LA DIGNIDAD DEL HOMBRE Y LA LITERATURA

«Anochecer». Obra de Caspar David Friedrich (1774-1840).





«La dignidad del hombre descansa sobre su destino. Él no es sólo del polvo y para el polvo, sino de Dios y para Dios».

Peter Kreeft


«La dignidad del individuo es impronta cristiana sobre arcilla griega».

Nicolás Gómez Dávila 





En nuestros días de inclusión, diversidad y tolerancia se habla y no deja de hablarse de dignidad, de la dignidad que acompaña al hombre por el hecho de ser hombre. Se nos dice que creamos que todos los seres humanos son iguales en dignidad, pero no se nos da absolutamente ninguna explicación de por qué esto es así. Y sobre un mar de ambigüedad, tras la proclamación a viva voz de esta palabra, a continuación, se pasa a hacer uso de ella, previa desactivación y vaciado de su significado, como coartada para actos intrínsecamente inhumanos: eutanasia, aborto, eugenesia, discriminación, muerte civil y racismo inverso. 

Y así, hoy en día, el concepto de dignidad no es algo que nos haga comportarnos con reverencia ante cualquier vida humana, sino más bien un estándar que se considera debe alcanzar esa vida para ser respetada y considerada. Según el mundo moderno, si ese estándar no se cumple, la vida humana no merece respeto y puede ser suprimida con total impunidad. Acertadamente, Vegas Latapie señala que, con ese falso concepto de la dignidad humana, «se pretende justificar todas las concupiscencias, todos los extravíos e incluso los crímenes de los hombres». 

Y la forma y manera de conducirnos hasta ahí, y de que aceptemos de buenas maneras tal estado de cosas, es seducirnos a través de otras tantas hermosas –y vacías– palabras, como libertad, autonomía, igualdad, fraternidad o humanidad. Y de entre todas ellas, quizá una de las mayores causantes de todo ese desorden, es la idea de autonomía. Se repite hasta la saciedad que somos seres autónomos, que somos cuasi dioses, y que, esa supuesta dignidad humana nuestra, está fundamentada en tal autodeterminación. Así, dado que no existiría ninguna ley externa a nosotros, debemos convertirnos en autolegisladores, sujetos únicamente a una ley que, de algún modo, es obra nuestra, siendo, cada uno de nosotros, un fin en sí mismo. 

De esta manera, sin que nos hallamos dado cuenta, ahora todos nos hemos vuelto un poco kantianos (porque eso, precisamente, es lo que dijo Kant). El problema con ello es el mismo que enfrentó Kant: que, en último término, esta ley autónoma dependerá, en su caso, de cada uno de nosotros, y, por tanto, será relativa, careciendo de valor, salvo que exista un ser superior que la refrende y del que traiga causa. Pero, hoy, tal y como denunció otro filósofo alemán poco después, hemos matado a ese dios. Y no poca culpa de ello se encuentra en esa autorreferencia humanista que ha hecho trizas la afirmación de Aquino de que «Dios es la medida de todos los seres», y la ha vuelto de cara a la cita de Protágoras de que «el hombre, la medida de todas las cosas». Como consecuencia de ello, no hay nada detrás del respeto a esa supuesta e indestructible dignidad humana, invulnerable a todo mal, a toda atrocidad y horror, y de la omnímoda e irrestricta libertad. Porque, desengañenomos, en ningún sentido somos la fuente que determina nuestros fines, incluido el fin de la razón misma; solo Dios es eso. Y esos polvos kantianos, mezclados con otros aún más turbios (okkantianos y descartianos), son los que han traído estos lodos de la ideología de género y toda la demás locura en la que estamos inmersos.

El último fundamento de todo este imponente edificio –y el disolvente que lo corroe y que socava sus pilares–, es la combinación incongruente de la idea mecanicista de un universo que, como decía Thomas Hobbes, «no es más que cuerpos en movimiento interactuando entre sí», con la totalmente contraria de exagerar notablemente la dignidad humana, haciendo del hombre el amo del universo con voluntad creativa y valor infinito. Así piensan, no solo Hobbes, si no mucho más cerca de nosotros, Skinner, Singer o Dennett. En otro de sus aforismos, Gómez Dávila escribe acertadamente: 

«Las filosofías deterministas pretenden salvar la dignidad del hombre con comentarios que diluyen y esfuman las tesis que proclaman».

Por ello no creo que venga mal que nuestros hijos sean instruidos en qué significa realmente eso de la dignidad humana. 

Si acudimos a santo Tomás –siempre un buen lugar al que acudir–, veremos que lo de la dignidad es, de entrada, un misterio, algo que excede al hombre, constituyendo una gracia que, como toda gracia, le es regalada, y que, por lo tanto, no procede de sí mismo ni de su esfuerzo, y menos de la convención entre los hombres.

