mucha menor medida– descansando para poder trabajar mejor.

Y, lo queramos o no, esa es nuestra forma de ver el mundo. Aunque, desde luego, no es la que yo deseo ni para mí ni para mis hijos, al menos, que lo sea en su totalidad. Este deseo se basa en un principio de sabiduría recogido por el Eclesiastés, hoy olvidado:

«Desnudo como salió del seno de su madre, así volverá para ir como vino, sin recibir nada por su trabajo que pueda llevar en su mano. También esto es una desdicha enorme: que precisamente como vino, así se haya de volver. ¿Qué le aprovecha el haber trabajado para el viento?» 

Y no es que reniegue del trabajo. No. El trabajo es necesario. Algo intrínseco a nuestra naturaleza, sin el cual el hombre no sería tal. Pero no el trabajo considerado como «la empresa de utilizar los recursos del mundo para satisfacer nuestras necesidades inagotables, o de hacer del mundo algo que corresponda a nuestros deseos», que diría Oakeshott, si no «la procura, activa y la más de las veces esforzada, de aquello útil en verdad para la vida», como diría Josef Pieper. Volvamos al Eclesiastés: «Que el hombre coma y beba y disfrute, en todo su trabajo, de los bienes, por los cuales se afana debajo del sol, durante los días de vida que Dios le conceda; porque tal es su destino (...) esto es un don de Dios». No, no discuto el trabajo. Lo que quiero discutir aquí, hoy, es que el tinte de censura que todos, o casi todos, asociaríamos al enfoque del juego, sea acertado. 

Y creo que no lo es. 

El filósofo inglés nos habla también del juego, y lo define como «una experiencia de disfrute que no tiene ningún propósito ulterior, ningún otro resultado dirigido, y comienza y termina en sí mismo. No es una lucha por lo que uno no tiene y no es un ataque a la naturaleza para satisfacer una necesidad».

Ya he hablado del juego aquí, y no voy a ahondar en ello. Solo me gustaría reivindicar un mayor equilibrio entre el trabajo y el juego, y perseguir en el primero su ahínco obsesivo y autodestructivo de poder y dinero, su enfermiza e infinita ansia de inventar y tratar de satisfacer cada vez más «necesidades», que ya no son desde hace tiempo necesidades sino deseos sin fin. Santo Tomás nos advirtió sobre los oscuros lugares a los que puede conducirnos esto si no andamos con cuidado:

«Si los ciudadanos dedican su vida a cuestiones de comercio, se abrirá el camino a muchos vicios. Dado que la principal tendencia de los comerciantes es hacer dinero, la codicia se despierta en los corazones de los ciudadanos a través de la búsqueda del comercio. El resultado es que todo en la ciudad se volverá venal; se destruirá la buena fe y se abrirá el camino a toda clase de engaños; cada uno trabajará para su propio provecho, despreciando el bien público; el cultivo de la virtud fracasará ya que el honor, la recompensa de la virtud, será otorgado a los ricos. Así, en tal ciudad, la vida cívica será necesariamente corrompida». 

Cuando Oakeshott habla de una actividad típicamente humana que «no es una lucha por lo que uno no tiene y no es un ataque a la naturaleza para satisfacer una necesidad», al igual que cuando el historiador Johan Huizinga, en su obra Homo ludens (1938), discurre sobre eso que él identifica como un «"ser de otro modo” en la vida corriente», que va acompañado de «un sentimiento de tensión y alegría», o cuando el filósofo alemán Josep Pieper, en su extraordinario El ocio y la vida intelectual (1948), nos habla «de la incapacidad de dejar que suceda meramente algo, la impotencia para recibir sin más y permitir que a uno mismo le ocurra algo», están todos ellos hablándonos de los mismo, de un concepto de juego más amplio que el que de ordinario manejamos. Un concepto que va más allá –aunque incluye– del juego infantil, del juego reglado o de los deportes y competiciones. Es una forma de vida, un modo de vida que puede y debe compatibilizarse con el modo del trabajo. Y que, además, es sagrado. Porque, como dijo el Filósofo, «solo en el ocio somos más humanos». Y es que existe una ociosidad sagrada, como traté aquí, cuyo cultivo está ahora terriblemente descuidado, como advirtió hace ya tiempo George MacDonald.

