«El jardín de las delicias» (detalle). Obra de El Bosco (1450-1516). |
«Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, imagina una bota estampada en un rostro humano, para siempre».
George Orwell. 1984
«Con una madera tan retorcida como es el hombre no se puede conseguir nada derecho».
Immanuel Kant. Filosofía de la Historia
«Es esto lo que siempre ha convertido al Estado en un infierno, que el hombre ha intentado hacer de él su cielo».
Friedrich Hölderlin. Hiperión, o el Ermitaño en Grecia
Curiosamente, vivimos en un mundo que adora la ciencia, o al menos esto es lo que se proclama a voces; sin embargo, paradójicamente, ese mundo actúa muchas veces en su contra, o, en el mejor de los casos, consiente o acepta que los que mandan (o aquellos a quienes se les deja mandar), la contravengan, y la usen o desprecien a su capricho, según convenga o no a sus intereses políticos o privados, o quizá más bien a sutiles mandatos satánicos. Esta incoherencia es la prueba palpable de que, en numerosas ocasiones, aquello que se hace bajo la bandera de lo científico no es de verdad ciencia, sino una impostura llamada cientificismo, del que hablábamos en la última entrada.
De esta manera, hoy, desde las atalayas mediáticas, los consejos de ministros y los parlamentos, se difunden visiones de la realidad contrarias, tanto al sentido común como al estado actual del conocimiento científico. Y no solo eso, sino que, además, se persigue a aquellos que, por el bien de la verdad, osan denunciar y/o tratan de corregir esos errores.
Y así, contra toda evidencia, se niega el hecho biológico bruto de la existencia de dos únicos sexos, no se toma en consideración que el inicio de la vida tiene lugar en el momento de la concepción, y se hace caso omiso a los traumas, secuelas y sufrimientos causados por tratamientos y cirugías que pretenden cambiar –de forma irresponsable y antinatural, y sin eficacia alguna– el sexo determinado por naturaleza.
Estados de pensamiento (o no pensamiento) como los señalados, y otros concomitantes y fronterizos, como el ecologismo histérico, el feminismo de la generación que sea, la denominada teoría crítica de la raza, las olas de solidaridad totalitaria basadas en la igualdad, la integración y la diversidad, etc., tienen un denominador en común: hay algo en la mente moderna que se está deteriorando, y esta deficiencia cognitiva facilita nuestra conducción, como ovejas que van al matadero, hacia un totalitarismo eugenésico. Es este un diagnóstico en el que recientemente coinciden algunas voces, y me viene a la mente, por la expresividad de su título, el último libro del politólogo argentino Agustín Laje, La generación idiota (2023). Pero, como ya les dije en una ocasión aquí, esta situación de precariedad intelectual y cuasi locura, fue pronosticada hace mucho tiempo, y ya en Platón, y más tarde en santo Tomás, pueden encontrarse extensos comentarios sobre ello y sobre sus causas.
También podemos encontrar advertencias sobre estos desmanes y corrupciones en la literatura, dentro de un oscuro subgénero de la ciencia-ficción denominado distópico.
El término distopía es definido por el diccionario de la RAE como «representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana», lo que nos apunta a su origen etimológico, compuesto por el término «utopía» y el prefijo griego δυσ -dys- ('dificultad' o 'anomalía'). Pero, entre estos dos conceptos, únicamente la distopía es patentemente real. Sabemos por santo Tomás Moro, cuya obra de 1516, titulada precisamente así, Utopía, que estas son demasiado buenas para ser verdad, pues “el buen lugar” (eu-topos), es solo uno, y no se encuentra en este mundo, sino en el que está por venir.
De lo que no nos habló Moro, es sobre si la distopía, a pesar del final catastrófico en el que desemboca –y, quizá por ello–, puede conducirnos hacia algo bueno. Me inclino a pensar en que resulta posible encontrar en ellas un sentido útil y provechoso, como alarmas sobre aquello a lo que no debemos tender y de lo que deberíamos alejarnos. Sobre esta cuestión me extendí en su día, ocupándome de tres de las distraías literarias más famosas: 1984, Un mundo feliz, y Fahrenheit 451.
Hoy voy a hablarles de cinco obras más, mucho menos conocidas, pero no por ello menos pertinentes, menos proféticas. Cinco novelas que abordan las posibles consecuencias de algunos de los dementes proyectos ideológicos que padecemos hoy y que les comenté al comienzo. Me refiero a las breves novelas, La Máquina se para (1909) de E. M. Foster, y Amor entre ruinas (1953) de Evelyn Waugh, a Un mundo sin hombres (1958) de Charles Eric Maine, al El desembarco (también conocido como El campamento de los santos) (1973), de Jean Raspail, y, finalmente, a Hijos de los hombres (1992), de P. D. James.
La Máquina se para (1909), de E. M. Foster
Dos portadas de esta novela. |
Esta novela de Foster es una obra menor en su producción literaria, pero, en el momento de su publicación, causó cierto revuelo, provocado por su descripción de un modelo de sociedad futuro, inhumano y frío.
