AUTOAYUDA EN FORMA DE LIBROS (que no libros de autoayuda)

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«En la biblioteca». Obra de Georg Reimer (1828-1866).




«En todo lo que se puede llamar arte hay una cualidad de redención».

Raymond Chandler





Hace unos días leía unos comentarios muy perspicaces sobre qué tipo de cosa es esto que estamos viviendo todos hoy. Creo que algunos se habían apercibido, hace ya algún tiempo, de que aquello a lo que parecemos asistir es, ni más ni menos, que a la debacle y derrumbe de lo que venía siendo llamado civilización occidental. 

Porque lo cierto es que hace ya cierto tiempo que asistimos, asombrados, temerosos e inquietos unos pocos, y entusiasmados, embelesados y fascinados todos los demás, al ataque frontal que un desesperanzador nihilismo ha desatado contra esta, nuestra civilización. Esta última palabra, nihilismo, parece ya antigua y nos hace pensar en anarquistas decimonónicos tirando pequeñas bombas esféricas a monarcas desubicados. De hecho, la palabra nihilismo fue acuñada por Iván Turguénev en 1862, en su famosa novela Padres e hijos. Pero su significado, como «cualquier ideología o acción tendente a una destructividad indiscriminada», está muy de actualidad y excede de unos anarquistas trasnochados. No otra cosa es el ataque frontal de la modernidad contra la fe y la moral cristiana en estos últimos tiempos, a las que se trata de exterminar. Y este ataque llega de todas partes, no solo del poder político y de los medios de comunicación. También muchas universidades y gran parte de los académicos se han rendido a esa locura en la que la negación se convierte en un fin en sí misma.

Y el objetivo de ese furibundo ataque es esta nuestra cultura, la de nuestros padres y ancestros, una cultura que, por cierto, antaño solía denominarse cristiana. Y, por supuesto, el adjetivo cristiano que la acompaña no es casual. Porque es precisamente la parte cristiana de esa cultura aquello que quiere destruirse. Ocurre que esa obsesión anticristiana impide ver que, precisamente, los cimientos de nuestra civilización están ahí, en ese cristianismo que pretende hacerse desparecer. Lo cual convierte el proceso en un cúmulo de impulsos suicidas.

Y, precisamente, sobre cuáles son las características definitorias de estos impulsos contraculturales suicidas iban esos comentarios de los que les hablo. Y en medio de ellos, dos adjetivos destacaban sobre los demás: Fisiofobia, misofisia y, lo que Platón llamó, misología. Esto es, al parecer, lo que constituye el meollo de este movimiento, que es ya más que eso, que es quizá ya el espíritu de los tiempos. 

La fisiofobia hace referencia etimológicamente, al miedo patológico, al pavor enfermizo a la naturaleza, es decir, a aquello que es, a lo que existe, a la realidad manifestada especialmente en la esencia o naturaleza de las cosas, encontrando como objetivo principal de esos temores y rechazos, sobre todo y especialmente, la naturaleza del hombre. A su vez, misofisia significa literalmente odio a la naturaleza, un odio muy vivo hoy en día, precisamente en los mismos sectores donde la fisiofobia es más endémica, que son cada vez más. El espíritu de estos tiempos es pues fisiofobo y misofico, es decir, hostil a los límites que establece en las cosas la naturaleza de las mismas. De ahí esa obsesión por borrar de una vez para siempre la naturaleza del hombre que se encuentra detrás del transhumanismo, la ideología de género y demás doctrinas perniciosas. 

Por su parte, misología es un término filosófico introducido en su día por Platón a raíz de su enfrentamiento con los sofistas, con el cual el filósofo griego describía el desprecio hacia los razonamientos. 

No me digan que no son acertados los adjetivos.

Además, se trata de dos posiciones que curiosamente se retroalimentan, pero que, al mismo tiempo y por la misma razón, se fagocitan y autodestruyen. Aunque, quizá el objetivo final que se persigue no sea otro que la destrucción. ¿No? 

