EDUCAR EN LA FEMINIDAD (V). LA DISPOSICIÓN DEL ALMA AL MATRIMONIO. DE NUEVO JANE AUSTEN.

«Cuando todo el mundo parecía joven». Obra de Howard Pyle (1853-1911).



«Sabía que Fanny era inteligente, que tenía rapidez de comprensión, así como sensatez y amor a la lectura, disposiciones que, convenientemente dirigidas, podían constituir una educación por sí sola».

Jane Austen. Mansfield Park


«Todo lo que deseaba era criarte virtuosamente; nunca quise que tocaras el clavicordio, o que dibujaras mejor que nadie; pero esperaba verte respetable y buena; verte capaz y dispuesta a dar un ejemplo de modestia y virtud a los jóvenes de por aquí».

Jane Austen. Catharine 


«Ninguna mujer ha conseguido alcanzar el perfecto sentido común de Jane Austen».

G. K. Chesterton. La época victoriana en la litertura




Como dice santo Tomás, «por naturaleza el hombre está inclinado a su fin último (participar de la naturaleza divina y de la vida eterna). Pero dado que este es un fin sobrenatural, no es posible alcanzarlo únicamente mediante poderes naturales. Así, Tomás dice que el hombre «no puede alcanzarlo por naturaleza, sino sólo por gracia». De hecho, ni siquiera podemos desarrollar plenamente esas virtudes naturales y ordenarlas a ese fin sobrenatural superior solos, si no que precisamos la ayuda de Dios, a través de su gracia, que purifica nuestra naturaleza. 

Al realizar actos naturalmente virtuosos por nuestra cuenta, podemos desarrollar hábitos naturales (virtudes) que aumentarán nuestra capacidad de cooperar con la gracia de Dios, a fin de ser elevados por Él a lo sobrenatural a través de esa gracia. Pero siempre sabiendo que solos nada podemos. Y aunque nuestra obligación sea cooperar con la gracia divina, incluso la disposición a cooperar depende de la gracia misma.

A estos efectos, el hombre habrá de hacer lo que buenamente pueda —puesto que es imperfectamente eficaz—, y orar por lo que no pueda. Y a fin de facilitar esto habremos de encaminar nuestros esfuerzos hacia una vida virtuosa, hacia el bien, la belleza y la verdad, pues, como hemos visto, la gracia no hace sino robustecer, purificar y elevar las virtudes humanas al orden sobrenatural. Porque, como señaló santo Tomás, la gracia no solo no destruye la naturaleza, sino que la presupone, la perfecciona y la restaura.

Partiendo de estos presupuestos, podríamos plantearnos la siguiente pregunta: ¿Cuáles han de ser las cualidades o virtudes naturales que, vistas a una vida matrimonial, una joven debería procurar? Jane Austen nos ayuda aquí, dándonos en sus novelas un amplio muestrario.

Como veremos, todas las protagonistas de sus obras están siempre dispuestas a hacer lo que es correcto y sensato, construyendo Austen sus novelas para que ello suceda, y así, a través de trama, encaminar a sus heroínas hacia la virtud. 

Aunque, ciertamente, Austen no juega a ser Dios. De esta manera, aunque los actos malvados o inmorales acontecen en sus historias, y ciertamente así son calificados, la escritora inglesa no se encarga de infligir castigo a los culpables. Sin embargo, ella utiliza toda esa malicia humana para hacer aparecer en sus tramas las dificultades que hacen crecer a sus héroes y heroínas en su camino de virtud.

Los casos más claros de esto son las mentiras de Mr. Wickham en Orgullo y Prejuicio y su seducción de Lydia Bennet, las seducciones de Mr. Willoughby en Sentido y Sensibilidad, y la infidelidad de Maria Rushworth con Henry Crawford en Mansfield Park.