Y debido a este terrible descuido, se ha adueñado de la totalidad de nuestra vida el mundo del trabajo, omnímodo, insaciable, acaparador y alienante, con una deformada enormidad. Y por ello volvemos una y otra vez a la nostalgia del ocio y a la consideración autentica de este como lugar de descanso y contemplación, como anticipo del locus amoenus al que añoramos llegar. Sin embargo, lo cierto es que nunca llegamos, nunca, ni siquiera a saborearlo fugazmente. Estamos atrapados, esclavizados en una red de la que no parece posible escapar.

¿Y nuestros hijos? ¿Podrán nuestros hijos liberarse de tamaña esclavitud?

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han en su obra La sociedad del cansancio (2010), nos dice que «la sociedad de trabajo y rendimiento no es ninguna sociedad libre. Produce nuevas obligaciones», y no nos conduce a la deseable y deseada situación «en la que todo aquel que sea apto para el ocio es un ser libre». Ni siquiera en mundo desigual como el nuestro el amo goza de tal recompensa. Él es quien más sufre del mal. Byung-Chul Han sigue diciendo que «el amo mismo se ha convertido en esclavo del trabajo. En esta sociedad de obligación, cada cual lleva consigo su campo de trabajos forzados. Y lo particular de este último consiste en que allí se es prisionero y celador, víctima y verdugo, a la vez. Así, uno se explota a sí mismo, haciendo posible la explotación sin dominio». Lo cual no es sino un corolario a lo que nos dijo el Aquinate.

¿Es así? me temo que sí, y si no se aproxima mucho a la realidad que padecemos. Y lo peor es que , si los pensamos bien, veremos que nuestros hijos van camino de un infierno similar. Lo más trágico es que será con nuestra ayuda, gracias a nuestros consejos y a nuestra dedicación.

Pero... ¿Cómo es esto posible? Piensen…, ¿a qué dedicamos nuestros desvelos, nuestra mayor atención y nuestros ahorros? ¿a que nuestros hijos lleguen a ser hombres virtuosos, hombres de bien? más bien no; nuestro deseo ––llevado por las buenas intenciones y el amor––, nos conduce hacia otros lugares, más próximos quizá a las figuras de destacados e infelices directivos de insaciables multinacionales, donde, lejos de nosotros, serán usados y convenientemente desechados. No lo pensamos mucho, pero ese aspecto material lo acapara todo. ¿Pero qué podemos esperar sí solo nos centramos en prepararlos para el facere? No haremos más que preparar esclavos propicios a los nuevos tiranos, olvidándonos de su propia y fundamental humanidad. 

Pero, curiosamente, esas estructuras de poder, producción, manipulación y alineación, no han olvidado cómo nosotros olvidamos. No. En su día, ese utilitarismo mercantilista apartó a un lado a las humanidades y con ello a todo lo que posibilita que un hombre pueda ser libre: el arte, la poesía, la religión. Se nos hurtaron los «saberes inútiles» bajo el pretexto de no contribuir a las leyes del mercado, de la producción y del consumo. Nos privaron de las artes liberales para, así, evitar que con ellas pudiéramos liberarnos de la esclavitud del trabajo. Una educación liberal que, como escribió el santo cardenal Newman, debería suponer un «cultivo real de la mente» que permita a una persona «tener una visión o comprensión coherente de las cosas», que le dé el «poder de discriminar entre la verdad y la falsedad», así como la capacidad «de ordenar las cosas según su valor real». Una educación que se manifiesta en «buen sentido, sobriedad de pensamiento, razonabilidad, franqueza, autocontrol y firmeza de visión», de tal manera que de a su destinatario la «facultad de entrar con relativa facilidad en cualquier tema de pensamiento, y de emprender con aptitud cualquier ciencia o profesión».  