Así, la fisiofobia y la misofisia dificultan y rechazan el pensamiento racional, impidiendo cualquier incursión razonable sobre la realidad. Y, a su vez, la misología entorpece la percepción de la naturaleza y la realidad en general, ya que, dejando de lado a la razón, no podemos construir una concepción intelectual sobre el mundo, ni tampoco expresarla o comunicarla.

Y, aunque pueda sorprender a alguno, en medio de esta guerra (muy desigual para el cristiano, hay que decirlo), la literatura y en concreto, aquella que atañe a los niños y los jóvenes, adquiere una gran relevancia, tanto para unos (los agresores) como para los otros (los defensores). Pues a nadie se le escapa que estos niños y jóvenes de hoy serán los hombres del mañana, aquellos que más directamente tendrán que lidiar con esta decadencia. Y así, la formación y educación que reciban afectará decisivamente a sus vidas y al mundo en que vivan. Por esta razón, lo que sea su educación será uno de los campos de batalla de esta guerra, como de hecho lo es ya.

Por este motivo, algunos, como yo, creemos que la lectura de las buenas historias, relatos y poemas ayudará, aunque solo sea un poco, a tratar de defender y reconquistar esa, maltrecha y olvidada cultura cristiana. 

La lectura de los buenos y grandes libros podría operar así como antídoto contra esas dos características disolventes de la modernidad a que acabo de referirme: la fisofobia, la misofisia y la misología

¿Puede haber algo más conveniente para constatar la existencia de una constante e inmutable naturaleza humana, que ver en esas obras poéticas retratada, una y otra vez, con deleite goce unas veces o espeluznante inquietud otras, las virtudes y los vicios, los amores y los desamores, las esperanzas y los desesperos de tantos y tantos personajes? 

¿Y qué puede haber más adecuado para desarrollar y ejercitar esa facultad tan especialmente nuestra como es la razón, que vernos, forzados inevitablemente unas veces, invitados graciosamente otras, a comprender lo leído o a reflexionar sobre ello, a fin de encajarlo en ese marco racional común en el que nos movemos? 

O, ¿qué mejor estímulo puede haber para poner en marcha nuestra razón que vernos impulsados a contar a los demás, sean las excelencias, sean las deficiencias, de lo encontrado en los libros, llevándonos a reconstruir así, por medio de síntesis y crítica, lo que nos ha sido comunicado, para comunicarlo a su vez a otros, en una cadena de relaciones regidas por un discurso racional?   

¿Qué es la literatura, y en especial la poesía, si no un fruto delicioso del espíritu humano, que trata de imitar, sea consciente o inconscientemente, aquello de lo que es imagen? 

Escuchen lo que tiene que decir al cardenal Newman en su obra, Una idea de la Universidad (1852):

«Si entonces el poder de la palabra es un don tan grande como cualquiera que pueda ser nombrado, si el origen del lenguaje es considerado por muchos filósofos como nada menos que divino, si por medio de las palabras se sacan a la luz los secretos del corazón, se alivia el dolor del alma, se quita el dolor oculto, se transmite la simpatía, se imparte el consejo, se registra la experiencia, y la sabiduría perpetuada, (...), si tales hombres son, en una palabra, los portavoces y profetas de la familia humana, no corresponderá menospreciar a la literatura o descuidar su estudio».

Así que ya lo saben, en estos días de obsequios y presentes, y más teniendo muy cerca el día de Reyes, regalen, regalen libros, que son muy, pero que muy necesarios… Pero, no se limiten a regalarlos únicamente a los niños.

 

Comentarios

  1. Muchas gracias, don Miguel por todas sus buenas recomendaciones y sensatos pensamientos. Sospecho que donde dice «misofico» ha querido decir «misofísico».

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  2. Dios le pague por todo lo que nos regale con estos textos. Nunca les he leído poesía a mis hijos. No sé ni por dónde comenzar. Algúna recomendación?. Rezo por usted!

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