LA LITERATURA DE FICCIÓN, EL CIENTIFICISMO Y EL ASOMBRO AGRADECIDO

                                «En busca de la piedra filosofal». Joseph Wright Of Derby (1734-1797).



«Diciendo ser sabios, se tornaron necios». 

Romanos, 1, 22


«Nadie se engañe a sí mismo. Si alguno entre vosotros cree ser sabio en este siglo, hágase necio para hacerse sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad para Dios. Pues escrito está: “Él prende a los sabios en su misma astucia.” Y otra vez: “El Señor conoce los razonamientos de los sabios, que son vanos.”».

I Corintios, 3, 18-20


«Otra verdad, vulgarísima de puro repetida, es que la ciencia humana debe descartar, como inabordable empresa, el esclarecimiento de las causas primeras y el conocimiento del fondo sustancial oculto bajo las apariencias fenomenales del Universo (...). Para la resolución de estos formidables problemas (...) parece indudable la insuficiencia radical del espíritu humano».

Santiago Ramón y Cajal. Los tónicos de la voluntad.



Una de las cosas que nos pueden ofrecer la literatura y la poesía es ayudarnos (y con nosotros, a nuestros hijos) a recuperar el hoy ausente y perdido sentido del asombro, y con él, asociado irremediablemente a él, un también extraviado y cuasi desconocido sentido del agradecimiento.   

Ambas cosas, asombro y agradecimiento, son, como sabemos –o deberíamos saber-, esenciales para algo más importante, diría que crucial: el sentido de lo sagrado y la adoración a que este da lugar. Pero en nuestros días, la gran mayoría de los hombres, incluso los que se estiman religiosos, desconocen, o al menos no extrañan, esa trascendental ausencia en sus vidas. 

La causa, o al menos una de las causas de este extravío, se encuentra en la concepción moderna de la ciencia, degenerada desde hace tiempo ya, en lo que se suele denominar cientificismo, definido por la RAE como «Teoría según la cual los únicos conocimientos válidos son los que se adquieren mediante las ciencias positivas». En el fondo, todo ello es el resultado natural de unos antecedentes ya remotos: la pretensión de convertir a los hombres en «dueños y poseedores de la naturaleza» (como dijo Descartes), y la de mejorar la «utilidad y el poder humanos a través de las artes mecánicas» o tecnología (en expresión de Francis Bacon).

Antes de continuar, he de advertirles que esta crítica de ninguna manera implica una demonización de la ciencia misma, si no que únicamente trata de poner de manifiesto la incongruencia de afirmar que el único conocimiento real es el científico, además de alertar de su peligro.

Este enfoque perverso de la ciencia –mayoritario hoy–, adquiere los perfiles de una cuasi ideología, o mejor dicho, de una cuasi religión, y se fundamenta, desde un punto de vista metafísico, en dos presuposiciones: (i) el materialismo de lo real y, (ii) el escepticismo de no creer en nada que no pueda encerrarse en ese «frasco científico». Consecuentemente, solo existiría lo material, aquello que se puede observar, medir y experimentar, descartándose otras posibles vías de conocimiento. Pero, esta pretendida exclusividad encierra en su interior su propia condenación. 

La primera y más elemental de las contradicciones que encierra esta ideología es que, si todo es materia y no responde a ningún propósito inteligente y planificado (obviamente, por “alguien”), sino que solo es producto del azar, no pueden existir “leyes” que observar o descubrir. Porque, es imposible aplicar la razón al caos. Lo que trae a mi memoria una anécdota de Chesterton: se cuenta que, en una cena, compartiendo nuestro amigo mesa y mantel con un conocido materialista ateo, este último le pidió que le acercara la sal, lo que Chesterton hizo con presteza. De inmediato, el notorio materialista se apresuró a darle las gracias, a lo que el escritor inglés replicó: «¿Por qué me da las gracias? ¿No hemos quedado en que, o bien, carezco de libre albedrío y estaba obligado a darle la sal por razón del mecanicismo materialista del que usted ha hablado, o bien, el que le diera la sal es resultado del puro azar? Si es así, en cualquiera de los dos casos no hay nada que agradecer a nadie. ¿No cree?». Ante lo cual el notorio materialista no tuvo nada que decir. Porque, como él mismo Chesterton escribió una vez: «el peor momento para un ateo es cuando está realmente agradecido y no tiene a nadie a quien agradecer». 