Considerada como una de las mejores distopías tecnológicas, la acción se desarrolla entre dos ambientes, la proscrita y semi abandonada superficie de la Tierra, lugar en el que moran los pocos rebeldes que osan desafiar a la tiranía tecnológica que controla el mundo; y las ciudades subterráneas sojuzgadas por la Máquina, donde habitan la mayoría de los hombres. Foster no disimula sus simpatías por el primero de los lugares y da a la historia, no obstante su tinte de tragedia, un final teñido de una leve esperanza.
En este escenario dual, la mayor parte de los individuos se atrincheran en sus hogares enterrados, comunicándose entre sí a través de un sistema electrónico similar a internet, y bajo la vigilancia providente del gran regidor del mundo: la super Máquina. Estos sujetos se relacionan electrónicamente intercambiándose mensajes de texto y visualizando sus rostros en video pantallas. Viven rodeados de toda clase de comodidades que les proporciona la mega Máquina, pero en un completo aislamiento social. Se trata de una humanidad satisfecha y lánguida que ha olvidado su carácter humano.
Por ello, el fondo de la historia es pesimista y doliente. El autor parece asistir, impotente, a la desaparición de la belleza y de la sensibilidad de un mundo que semeja perdido. Un mundo que una sociedad tecnocrática y mecanizada como la que describe no puede tolerar.
Por razones obvias, la novela ha adquirido los tintes de una profecía secular. Su lectura nos deja con el sabor amargo e inquietante de sentir que, ese nuevo tipo humano que, aparentemente vive encantado con sus dispositivos tecnológicos en medio de una intimidad enfermiza, y que parece ajeno al precio que ha debido pagar por ello (que no es otro que el de su propia humanidad), somos, no nos engañemos, nosotros mismos. He aquí un párrafo de la novela que seguramente nos es fuertemente familiar:
«"La Máquina”, afirmaban, “nos alimenta, nos viste nos aloja; a través de ella hablamos entre nosotros, por ella es que nos vemos los unos con los otros, en ella es que se manifiesta nuestro ser. La Máquina es amiga de las ideas y enemiga de la superstición: la Máquina es omnipotente, eterna; bendita sea la Máquina».
Pero... ¿Qué ocurrirá si las máquinas se detienen?
Amor entre ruinas (1953), de Evelyn Waugh
Portadas de la edición británica y en lengua española. |
En esta breve novela (80 páginas) la vida corriente en una futura Inglaterra ficticia es un caos desastroso: las huelgas y los cortes de electricidad son continuos y la gente viven en horribles albergues de mala muerte llenos de penumbra y frío. Ello induce a muchos ciudadanos a adoptar una solución final suicida, facilitada por un gobierno que ha institucionalizado, dentro del sistema público de salud, el acceso gratuito a la eutanasia. Las prisiones, en cambio, son lugares privilegiados, pues gozan de los beneficios de la electricidad, con abundante luz y calor, lo cual azuza el delito y la reincidencia en él. Se trata de una sociedad buenista en la que se trata mejor al delincuente que al ciudadano de a pie. En la novela puede leerse lo siguiente:
«El progreso ha llegado. La eutanasia está disponible en el Sistema Nacional de Salud, aunque las colas para la cámara de gas son tan largas que los pacientes a menudo mueren mientras esperan».
El protagonista, un pirómano que ha cumplido su condena y que ha sido rehabilitado con éxito, se pone a trabajar en un centro sanitario público que práctica la eutanasia, donde conoce a una mujer con ciertas peculiaridades físicas, de la que se enamora (no en vano la novela se subtitula, «un romance en un futuro cercano»). Tras una serie de peripecias, y en una suerte de fundido en negro final, el protagonista, en la última página de la novela, se mete la mano en el bolsillo para sacar un mechero.
En una crítica de la época se puede leer:
«En un país en donde se le puede decir seriamente a alguien refiriéndose a su documentación, "ese montoncito de papeles es usted", dónde el amor es un incidente casual del sexo, y el arte un servicio público mecanizado, la eutanasia constituye naturalmente una función esencial y sumamente solicitada. Es por la importancia de esta oficina que se emplea allí al héroe, equívoco representante de una nueva generación de rehabilitados».
A pesar de la breve extensión de esta novelita, Waugh consigue, con su característica ironía, componer una miniatura bastante expresiva e impactante de lo que él pensaba que podría llegar a convertirse un mundo occidental, ya en su tiempo, irreligioso y amoral. Lo cierto es que en sitios como Canadá, el aparente disparate de este tipo de sociedad empieza a fraguarse, casi sin que nos demos cuenta. Editado por EMECE (cuadernos de la quimera) en el año 1954.
Un mundo sin hombres (World Without Men, 1958), de Charles Eric Maine
Portadas del libro. |
Debo decirte que encontré tu blog recientemente, y si bien no tengo hijos por el momento he encontrado muy interesantes tus artículos y recomendaciones. Agradesco que hayan ¿blogeros? como tú por hay hablando sobre estos temas tan importantes para preparar las próximas generaciones.
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