Pero ahora, aquellos que apartaron del hombre su más preciado tesoro han vuelto sus ávidos ojos al apartado rincón y añoran lo allí olvidado. Pero, no se engañen, no es que hayan caído en su error. No pretenden que seamos mejores hombres, sino más útiles y eficientes esclavos. Así, desde los grandes centros de poder económico y político se han dado cuenta del valor de tal educación, de su capacidad para «captar las cosas tal como son», y ahora demandan pensadores, filósofos, artistas, poetas, literatos; se les quiere usar con provecho productivo, ofreciendo como sacrificio al dios dinero la creatividad, el pensamiento crítico, la visión y sensibilidad de los hombres que todavía son hombres. Lean sino lo que Scott Hartley, (inversor, formado en Stanford y Columbia, con experiencia en compañías como Google y Facebook, analista tecnológico en el programa de Innovación Presidencial de la Casa Blanca y en el Berkman Center for Internet & Society, de la Universidad de Harvard), nos dice en su reciente libro, The Fuzzy and the Teche (2017). O escuchen al multimillonario inversionista, Nicolás Berggruen: «Lo que el mundo necesita ahora es más filosofía». O vean el pronóstico de Mark Cuban (otro multimillonario, dueño de los Dallas Mavericks de la NBA, de Landmark Theatres y Magnolia Pictures y presidente de la red de TV por cable AXS), de que en 2027 los graduados en filosofía y humanidades estarán más valorados que los expertos en programación o los ingenieros.

Michael Oakeshott ya lo advirtió en su día:

«En lugar de considerar el "trabajo" y el "juego" como dos grandes y diversas experiencias del mundo, cada una de las cuales nos ofrece lo que le falta al otro, a menudo se nos anima a considerar todo lo que he llamado "juego", ya sea como unas vacaciones diseñadas para hacernos "trabajar" mejor cuando terminan, o simplemente como "trabajo" de otro tipo.

En la primera de estas actitudes se pierden los verdaderos dones del arte y la poesía y de todas las grandes aventuras explicativas. Se convierten en mera "recreación", "relajación" del negocio propio de la vida de trabajo. En la segunda actitud, estos dones están corrompidos: la filosofía, la ciencia, la historia y la poesía son simplemente reconocidos por el conocimiento útil que pueden suministrar y, por lo tanto, se asimilan al llamado gran negocio de las necesidades y deseos humanos que satisfacen la vida humana.

El punto en el que es más probable que aparezca esta corrupción, y donde es más peligrosa cuando aparece, es en la educación».

Y aquí es donde deberíamos entramos nosotros, los padres. Hemos de adelantarnos y, salvando sus almas, frustrar su plan. Así que cojan a sus hijos y edúquenlos en la virtud, que estudien humanidades, que se formen en las artes liberales, pero para ser hombres libres, no para ser esclavos, pues, no lo olviden, fuimos hechos imago Dei. A imagen y semejanza de un Dios que creo el mundo, sí, pero que al séptimo día descansó y que se complació en lo hecho, pues lo hecho era bueno.

Si claudicamos en este rescate del ocio, del juego, será como abandonar el barco del que somos capitanes. Será como huir dejando desvalidos a nuestros corderos, vacilar ante una tremebunda realidad que exige, como tributo, humanidad. Los antaño cruentos sacrificios de infantes a Ishtar, Baal o a Huitzilopochtli, aun hoy se mantienen y se combinan con incruentas ofrendas a Mammón. Los santos Padres nos brindan a los progenitores de hoy palabras severas en admoniciones muy de actualidad.

«Si de por sí ya tenemos una gran responsabilidad cuando se habla de ayudar a los demás, porque se dice "Que cada uno piense no en sí mismo, sino en los demás" (I Corintios, 10, 24), es aún mucho más grande la responsabilidad que tenemos en relación a nuestros hijos. ¿No te los envié - nos pide cuentas Dios - y no los tuviste desde el comienzo? ¿No te nombré guía, protector, maestro y tutor de ellos? ¿No te di poder sobre ellos? ¿No te mandé que los formaras y educaras de la forma debida, desde que eran pequeños? ¿Qué perdón esperas recibir, si los dejaste tomar el camino equivocado y se perdieron? ¿Qué más puedes decir? ¿Que es difícil y algunas veces a penas podías enfrentar la situación?» 

