«La estrella de Belén». Obra de Margaret Tarrant (1888-1959). |
«Y así, las primeras buenas nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los ángeles la noche que fue nuestro día, cuando cantaron en los aires: «Gloria sea en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».
Miguel de Cervantes. El Quijote
Hay un género único en la literatura occidental, exclusivo de la cultura cristiana, que se hace eco del extraordinario acontecimiento que estamos a punto de celebrar. Jesús es el único hombre en la historia cuyo nacimiento ha sido ampliamente celebrado a lo largo de los siglos por los más grandes poetas.
El conjunto de la poesía navideña es de una riqueza enorme, tanto en extensión como en calidad. Las primeras tonadas de las que se tiene constancia –el comienzo de la gran e inacabada corriente de cantos en honor al nacimiento de Cristo– se remontan a finales del siglo primero. Luego, tras un silencio de unos doscientos años, comienzan a oírse voces en Oriente y Occidente, cantando en siríaco, griego y latín el acontecimiento de Belén. De san Efrén o Efraín de Siria, que vivió en el siglo IV como asceta en una cueva cerca de Edesa, se conservan magníficos poemas navideños. Más tarde, los villancicos e himnos se volvieron en la Edad Media en casi innumerables, y desde entonces ningún siglo ha carecido de su abundante corona de canciones navideñas.
Lo que san Efrén escribe es a menudo solo doctrina versificada, con la que él esperaba, por medio de esta forma alada que es siempre la poesía, poner en fuga a los enjambres de herejes. Y así nos canta:
«¡Bendito sea el Niño, que ha hecho joven al hombre de hoy!».
Una vez más, con una ternura que apenas esperamos en el austero ermitaño, clama:
«¿A quién te pareces, niño feliz, hermoso pequeño, cuya madre es una virgen, cuyo Padre está oculto, a quien ni siquiera los serafines son capaces de mirar?».
Él inicia la tendencia, constante y mantenida en el tiempo, de colocar como temas centrales navideños, tanto el contraste entre la madre y su hijo, como la desemejanza entre la pequeñez del recién nacido y la inmensidad del Dios hecho hombre. Así hace decir a María:
«¿Cómo te abriré la fuente de leche, oh Fuente?
¿Cómo te daré de comer a Ti, que alimentas a todos con tu mesa?
¿Cómo llevaré a los pañales al que está envuelto en rayos de gloria?»
Desde entonces, lo curioso y extraordinario de los versos y villancicos navideños es cómo la profundidad de su tema se alía, sin padecimientos ni mermas, con la rima y el ritmo populares; cómo la lírica y la épica, propia de todo poema, se elevan hacia el Cielo sin que apenas se note, para cantar, como se ha venido cantando desde el primer verso de san Efrén y se seguirá cantando por los siglos de los siglos, la expresión poética de un principio teológico, de una sutileza metafísica inefable.
Sea a través de adustos ermitaños como san Efrén, de recoletas monjas como santa Teresa o santa Hildegarda, de silenciosos monjes como san Juan de la Cruz, de sesudos estudiosos como santo Tomás, de inquietos humanistas como Juan de Encina, de enormes literatos como Lope de Vega, o de la fecunda y apasionada fe popular, lo cierto es que la lírica navideña no ha dejado de florecer para nuestro deleite y para gloria de Dios.
A continuación, les dejo unas modestas, y muy particulares, antologías de mi cosecha.
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