LA COLINA DE WATERSHIP

Cartel turístico de las colinas de Hampshire.





«No se dan cuenta de que el bien de todos depende de la cooperación de todos». 

Richard Adams. La colina de Watership





Como escribió una vez Margaret Blount, «los numerosos creadores que empiezan vistiendo animales y dándoles voces humanas acaban diciendo más de lo que pretendían». Esto es fundamentalmente verdad. Así, tenemos, no solo la obra comentada en la última entrada, La rebelión en la granja, de George Orwell, sino también, Belleza negra, de Anne Sewell; Precisamente así y El libro de la Selva, de Rudyard Kipling; Winnie de Pooh, de A. A. Milne; El viento en los sauces, de Kenneth Grahame; La telaraña de Carlota, de E. B. White; o La llamada de la selva, de Jack London. 

Quizá otro buen ejemplo de ello sea el éxito de ventas de Richard Adams, La colina de Watership (1972). En este libro, Adams desarrolla algo parecido a un mundo secundario animal (en este caso, una sociedad de conejos) que refleja, críticamente, aspectos de nuestro mundo. Y lo hace con encanto y maestría para denunciar algunos de sus males. El libro cosechó un enorme éxito editorial y ganó la medalla Carnegie, el premio Guardian y otros galardones literarios. Además, recientemente ha sido objeto de adaptaciones cinematográficas y televisivas.

Como muchas otras obras infantiles, el origen de la novela se encuentra en los cuentos que Adams les contaba a sus hijas, Juliet y Rosamond, durante largos viajes en coche. Las niñas insistieron en que su padre trasladara las historias a un libro que Adams terminó publicando a los pocos meses.

El autor recrea en esta obra una pequeña Eneida conejil; la novela podría verse como una epopeya virgiliana trasladada a la campiña británica, y sobre un escenario real: los campos de Hampshire, al sur de Inglaterra, concretamente la colina que da título al libro, Watership, cerca del pueblo de Kingsclere, un lugar cercano a la zona donde creció el propio Adams. 

Cierto es que Adams declaró que el libro era «solo una historia inventada (...). En ningún sentido una alegoría o parábola o cualquier tipo de mito político. Simplemente, escribí una historia que le conté a mis hijas». Aun así,  La colina de Watership nos ofrece el retrato de una fundación política, del establecimiento de una nueva patria por parte de un grupo de aventureros de conejos que escapan de su madriguera natal ante su próxima destrucción. Pero esa fundación no surge de la nada, sino que, en su camino hacia la creación de un nuevo orden propio y mejor, la banda de conejos protagonistas se tropieza con otras dos madrigueras muy diferentes que, como veremos, representan dos modelos alternativos de orden político (o más bien, desorden).

El primero, Efrafa, bajo el mando de un dictador, el general Vulneralia, es el representante de un totalitarismo de corte autoritario. Se trata de una madriguera donde la seguridad y el control prima sobre cualquier otra cosa, y donde rige un estado policial que semeja una cárcel; un reflejo evidente de los regímenes comunistas, nacional socialistas y fascistas que poblaron el siglo XX de cadáveres y miseria. Una sociedad militarizada con la que termina entrando en conflicto el grupo de conejos protagonistas, pero a la que logran derrotar tras una guerra justa.

El segundo es una madriguera a la que les conduce otro conejo con el que se tropiezan en el camino, llamado Prímula, y se trata de un espejo en el que podemos ver reflejadas nuestras sociedades liberales postmodernas: hedonismo, pereza, desidia; destierro de las virtudes conejiles, y proliferación de los vicios disfrazados de virtud, confort, tranquilidad y placer. Un mundo con un inicial atractivo que se torna en pesadilla cuando los protagonistas descubren la verdad que oculta esa delgada película protectora de placer: una siniestra cultura de la muerte y la explotación. Tanto la ausencia de depredadores como la presencia de comida en abundancia son proporcionadas por un granjero, quien protege a los conejos de los peligros consustanciales a su naturaleza, con la única y oculta intención de atrapar y matar a un porcentaje considerable de ellos para uso de sus pieles y carne. Esta dura realidad es tomada por los conejos que la viven como si de un mundo feliz se tratase, aunque para ello se vean obligados a fabricar un sofisticado sistema de negación, que termina consagrando esa cultura de placer y de muerte. Por supuesto, los protagonistas huyen en cuanto son conscientes de tamaña realidad. 

Finalmente, el grupo de conejos protagonista funda su propia ciudad, en la colina de Watership. Una madriguera en la que son aprovechadas las virtudes de cada uno de los conejos del grupo en pro del bien común de todos ellos. De esta manera, junto con el profeta y visionario Quinto, está Avellano, el líder y estadista, como encarnación de Eneas; el bravo y valiente Pelucón; el pensador e inventor Zarzamora; o el poeta y narrador Diente de León. Esto hace que el régimen fundado sea bueno gracias a la integración de las diferentes virtudes y la cooperación desinteresada de sus diferentes miembros.