Este párrafo acusatorio y duro proviene de la obra De la vanagloria y de la educación de los hijos (393), de san Juan Crisóstomo, donde el santo nos da sabios y variados consejos sobre la educación. Basta esta breve admonición para ponernos en nuestro sitio. Nos abre los ojos de golpe y nos hace ver cuál es nuestra obligación paternal, que va más allá, mucho más allá, no solo de la básica exigencia de proporcionarles alimentación, ropa y techo, sino de aquella que solo piensa en las bonanzas materiales; sigue así diciendo el santo: «Para poder educarles gastas mucho dinero, y para conseguirles un puesto decoroso en el ejército buscas mil recomendaciones. No seas menos cuidadoso para proporcionarles el precio de Dios... Les permites ir con frecuencia a los espectáculos y, en cambio, no los llevas a la iglesia. Pues del mismo modo que los envías a la escuela, debieras llevarlos a esta otra mucho más necesaria…  Educadles, pues en la disciplina y en la enseñanza del Señor (Efesios, 6,4), pero dándoles ejemplo e instruyéndoles en las letras sagradas desde su más tierna edad».

Es pues hora de preguntarnos: ¿Es esto lo que hacemos? ¿Son estas nuestras preocupaciones?  ¿son nuestras prioridades? ¿No? ¿Qué estamos pues haciendo?

Seamos sinceros y reconozcamos que apenas reparamos en el cuidado de sus almas, en prepararlos para una vida bien vivida, en suma, que poco reparamos en su salvación. Lo que más nos importa, aquello por lo que no ahorramos desvelos, son cuestiones que sí, que en muchas ocasiones pueden ser útiles al verdadero trabajo, como diría Pieper, para «la procura, activa y la más de las veces esforzada, de aquello útil en verdad para la vida», y que por ello tampoco pueden olvidarse, pero que en muchas ocasiones se desvían hacia lo banal y lo superfluo, lo excesivo y lo innecesario. Aunque es cierto que la culpa no es solo nuestra. El mundo de la educación se ha vuelto un lugar de corrupción, como advertía Oakeshott, con su cultivo de especialistas, que poco saben fuera de su limitado campo de utilidad laboral, y que carecerán, en su mayoría, de «una visión coherente de las cosas», que les dé el «poder de discriminar entre la verdad y la falsedad», así como de la capacidad «de ordenar las cosas según su valor real», como diría el cardenal Newman, lo cual puede ser una tragedia en un mundo como el nuestro.

Así que, sí, es verdad que a los padres nadie podrá decirnos nada sobre estas cuestiones de bienestar material y preparatorias de la febril actividad laboral, pero sobre lo otro…, la tragedia estriba en que resulta que será sobre lo otro sobre lo que se nos preguntará, sobre lo que se nos pedirá cuentas. Y ¿sabemos lo que podremos contestar?

 

Comentarios

  1. Gracias Miguel por esta reflexión, que no podemos más que compartir.

    La pregunta que nos hacemos es cómo educar a nuestros hijos en las artes liberales. Muchos padres nos sentimos bien desorientados en ese sentido. ¿Sería suficiente acercar a nuestros hijos a los buenos y grandes libros (y, en este caso, ¿nos recomendarías algún tipo de cronograma que seguir según sus edades?) o existe algún programa más formal que se ofrezca y al que uno pueda acceder? Te agradeceríamos mucho tus consejos.

    Francisco S.

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    1. Por propia experiencia, no premeditada, puedo decir que el haber leído o inventado cuentos, cantado o dibujado, mostrado buenas ilustraciones o buena música desde siempre y como algo natural en casa (cosa que pasaba en lo de mis padres) incidió favorablemente en el gusto y el aprecio de mis hijos. También influyó mucho la afición de mi mujer en la observación de las pequeñas maravillas de la naturaleza, fuera de ideologías ecologistas. Así, con naturalidad, a la hora de optar por una actividad propia, una estudio Letras, dos música, otra Bellas Artes y, de los otros, dedicados al agro, al derecho o la la educación, todos más o menos son lectores y aprecian las artes la historia, más allá de tener ocupaciones diversas. Además, lo están transmitiendo a sus hijos sin esfuerzo. Basta con un ambiente propicio sin sobreactuaciones y sin exceso de ambiciones materiales para que aprendan a ver (contemplar).

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  2. ¡Ave María purísima! Señor Miguel, le agradezco los artículos que nos comparte. Son de gran provecho para los padres, pero también para nosotros los jóvenes. Sería lindo que escribiese más al público juvenil. Le felicito, saludos desde México.

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  3. Su blog es una caricia para el alma. Bendito sea Dios!

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  4. Muchas gracias Miguel, este blog es de gran ayuda incluso para nosotros los jóvenes.
    Es un gozo leer cada entrada .

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