Esta es, además, el meollo de la concepción de dignidad humana de la teología cristiana, ya que esa condición especial y propia del hombre a que la dignidad se refiere, descansa en su misteriosa elección como la única criatura en el universo hecha a imagen del Creador.

Una idea que se fundamenta, en primer lugar, en que somos seres creados, y, por tanto, respondemos a los designios de un Creador que nos mantiene en la existencia. Y, en segundo lugar, en que nos distinguimos de las demás cosas creadas por el fin al que nos dirigimos, que es conocer y amar a ese, nuestro Creador, siendo la grandeza de este fin lo que nos da un valor por encima de cualquier otra criatura. Y el nombre antiguo de ese valor humano inherente e invaluable, es dignidad. En la medida en que en uso de nuestro libre albedrío nos alejamos de este fin, la menoscabamos –aun sin perderla del todo–, aunque podemos tratar de restaurarla redimiéndonos y volviendo al verdadero camino. 

Leopoldo Eulogio Palacios, siguiendo a Tomás, dice bien:

«Sólo en Dios se identifican la perfección en la línea del ser y la perfección en la línea de la acción. Dios lo es ya todo y no le falta nada, no tiene que moverse en pos de otro fin más alto, no tiene que buscar un perfectivo fuera de sí que le vuelva perfecto, como pasa con la persona humana. Sólo la voluntad divina es regla de su acto, o lo que es igual, sólo la voluntad de Dios es autónoma, porque no se ordena a un fin superior. Por eso tampoco puede ser destituida de su bondad por una acción desordenada: es un ser impecable». 

Pero el hombre, que es digno per se en el orden del ser, por ser creado a imago Dei, no lo es, sin embargo, en el orden del bien, en su aspecto moral; debe perseguir un fin que está fuera de sí mismo, y en ese peregrinaje puede extraviarse, y, como vuelve a decir bien Palacios:

«Por muy noble que sea la forma, y sin menoscabo de su dignidad original, el hombre puede errar en la operación de alcanzar el otro fin, fuera de él, hacia el que debe encaminarse, y entonces la dignidad inicial de la persona se empaña con la indignidad final de la acción».  

La idea cristiana, además, concretiza ese destino o fin primordial. En el Génesis se dice que Dios hizo al hombre «a Su imagen». Y ese de Quien somos imagen se revela en la persona de Jesucristo (Romanos 8,29; Corintios 15,49). La dignidad del hombre, por tanto, está basada en el hecho de que es creado para ser imagen de Cristo. Ese es su fin.

Junto a este fin principal, hay otros secundarios asociados a él, y con cuyo logro nos coadyuvamos en la posible consecución del primero, sobre todo el bien común de la sociedad en la que vivimos y que conformamos. Por ello, en la medida en que nos desviamos de estos otros fines también menoscabamos esa dignidad original. 

No es, por tanto, la dignidad algo que nace de nosotros mismos, y tampoco algo que nos sirve de incólume coraza, hagamos lo que hagamos. Cierto es que está en todos nosotros en potencia, pero nunca se realiza por igual.

Al tratarse de un don, es algo ajeno a nosotros. Y, en consecuencia, no nos pertenece, o en todo caso, no está a nuestro alcance crearlo, suprimirlo o intercambiarlo. Podemos afectarlo negativamente por medio del ejercicio del libre albedrío, pero no eliminarlo o generarlo. Como escribió una vez la filósofa católica G. E. M. Anscombe:

«¿Qué quiero decir, entonces, con que el valor y la dignidad de un ser humano son inexpugnables? Quiero decir que no se puede arrebatar.

La igualdad de los seres humanos en el valor y la dignidad de ser humano es algo que no se puede quitar, por mucho que se viole. Las violaciones siguen siendo violaciones».

Y de esta manera, si bien es lo que somos lo que da medida de nuestra dignidad, se trata de una propiedad dinámica que se proyecta hacia aquello en lo que deberíamos convertirnos. Por ello, la dignidad se va realizando en nosotros conforme vivimos, y, o bien estamos a su altura de miras, o bien no lo estamos. Hay algo propio y personal en todo ello, en el orden del ser, pero ese algo no nos hace dioses, sino, más bien, criaturas de un Creador, que como indefensos niños han de implorar la ayuda inestimable e imprescindible del padre.

En todo caso, es un regalo que hay que cuidar y al que hay que hacer honor.

Y visto todo esto, ¿podemos encontrar en la literatura historias que trasmitan esa idea?

Aquí van algunos ejemplos. Concretamente, cuatro obras –aunque podrían ser muchas más–, donde los protagonistas preservan su dignidad pese a las dificultades y pesares, manteniéndose fieles a su trascendente destino.