La colina de Watership y La rebelión en la granja pueden, ciertamente, tener muchas lecturas, pero una de las principales es verlas como fábulas cautelares que advertirán a sus hijos sobre el peligro que encierran las ideologías políticas, y la irresponsabilidad de desligar la que debería ser la noble accion política de la búsqueda del bien común.

Casi todo el mundo tiene claro que el totalitarismo (sea comunista, socialista o fascista) es nefasto. Los ejemplos históricos de su “eficacia” destructiva y empobrecedora son abrumadores. Aun así, todavía gozan de cierto atractivo,  un cierto halo romántico, que atrapa a los más jóvenes, aunque la fuerza de los ejemplos que nos muestran su choque auto-aniquilador con la realidad, son de tal envergadura, que pasaré a no hacer más que una condena genérica del mismo.  

Otra cosa es el suave y seductor liberalismo. Todavía goza de una considerable buena prensa, y ello a pesar de sus frutos envenenados, representados en un individualismo intenso y un materialismo mezquino en lo concreto, y una tendencia deslizante a un autoritarismo brutal en lo colectivo, que ya se van mostrando a las claras hoy, con el ostracismo social, la persecución mediática y la censura a la disidencia. Por ello, quizá haya que prestarle una mayor atención.

Muchas de las cosas que se atribuyen al liberalismo –y que este, muestra presuntuosamente como galones–, le preceden y deben su existencia a la cultura y filosofía perenne y, sobre todo, pese al disgusto de muchos, al cristianismo: La dignidad humana inviolable, los límites al poder central y absolutista, y la igualdad ante la ley forman, al igual que muchas instituciones que se asientan sobre estos principios, una herencia preliberal. Es la propuesta absolutista en una libertad preeminente como valor central, y la sagrada autonomía del individuo como motor humano, lo que, en realidad, socava –y vemos día a día como lo está haciendo– ese valioso legado. El liberalismo es intrínsecamente destructivo y esencialmente nihilista, y, mal que pese a algunos, contiene en su interior la semilla de su propia aniquilación. Esa es la cruda realidad.

¿Cómo podría defenderse con coherencia la inviolable dignidad del hombre si lo que esta es o significa varía según lo que el hombre piense en cada momento?  ¿Cómo hacerlo si su significado depende de una “voluntad general” que en poco difiere –como vemos– de la voluntad absolutista de unos pocos (o de unos muchos, como en la tiranía de las mayorías esbozada por Tocqueville)? ¿Cómo si quiera intentarlo, si cualquier cosa que se piense es aceptable, por equivocada, perturbadora o destructiva que sea? El aborto, la eutanasia y las mutilaciones trans, hoy, las atrocidades del nazismo y el comunismo, ayer, lo constatan. Ni la dignidad del hombre, ni la libertad, ni la igualdad ante la ley pueden depender de la opinión cambiante e interesada de algunos, por muchos que sean, ni de las de unos pocos, por muy poderosos que se muestren o por muy sabios que se consideren. C. S. Lewis lo trata muy bien en su Abolición del hombre.

Y a esto conduce, inevitablemente, el liberalismo y el totalitarismo socialista o fascista, que hoy parecen fusionarse. Aldous Huxley en su Mundo feliz, y Orwell en su 1984, lo retratan crudamente, y el propio Orwell y Richard Adams, en su Rebelión en la granja, y La Colina de Watership, respectivamente, lo confirman con más sutileza y suavidad, como hemos visto.

Porque, ambas ideologías (socialismo y liberalismo) –que confluyen en lo que se da por denominar progresismo–, persiguen todo lo contrario a lo que debería ser el bien común; esto es, y aunque parezca una perogrullada, el mal común. Con la imposición totalitaria de una ideología contraria y destructora de la naturaleza humana –que es lo que, limpios de toda retórica, son ambas ideologías– lo que se está buscando es imponer ese mal común. Y es que, si el bien común es el bien que le es propio al hombre en cuanto hombre, por ser el bien intrínseco a la naturaleza del ser humano y a su destino y fin (un bien, por eso mismo, común a todos los hombres), aquello que persiga la ruptura, manipulación o destrucción de esa naturaleza humana, no puede ser otra cosa que el mal común. Y a eso es a lo que tienden todas estas ideologías.

En este breve examen de las obras de Orwell y Adams, hemos visto como la acción política humana no puede desligarse de ese bien común, aunque sea en su reflejo secular e inmanente. Pero, así todo, esta acción política debe ir más lejos aún. Debe apuntar más allá de ese plano natural; debe trascender a él. Así la sociedad política debe instaurar todas las condiciones necesarias para el que el hombre viva virtuosamente para su propio bien y el de sus semejantes y de forma que, eventualmente, le permita llegar a su destino eterno, que es el objetivo para el cual hemos sido creados. Aunque este asunto, sin duda, excede del tema tratado. 

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