EL DIOS DE LA CUEVA

«La Natividad». Obra de Mijaíl Vasílievich Nésterov (1862-1942).




«El Dueño de todo vino en forma de siervo, revestido de pobreza, para no ahuyentar la presa. Habiendo elegido para nacer la inseguridad de un campo indefenso, nace de una pobrecilla virgen, inmerso en la pobreza, para, en silencio, dar caza al hombre y así salvarlo».

Sermón en la Natividad del Salvador.

San Teodoto de Ancira




EL DIOS DE LA CUEVA

G. K. Chesterton


El presente esbozo de la historia humana comenzó en una cueva, esa cueva que la ciencia popular asocia al hombre de las cavernas y en la que el descubrimiento práctico encontró arcaicas pinturas de animales. La segunda mitad de la historia humana, que fue como una nueva creación del mundo, comienza también en una cueva. Y como una sombra de tal suposición los animales vuelven a estar presentes. Esta cueva era utilizada como establo por los montañeros de las altiplanicies de Belén que todavía conducen sus ganados por tales agujeros y cavernas en la oscuridad de la noche. Aquí fue, bajo la roca, donde una pareja sin hogar buscó cobijo junto al ganado, cuando les fueron cerradas las puertas del abarrotado caravansar, y aquí, bajo las mismas sendas de los transeúntes, en una oscura morada del suelo del mundo, nació Jesucristo. Esta segunda creación se hallaba simbólicamente enraizada en la primitiva roca o en el esbozo de aquellos cuernos de la manada prehistórica. Dios era también un Hombre de las Cavernas y, como aquél, había esbozado también la forma de unas criaturas extrañas, curiosamente coloreadas sobre la roca del mundo. Pero en este caso, las pinturas habían cobrado vida. 

Un fondo de leyenda y literatura, que continuamente crece y que nunca terminará, ha repetido y ha hecho resonar los cambios en esa singular paradoja: que las manos que habían hecho el sol y las estrellas eran demasiado pequeñas para alcanzar a tocar las enormes cabezas de los animales. Sobre esta paradoja, casi podríamos decir sobre esta broma, se funda toda la literatura de nuestra fe. La podemos considerar una broma al menos en esto: que es algo que el crítico científico no puede ver. Éste explica laboriosamente la dificultad que, de modo desafiante y casi burlón, hemos exagerado siempre, y levemente condena como improbable algo que hemos exaltado casi hasta la locura como increíble, como algo que sería demasiado bueno para ser verdad, pero que era verdad. Cuando ese contraste entre la creación del universo y el nacimiento local y minúsculo ha sido repetido, reiterado, subrayado, acentuado, celebrado, cantado, gritado, rugido —por no decir vociferado— en cien mil himnos, villancicos, versos, rituales, cuadros, poemas y sermones populares, se podría decir que prácticamente no necesitamos un crítico de mayor rango para atraer nuestra atención sobre un elemento un tanto extraño en torno a ello, especialmente uno de esos críticos que parecen tardar mucho tiempo en entender una broma, aun la suya propia. Pero sobre este contraste y combinación de ideas, debemos hacer referencia aquí a un elemento relevante para la tesis de este libro. El tipo de crítico moderno del que hablo, generalmente concede gran importancia a la educación y a la psicología. Nunca se cansa de decir que las primeras impresiones determinan el carácter por la ley de la causalidad, y se pondrá muy nervioso si a los ojos de un niño se presenta un muñeco de trapo negro que podría contaminar su sentido visual de los colores, o ante él se produce un estridente sonido cacofónico que podría turbar prematuramente su sistema nervioso. Con todo, pensará que somos un poco estrechos de mente si decimos que esto es, exactamente, por lo que hay una diferencia entre ser educado como cristiano y ser educado como judío, musulmán o ateo. La diferencia está en que los niños católicos han aprendido de los cuadros, mientras que los niños protestantes han aprendido de los relatos, y una de las primeras impresiones en su mente ha sido esta increíble combinación de ideas puestas en contraste. No se trata de una diferencia puramente teológica. Es una diferencia psicológica que puede durar más tiempo que cualquier teología. Realmente es, como les encanta decir a estos científicos sobre cualquier tema, algo incurable. Cualquier agnóstico o ateo que, en su niñez, haya conocido la auténtica Navidad tendrá siempre, le guste o no, una asociación en su mente entre dos ideas que la mayoría de la humanidad debe considerar muy lejanas la una de la otra: la idea de un recién nacido y la idea de una fuerza desconocida que sostiene las estrellas.