Así, a través de las tramas, Anne Elliot (Persuasión, 1818), Fanny Price (Mansfield Park, 1814),  y Elinor Dashwood (Sentido y sensibilidad, 1811), nos son mostradas en gran medida sabias, y su sentido común ––tan alabado por Chesterton––, se perfecciona a lo largo de relato, mientras que Marianne Dashwood (Sentido y sensibilidad, 1811), Emma Woodhouse (Emma, 1815), y Elizabeth Bennet (Orgullo y prejuicio, 1813), aprenden a ser sabias y prudentes a lo largo de sus historias. Marianne no tiene tiempo suficiente para desarrollar su nueva sabiduría, pero el potencial está ahí: por último, la más retrasada parece Catherine Morland en La Abadía de Northanger (1817), aunque, como ella misma dice, se está «entrenando para ser una heroína».

Pero..., ¿además de esa prudencia y del sentido común comentados, qué otras virtudes, según Austen, ha de poseer la joven casadera? Rebusquemos entre alguna de sus novelas.


INTELIGENCIA E INTEGRIDAD. AMOR CIEGO VERUS AMOR CLARIVIDENTE

En Emma, Austen nos habla de inteligencia e integridad en el amor. Para ella, el afecto menos indulgente –y en cierto modo reflexivo– que siente Knightley por Emma es preferible, a largo plazo, a cualquier pasión amorosa, fogosa, pero ciega. 

Knightley, está interesado en la verdad; Emma, en principio, no parace estarlo. La vana preocupación por su propia reputación, por su comodidad, o por el aparente interés en los demás, enmascara y dificulta en ella el crecimiento del verdadero amor. Por ejemplo, ella ama a su padre con un amor que la ciega a la verdad sobre él; se engaña a sí misma. En contraste, la integridad del amor de Knightley, le posiciona ante una difícil lucha moral: ¿Cómo puede reconciliar su amor por Emma con la percepción de sus deficiencias? La novela nos muestra que, de tal tensión, nace la vida moral y el amor verdadero. Y Knigthley, al asumir la imprudencia de amar lo defectuoso, arrastra consigo, en ese camino de virtud, a Emma. El secreto, probablmente, es que él ve más allá de las imperfecciones y defectos de su amada, ve a través de todos ellos, y aquello que ve, hace nacer en él un verdadero amor. Un amor tan auténtico que, como bien que es, se difunde a su redor y alcanza a Emma. 


REFLEXIÓN Y RECONSIDERACIÓN. JUSTICIA FRENTE A ORGULLO

En Orgullo y prejuicio, Austen pone de relieve, a través de sus protagonistas, Elizabeth y Darcy, la importancia de un juicio prudencial sobre el carácter de las personas. Una prudencia en el juicio que se nos presenta como medio de superar los posibles prejuicios y equívocos nacidos de las primeras impresiones, y como antídoto al mal que el orgullo puede causar en toda relación. Es esta prudencia la que da paso a una reconsideración, y con ella a nueva visión y juicio bajo la luz del verdadero conocimiento, resultado de un trato más pausado, profundo y sincero. Ambos protagonistas, tras una accidentada trama, se hacen mutuamente justicia, rectificando sus primeros jucios, y permiten, de este modo, el nacimiento del amor en ellos. Frente a una secular –y extendida– lectura de la novela como la historia de la sujeción del recio espíritu de Elizabeth al mejor juicio de Darcy, creo que la novela nos muestra algo totalmente distinto. La autora expone con su maestría un proceso de educación mutuo entre los dos amantes, en el que la humildad cristiana, con la aceptación de la falibilidad y el error humano, y con la simultanea presencia del perdón, da paso a una redención. Esta redención se pone de manifiesto a través de un cambio, tanto de Elizabeth como de Darcy, mediante el cual ambos aprenden a someterse, juntos, a Dios, en el contexto del matrimonio cristiano. 


EQUILIBRIO ENTRE LA RAZÓN Y EL SENTIMIENTO 

En Sentido y sensibilidad, una aristotélica Austen nos avisa del peligro de dejarse llevar por los extremos, situando al matrimonio en su debido lugar. Por un lado, nos previene para que nos alejemos de un juicio de la razón corrompido por el propio interés, por el materialismo y por la utilidad mercantil, al que puede guiar una prudencia equívoca, y que suele conducir a relaciones maritales basadas únicamente en el dinero y la posición social. Y, por otro lado, nos advierte de que el matrimonio deberá estar apartado de una sensibilidad corrupta, fagocitada por una libertina actitud de sensualidad, y que suele desembocar en fugas, seducciones, abandonos e hijos fuera de la relación conyugal. Una corrupción de la sensibilidad que si bien no es puro sentimentalismo, linda con él y puede terminar llevándonos a él, sin perjuicio de la propia desviación moral que en sí misma encierra. Porque, como nos muestra Jane Austen, ambos extremos terminan destruyendo el ideal del matrimonio que forma la base de sus novelas.