La segunda dificultad del cientificismo es su propia e irracional autolimitación. El filósofo Edward Feser nos lo explica con una clarificadora imagen:

«El éxito de los métodos de la ciencia moderna para iluminar aquellos aspectos de la naturaleza susceptibles de predicción y control, simplemente no implica que la naturaleza no tenga otros aspectos. Los que piensan de otra manera son como el borracho que asume que, debido a que el área bajo la farola es el único sitio donde podría ver las llaves que ha perdido, no debe haber otro lugar en el que valga la pena buscar».

Por último, la tercera de las contradicciones deriva de la pobreza epistemológica de esta ideología: afirmar que la ciencia moderna es la única vía de conocimiento, no es una afirmación científica, ya que no pueden probarse utilizando métodos científicos. Y ello, porque la ciencia descansa en una serie de suposiciones filosóficas que necesita para empezar a andar, y que ella misma no puede validar:

1. Que los sentidos son confiables. Pues es a través de los sentidos que el científico mide, cuenta, experimenta y constata.

2. Que la mente es racional. Pues es a través de esa racionalidad que el científico da orden a esas percepciones.

3. Que el universo es racional y responde a unas razones que la mente humana puede conocer.

4. Que existen las leyes de la lógica.

5. Que existen los números y las matemáticas.

6. Que existe la verdad.

Dado todo ello, una visión reductora como la que propugna el cientificismo es, precisamente, anticientífica. Opera bajo las presunciones limitadoras de lo que el filósofo Charles Taylor llamó un «marco inmanente», un marco de referencia que excluye cualquier cosa fuera de lo material y que niega, por tanto, sin ninguna razón en absoluto, lo espiritual y trascendente, cayendo de lleno en un fideísmo que dice abominar. 

Este círculo reducido de conocimiento (la zona iluminada por la farola en el caso del borracho de Feser) es lo que Max Weber llamó una «jaula de hierro», una prisión mental que, paradójicamente, excluye todo lo espiritual, todo lo que no puede ser verificado por la ciencia experimental. 

Sin embargo, el tipo de científico que más abunda en la actualidad es el que encaja en ese cientificismo, y por ello, lamentablemente, esta es la idea que impera hoy.

¿Y qué ante esto? Pues que aquel que profesa esa religión no solo limita sus posibilidades de acceder a la verdad, sino que, además, careciendo de humildad, adopta una postura altiva y displicente, de superioridad moral e intelectual, que resulta ridícula, dada su pequeñez y contingencia.  

Esa falta de humildad impide al hombre moderno asombrase, estremecerse ante la maravilla, y, por tanto, dar las gracias. Decía Chesterton que este tipo de conocimiento científico pervertido, no es la forma más elevada de pensamiento porque, precisamente, no da gracias. Y es que las gracias se han de dar a alguien. Debe haber un ser personal a quien agradecer. ¿Cómo agradecer al Big Bang, o a la sopa primigenia, o a la evolución, o al caos?

El difunto papa Benedicto XVI señaló que, a lo más, las mejores teorías científicas, lo que hacen es luchar por aproximarse a lo trascendente, luchar por alcanzar el conocimiento. Pero son, en última instancia, incapaces de acercarse a la totalidad de la realidad. Tal como el filósofo inglés Bertrand Russell sostuvo, lo que la ciencia actual realmente revela son, únicamente, características estructurales muy abstractas del mundo natural expresadas matemáticamente, pero no la naturaleza esencial de la realidad que presenta esas características, de la que nada nos dice. 