Sus instintos e imaginación pueden todavía relacionarlos, aun cuando su razón no vea la necesidad de la relación. Para esta persona, la sencilla imagen de una madre y un niño, tendrá siempre un cierto sabor religioso; y a la sola mención del terrible nombre de Dios asociará enseguida los rasgos de la misericordia y la ternura. Pero las dos ideas no están natural o necesariamente combinadas. No estarían necesariamente combinadas para un griego antiguo o un oriental, como el mismo Aristóteles o Confucio. No es más inevitable relacionar a Dios con un niño que relacionar la fuerza de gravedad con un gato. Ha sido creado en nuestras mentes por la Navidad porque somos cristianos, porque somos psicológicamente cristianos aun cuando no lo seamos en un plano teológico. En otras palabras, esta combinación de ideas, en frase muy disentida, ha alterado la naturaleza humana. Realmente hay una diferencia entre el hombre que la conoce y el que no. Puede que no sea una diferencia de valor moral, pues el musulmán o el judío pudieron ser más dignos según sus luces, pero es un hecho patente acerca del cruce de dos luces particulares: la conjunción de dos estrellas en nuestro horóscopo particular. La omnipotencia y la indefensión, la divinidad y la infancia, forman definitivamente una especie de epigrama que un millón de repeticiones no podrán convertir en un tópico. No es descabellado llamarlo único. Belén es, definitivamente, un lugar donde los extremos se tocan.

(…).

Ninguna otra historia, ninguna leyenda pagana, anécdota filosófica o hecho histórico, nos afecta con la fuerza peculiar y conmovedora que se produce en nosotros ante la palabra Belén. Ningún otro nacimiento de un dios o infancia de un sabio es para nosotros Navidad o algo parecido a la Navidad; es demasiado frío o demasiado frívolo, o demasiado formal y clásico, o demasiado simple y salvaje, o demasiado oculto y complicado. Ninguno de nosotros, cualesquiera que sean sus opiniones, se situaría ante esa escena como quien tiene la sensación de estar ante algo familiar y propio. Podría admirarlo por tratarse de algo poético, filosófico o de cualquier otro tipo, pero no por lo que era en sí mismo. La verdad es que hay un carácter bastante peculiar y propio en la dependencia de esta historia sobre la naturaleza humana.

No es algo que se refiera a su sustancia psicológica, como ocurre en la leyenda o en la vida de un gran hombre. No es algo que haga volver nuestras mentes hacia la grandeza, hacia esas vulgarizaciones y exageraciones de la humanidad que son transformadas en dioses y héroes, aun en el caso más saludable de culto al héroe. No es algo que nos haga volver la cabeza hacia lo externo, hacia esas maravillas que podrían encontrarse en los confines de la tierra. Es más bien algo que nos sorprende desde atrás, de la parte oculta e íntima de nuestro ser, como lo que algunas veces hace inclinar nuestro sentimiento hacia las cosas pequeñas o hacia los pobres. Es algo así como si un hombre hubiera encontrado una habitación interior en el mismo corazón de su propia casa, un lugar que nunca había sospechado, y hubiera visto salir luz de su interior. Es como si encontrara algo en el fondo de su propio corazón que traicioneramente lo atrajera hacia el bien. Algo que no está hecho de lo que el mundo llamaría un material fuerte; más bien está hecho de materiales cuya fuerza reside en la levedad alada con la que nos pasan rozando. Es todo lo que hay en nosotros salvo una breve ternura que allí se hace eterna. Todo eso no significa más que un momentáneo debilitamiento que, de una forma extraña, se convierte en fortalecimiento y en descanso. Es el discurso quebrado y la palabra perdida que se hacen positivas y se mantienen íntegras mientras los reyes extranjeros desaparecen en la lejanía y las montañas dejan de resonar con las pisadas de los pastores. Y sólo la noche y la cueva yacen pliegue sobre pliegue sobre algo más humano que la Humanidad. 

El hombre eterno, extracto del capítulo I de la parte II (El hombre llamado Cristo).

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