Para ello, la autora británica hace uso del contraste entre las dos hermanas protagonistas, Elinor y Marianne. Los lectores podrán ver representado en ellas lo absurdo e insensato del imperio de los sentimientos, con una hermana mayor (Elinor, el sentido, el juicio, la sensatez) que se enfrenta al hecho de que la realidad no puede modelarse según sus deseos, y el contrapunto de una hermana menor (Marianne, el sentimiento, la sensibilidad o el sentimentalismo) que aún necesita aprender esta verdad moral básica.


FIRMEZA DE CARÁCTER. CONFIANZA EN LA PROVIDENCIA

En su última y más madura novela, Persuasión, Austen da una lección de extraordinaria importancia de cara al logro de un buen matrimonio, con un juego paciente y equilibrado entre el romance y la prudencia, y una reconsideración sobre la fe en la providencia.

Normalmente sus novelas titulan un conflicto, representado por dos conceptos abstractos. No así en esta novela, Persuasión. Esta vez el debate, la lucha, las contrariedades y ambigüedades están concentradas en una sola palabra. Y se encuentran todas ellas reunidas en torno a una única mujer. 

Anne Elliot es la más solitaria de las heroínas de Jane Austen, aunque, probablemente, la más perfecta. Persuadida por consejos de parientes y amigos, tiene que convencerse a sí misma de que el matrimonio con el capitán Wentworth no habría sido conveniente ni para ella ni para su familia. Pero no sucede así. Ambos heroes recorren un camino que mejora sus almas y las reune de nuevo.

Y así, el capitán Wentworth aprende lo que antes había aprendido Anne: a «distinguir entre la firmeza de los principios y la obstinación de la voluntad propia, entre los atrevimientos de la imprudencia y la resolución de una mente serena». 

Y lo que Anne aprende es a confiar más en la providencia, a tener «una confianza optimista en el porvenir, contra esa excesiva cautela que parece insultar el esfuerzo y desconfiar de la providencia».

La novela comienza con lo que podría llamarse (con cautela) una novela típica de Jane Austen, o mejor, con el final de una de sus novelas, y se cuenta con brevedad, en unas pocas líneas del capítulo 4:

«Él [Wentworth] era, por aquel tiempo, un joven apuesto e inteligente, animoso y brillante, y Anne una muchachita bella y modesta, gentil, delicada y sensible. Con la mitad de los atractivos que cada uno poseía habría bastado para que ni él tuviera que declarar su amor ni ella tuviese que buscar a otro a quien amar. Pero tal coincidencia de circunstancias favorables era imposible que fallara. Poco a poco fueron conociéndose, y no tardaron en enamorarse profundamente. Difícil sería decir cuál de los dos consideraba más perfecto y admirable al otro, o cuál había sido más feliz, si ella al escuchar sus declaraciones y proyectos, o él al ver que eran aceptados».

Pero, Anne a pesar de todos estos parabienes y estas circunstancias favorables, rechaza la proposición de matrimonio de Wentworth, al dejarse convencer por el realista consejo de Lady Russell. Sus razones, basadas en la prudencia, no son entendibles por el capitán en ese momento. Cree que Anne ha sido persuadida en su contra y que ha mostrado debilidad de carácter. De esta forma, con el corazón roto y despechado, el héroe se aparta y desaparece de la vida de Anne. Luego, pasan varios años… y acontece un providencial reencuentro, con Anne ya madura (para la época, pues cuenta con 27 años) y con el capitán en su mejor momento, alcanzado ya el éxito profesional y económico, y siendo centro de atención de muchas jóvenes casaderas. 