Y es que hay algo más, mucho más que lo poco que sabemos gracias a nuestros experimentos, cuentas y medidas, más allá de la mera realidad material medible, más allá del limitado arco de luz proyectado por el foco de nuestra farola. Y también hay otros medios de explorar esa realidad misteriosa y escondida, uno de los cuales es la sciencia poetica, una forma de conocimiento olvidada de la que alguna vez les he hablado, a la que se llega por connaturalidad, por intuición, en la que el uno participa del ser del otro, y en la que los libros tienen una destacada función.

Un ejemplo literario de ello nos lo muestra Charles Dickens en su obra Tiempos difíciles (1854), en el personaje de George Gradgrind. Este pedagogo victoriano siempre se encontraba «con una regla y un par de balanzas, y la tabla de multiplicar en su bolsillo... listo para pesar y medir cualquier parcela de la naturaleza humana y decirte exactamente a qué viene», a fin de poner en práctica su filosofía, que el mismo expresa de forma clara y contundente:

«––En esta vida, no queremos nada salvo los hechos, señor; nada salvo los hechos».    

Los propios hijos de Gradgrind sufrieron esta filosofía reduccionista y limitadora bajo la tutela de su padre, lo que dio lugar a un paisaje humano devastado y estéril:

«Ningún pequeño Gradgrind había visto nunca una cara en la luna; (...). Ningún pequeño Gradgrind había aprendido nunca la simple canción, “Brilla, brilla, estrellita, me pregunto quién serás”. Ningún pequeño Gradgrind había mostrado nunca su asombro sobre el particular, ya que cada pequeño Gradgrind había diseccionado, como un profesor Owen cualquiera, la Osa Mayor a los cinco años, (...). Ningún pequeño Gradgrind había asociado una vaca del campo (...) con aquella todavía más famosa vaca que se tragó a Pulgarcito. Nunca habían oído hablar de aquellas celebridades, y solamente se les había presentado a la vaca como un cuadrúpedo rumiante y gramnívoro con varios estómagos».

Por otro lado, en esa misma obra, Dickens nos muestra también otra pendiente resbaladiza por la que puede deslizarse la ciencia experimental: la arrogancia y la ilusoria pretensión de saber, de poseer todo el saber. En otra escena, al comienzo de la novela, a Cecilia Jupe, hija de un domador de caballos, se le pide en la escuela del señor Gradgrind que explique qué es un caballo. Ella, nerviosa, no sabe qué decir. Billy Bitzer, el alumno estrella, que no había visto un caballo en su vida, contesta orgulloso: 

«Cuadrúpedo, herbívoro, cuarenta dientes; a saber: veinticuatro molares, cuatro colmillos, doce incisivos. Muda el pelo durante la primavera; en las regiones pantanosas, muda también los cascos». 

El profesor Gradgrind, con cansada suficiencia, se vuelve hacia Cecilia y le espeta: «Niña número veinte (...) ya sabes ahora lo que es un caballo». 

Como dice el profesor Anthony Esolen (10 maneras de destruir la imaginación de tu hijo, Homolegens): 

«La ironía es que Cecilia sabe más acerca de caballos que cualquier persona en el aula, incluidos Bizer y el señor Gradgrind. Ella ha montado caballos, los ha visto dar a luz, los ha peinado y almohazado, y ha visto a su padre curar sus heridas. Ella los conoce en una manera que solo una vida con ellos puede revelar».

Pero estos no son los únicos problemas en este asunto. Otra cuestión muy actual, asociada a la ciencia entendida como técnica, es anunciada, preclaramente, por C. S. Lewis en su obra, La abolición del hombre (1943):

«Para los antiguos hombres sabios, el problema cardinal era cómo adaptar el alma a la realidad, y la solución fue el conocimiento, la autodisciplina y la virtud. Para lo mágico y para la ciencia aplicada, el problema es cómo adaptar la realidad a los deseos del hombre: y la solución es una determinada técnica; y ambos, aplicando dicha técnica, están preparados para hacer cosas que hasta entonces se habían considerado displicentes e impías, como desenterrar y mutilar a los muertos». 