Jane Eyre (1847)

En esta novela, Charlotte Brönte nos presenta a una heroína –Jane– que transita por la historia haciendo frente a numerosas dificultades, a pesar de lo cual mantiene en alto el estandarte de su dignidad como persona. 

En una de sus decisiones más difíciles, ella decide no vivir en concubinato con su amado, Rochester, a pesar de la pasión amorosa que la devora («no podía, en aquellos días, ver a Dios por su criatura: de quien había hecho un ídolo»). Y lo hace, porque sabe que, de ceder a su primer impulso, no solo perderá el respeto de su enamorado, sino, también, el suyo propio. Y, además, porque en última instancia, está convencida de que, si es vencida por su pasión, menoscabará su dignidad, extraviándose de su camino de salvación. 

Incluso, tras mejorar en su estado de salud y en su posición económica y social, Jane todavía se niega a someter su conciencia a las conveniencias sociales o a sus propios intereses particulares, cuando decide rechazar un desposorio con el pastor St. John, por ir tal enlace en contra de sus inclinaciones y afectos.

A lo largo de toda la novela, Jane, no hace otra cosa que hacer honor a su dignidad. Y así, rechazará todo aquello que es contrario a su conciencia, a su corazón, y a sus convicciones y creencias más profundas; a lo que ella siente que es su fin y su destino. 

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605/15)

En el opus magnum de Miguel de Cervantes, encontramos otro ejemplo, un ejemplo magnánimo en la persona de don Quijote, «el caballero de la triste figura», quien, en consonancia con su sobrenombre, sufre a lo largo de la historia innumerables penurias, contratiempos y sinsabores: pobreza, desprecio, burla y crueldad. Y, a pesar de ello, el héroe cervantino mantiene ante nuestros ojos su dignidad. ¿Quizá, porque siempre sale adelante, con humor, con amor y con una pizca de dicha quijotesca? Lo cierto es que hay algo en él, característico, personal, que le hace sobreponerse a toda dificultad o contratiempo, a todos esos sinsabores y frustraciones. Me estoy refiriendo a sus creencias, a sus ideales, a su espíritu de leal y sacrificado caballero cristiano, que le permite mantener y conservar su dignidad. El filósofo Agustín Basave Fernández del Valle, escribe al respecto lo siguiente:

«Implacablemente golpeado por el destino, Don Quijote es digno hasta en la locura. Monterde piensa que la lección que el héroe de Cervantes parece darnos es esta: «las virtudes que producen, reunidas, la dignidad, en Don Quijote –valor, lealtad, amor a la justicia–, eran ya inútiles, carecían de aplicación, en aquellos principios del siglo XVII, y quien las poseía, solamente podía malgastarlas derrochándolas en episodios absurdos, como un loco». ¡No! Nunca son inútiles virtudes como el valor, la lealtad y el amor a la justicia. Inútil era, tan sólo, la institución de la caballería andante que Don Quijote trató en vano de resucitar. No es anacrónica la dignidad de Don Quijote. Anacrónicos eran sus arreos de caballero y su modo de vida medieval en la España renacentista». 

Incluso, un tipo tan reservado y severo en sus juicios como Thomas Mann, captó esa sensibilidad quijotesca:

«Don Quijote es un loco por su amor a la caballería; pero la monomanía anacronista es también fuente de una nobleza tan real, de tal pureza y gracia aristocrática, de un decoro tan respetable en todas sus maneras, las espirituales y las corporales, que la risa por su ‘triste’ y grotesca figura está mezclada siempre de admirativo respeto, y no lo encuentra nadie que no se sienta atraído hacia el hidalgo lamentablemente magnífico, extravagante en ocasiones, pero siempre sin tacha. Es el espíritu mismo, en forma de un spleen, quien le lleva y ennoblece, y hace que su dignidad moral salga intacta de cada humillación».

Y así, él, nuestro «caballero de la triste figura», será digno para siempre, tanto en nuestra memoria como entre las polvorientas páginas que escribió Cervantes.

Si viajamos hacia el noroeste, donde el gélido viento barre las estepas, la literatura rusa nos aguarda; una literatura que desde finales del XIX también ha tratado el tema, y ciertamente, con su intensidad característica. 

Un reciente autor ruso ha explorado esta línea de sombra en una de sus novelas, Un día en la vida de Iván Denísovich. Se trata de Alexandr Solzhenitsyn, quien escribió este relato en un momento de inspiración en mayo de 1959, relatando un día en la vida de un prisionero en el campo de reclusión de Ekibastuz, «de un modo resumido, concentrado, con resultados potencialmente explosivos». Su objetivo, según él mismo nos cuenta, era dar un testimonio:

«Lo más importante e interesante que podía hacerse era describir el destino de Rusia. Y de todos los dramas por los que había pasado Rusia, el más profundo era la tragedia de los Iván Denisovich. Quería dejar las cosas claras en lo referente a los falsos rumores que circulaban sobre los campos de trabajo». 