Sin embargo, tras una incial frialdad en el trato por parte de ambos, algo acontece, algo totalmente inesperado. Pero lo que sucede, aunque imprevisto, es, no obstante, lo conveniente. En esta novela Austen nos muestra un ejemplo de lo que ella concebía como un verdadero apego. Anne, primero, y luego Wentworth, se dan cuenta de que el lapso de casi ocho años no significa nada con respecto a los deseos más auténticos y profundos del corazón. 

Curiosamente, en esta novela, es al heroe masculino, no a la heroina, a quien vemos cambiar, lo que contrasta con otras obras de Austen. Sin embargo, no es del todo así. La novela comienza casi 8 años despues del primer encuentro de ambos heroes y del rechazo de Anne a la propuesta de matrimonio de Wentworth. Y aunque nada se nos dice sobre lo que en ese lapso de tiempo acontece, podemos intuir un largo proceso de prueba y maduración en Anne, apoyado en su gran fortaleza de ánimo, y en una esforzada constancia, nacida de la confianza y la fe en lo que, finalmente se revela como un verdadero amor. Una transformación que, a lo largo de la novela, vemos que acontece también en el capitán Wentworth, quien finalmente en una carta a Anne, escribe:

«Nuevamente me ofrezco a usted, y mi corazón es aún más suyo ahora que cuando me lo destrozó hace ocho años. No diga que el hombre olvida más pronto que la mujer ni que en él el amor tiene vida más corta. A nadie he amado más que a usted. Podré haber sido injusto, he sido débil, y lo reconozco, pero inconstante, jamás. (...) ¡Dulce y admirable mujer! Nos hace usted justicia al reconocer que también cabe en el hombre el afecto sincero y persistente».

Y así, el cuento acaba felizmente. La frialdad y el resentimiento del capitán Wentworth da paso al viejo amor, la belleza de Anne regresa, y ambos terminan contrayendo matrimonio. 


PUREZA Y VIRGINIDAD

Todas las heroínas de Austen son virginales. Con esto no quiero decir que ellas sean reflejos, aunque pálidos y difusos, de la virginidad de Nuestra Señora, la cual es una virginidad perfecta y perpetua. No. Sus heroínas no tienden a esa pureza perpetua, como no tiende ninguna mujer que contemple el matrimonio. Me refiero aquí a esa otra virginidad como modo de preparación y acomodo del estado matrimonial. Una virginidad de intención, al menos en su origen, temporal. Y lo cierto es que las heroínas de Jane Austen la guardan y protegen con vistas a ese destino matrimonial.

Esta falta de enredos sexuales, de actos sexuales inmorales y fuera del matrimonio, por parte de las protagonistas de sus novelas, le valió a Austen una tremenda critica ya desde un principio. Así, se sentenció que su ficción, sin sexo, sin siquiera los símbolos del sexo, carecía de pasión. Durante más de doscientos años los críticos, e influenciados por ellos, muchos lectores, han afirmando, con Charlotte Bronte, que «las pasiones son perfectamente desconocidas para ella».  

Mi propósito aquí no es defender la presencia de la pasión en las novelas de la autora británica, aunque ciertamente diría que está ahí y bastante claramente; y que esa virginidad y pureza original en sus protagonistas no hace sino sublimarla. ¿Qué es sino el tipo de relación que se da entre Elizabeth Bennet y Fitzwilliam Darcy, o Elinor Dashwood y Edward Ferrars, dónde la pasión hace sentir su presencia en cada una de las escenas por ellos protagonizadas, y donde se reúne una compleja gama de emociones, incluyendo las que llamamos sexuales? 

Así, esa pureza, guardada como tesoro, no es sino un potenciador y un seguro y garantía de que el matrimonio será aquello que debe ser. Y ello lo muestran con gran claridad todas las heroínas de Austen en su camino de virtud.

Hemos echado una vistazo, forzosamente superficial, al tesoro de enseñanazas que encierran todas las obras de Jane Austen. Como hemos comprobado, todas sus protagonistas hacen gala de un corazón prudente y equilibrado, lleno de virtud o tendente a la virtud. Por ello, tengan por seguro, la lectura de estas novelas redundará en una buena enseñanza para sus hijos. Ya lo creo que sí. 


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