El ejemplo paradigmático de este tipo de hombre de ciencia, enajenado o inmoral, es el doctor Víctor Frankenstein, el protagonista de la obra, del mismo título, Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), de Mary Shelley, comentada aquí. Su declaración de principios es muy explícita:

«Se ha hecho tanto, empero, mucho más yo lograré: pisando los pasos ya marcados, seré pionero en un nuevo camino, exploraré poderes desconocidos y revelaré al mundo los misterios más profundos de la creación».

Otro representante genuino de esta concepción de la ciencia, es el malvado y cruel Dr. Moreau, de La isla del doctor Moreau (1896). En esta entretenida novela, el progresista y eugenésico H. G. Wells explora, siquiera superficialmente, las perturbadoras posibilidades de una cirugía y una genética sin control moral. Curiosamente, se trata de las mismas prácticas que acechan hoy por medio de la enajenada ideología del transexualismo. Pero…, ¡si lo hace por la ciencia! Eso dice él, ciertamente, pero persigue fines del todo inaceptables con uso de métodos extremadamente cuestionables. Son precisamente esos propósitos sin horizonte moral, y la locura antinatural que encierran, lo que les convierte, tanto a él como a lo que pretende hacer, en un enorme e inquietante peligro. 

Hay algunos otros científicos que hacen un mal uso de la ciencia en Robur el Conquistador (1886) y su continuación, El amo del mundo (1904), de Julio Verne (y en cierto modo, en 20.000 leguas de viaje submarino (1870) y La isla misteriosa (1875), con el capitán Nemo). En este plano está también, claro, el Dr. Jekyll de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), de R. L. Stevenson. 

Como antes señalé, C. S. Lewis, en su breve, pero jugosísimo ensayo, La abolición del hombre, también nos da una visión crítica de ese concepto absolutista de ciencia. Una perspectiva que muestra sin rebozo en su trilogía cósmica, compuesta por Perelandra (1938), Lejos del planeta silencioso (1943) y Esa horrible fortaleza (1945), donde insinúa que algo demoníaco acecha bajo el velo científico. Esa horrible fortaleza en particular causó cierto revuelo con su publicación, ya que plasma claramente los temores y reticencias de Lewis ante una ciencia endiosada. Una crítica de la época dio con la clave de la novela: «Creo que "Esa horrible fortaleza" trata de un triple conflicto: la Gracia frente a la Naturaleza y la Naturaleza frente a la anti-Naturaleza (la moderna industrialización, la ciencia y las políticas totalitarias)». Al final, todo aquello de lo que les estoy hablando se resume en eso, en el conflicto entre lo sobrenatural, lo natural y lo artificial, que vivimos hoy tan intensamente. 

Y es que, la respuesta a «¿qué es un caballo?», lo mismo que la cuestión de «¿qué es un hombre?», no pueden estar limitadas por una descripción matemática, biológica o física, y mucho menos ser tomadas como meras construcciones humanas modificables a capricho. Todos sabemos que tales descripciones son solo unas muy reducidas, y no las más importantes, partes de esas realidades, que, además, son precisamente eso, realidades dadas y en absoluto moldeables. 

Así que, demos gracias y enseñemos a nuestros hijos a darlas, sobre todo por el grandioso universo de lo creado, y por el don de nuestra inteligencia que nos permite intentar comprenderlo. Pero, a un tiempo, demos también las gracias por Charles Dickens, R. L. Stevenson, Julio Verne, C. S. Lewis y todos los grandes poetas, que nos enseñan a abrir nuestra mente a la maravilla y el asombro. Y, en último término, démosles también a ellos las gracias por enseñarnos a sentir la sacralidad del mundo, y de este modo, por ayudarnos, aunque solo sea un poco, a aprender a adorar, algo que, por cierto, ninguno de los personajes literarios comentados sabía hacer, lo que da que pensar, ¿no creen? 

Porque, como dijo una vez Chesterton, «el mundo nunca se morirá de hambre por falta de maravillas, sino solo por falta de asombro».


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