El resultado es un relato que contiene, con microscópica intensidad, los temas recurrentes en la obra del autor ruso. Por un lado, la proclama de que la dignidad humana no se puede arrebatar, por muy inhumanos y degradantes que sean los maltratos sufridos; como dice Anscombe, puede violarse, pero no arrebatarse. Y, por otro, el libro se ocupa de probar tal aserto. De esta forma, página tras página, vemos como la dignidad humana sigue ahí, con el hombre violentado, maltratado, degradado o despreciado, y que la misma puede mantenerse incólume incluso en ese ambiente atroz. El escritor ruso nos presenta el modo de vivir en los campos de trabajo; una cotidianeidad brutal en medio de la cual esas vidas degradadas se mantienen a flote salvaguardando su dignidad. Esto nos es mostrado, de manera especial, por el contraste entre el progresivo ennoblecimiento del protagonista en oposición a la decadencia del lugar, todo ello salpicado con destellos de la divina providencia, como muestra de la respuesta cristiana a la tentación de la desesperanza.

Por último, les acercaré a otro ruso y a otra experiencia terrible en los campos de trabajo. Les hablaré del genial y polifacético Pável Florenski, poeta, matemático, físico, filósofo y teólogo, y de sus maravillosas y conmovedoras Cartas de la prisión y de los campos, escritas entre 1933 y 1937 en un campo de trabajo en Siberia oriental, al que fue deportado y en el que finalmente murió ejecutado. Las cartas, dirigidas a sus hijos, constituyen una lección de vida y un curso de arte, literatura, poética y estética, donde Florenski, a pesar de las penurias que sufre, da testimonio de una esplendorosa dignidad. 

Para el filósofo ruso la vida es la que hace posible el arte. Y el arte viene a ser «la flor» de esa vida (esa «planta», en feliz metáfora del autor). Este punto de partida es el que le sirve apoyo para enseñar a sus hijos, y de paso a los nuestros, la necesidad que todos tenemos de que esta vida que se nos regala de fruto (esa «flor», que sería el arte como subcreación del hombre). Y la belleza, puesta de manifiesto a través de ese arte, es una de las vías para alcanzar ese destino grandioso que nos espera, la via pulchritudinis, el camino de la belleza, que nos hace florecer de acuerdo al reflejo de la imagen a la que apuntamos y que finalmente debemos alcanzar. Florenski lo hace, y lo hace en «soledad» y con el «contacto personal con la realidad».     

Todas estas cartas traslucen la idea ya expresada por Dostoievski de que «la belleza salvará al mundo». Y así, la belleza fue la que sostuvo a Florenski y le permitió conservar incólume su dignidad. Pero se trató de una belleza en «contacto personal con la realidad», con su realidad, con esas penosas y sufrientes circunstancias (que vivieron él y su familia) de un campo de trabajo. Como se refleja en las hermosas cartas, la esperanza y la confianza en la Providencia asoman a cada instante. En esas misivas, no solo hay sentimiento y pasión, sino también un ejercicio virtuoso en pos de un ideal (Cristo mismo), en el que un esfuerzo del entendimiento y la voluntad, asistidos por la gracia, permitieron a nuestro escritor sostener en alto su dignidad. ¿Cómo?, tal y como escribe acertadamente Helena Ospina Garcés:

«Primero [actuó] en su corazón, para no consentir sentimientos de ira frente a la injusticia sufrida, y luego en la entrega constante a su familia a través de este epistolario escrito en temperaturas heladas que le dificultaban la escritura, epistolario que además sabia estaba sujeto a entregas “censuradas” y “racionadas”. Esta belleza fue la que sostuvo a Pável en su destierro e hizo posible el efluvio de esta sabiduría a sus hijos y a la humanidad entera».

Queda por escribir la novela que relate lo que estamos presenciando y viviendo hoy. Que de testimonio de este nuevo asalto a la naturaleza del hombre, al hombre mismo, y, por lo tanto, a su dignidad. Ya no se trata de una exploración individual de lo que acabaría por llegar y finalmente llegó (Un día en la vida de Iván Denísovich, y, Cartas de la prisión y de los campos), sino de una maniobra, nunca hasta ahora conocida, que aunando los esfuerzos de lo público y lo privado, de lo estatal y lo corporativo, intenta ferozmente laminar y borrar de la faz de la tierra el concepto de hombre que hasta ahora teníamos. Una criatura, el hombre, a la que, a pesar de sus fallas, de su imperfección y de su insuficiencia, hemos venido atribuyendo ese valor incalculable que llamamos dignidad. ¿Quién escribirá esa obra? ¿Le dejarán hacerlo?


Comentarios

  1. Magnífico, impresionante, D. Miguel. Enhorabuena y muchísimas gracias
    Julio

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