«Niña leyendo». Jessie Wilcox Smith (1863-1935) |
«Porque la poesía también es una pequeña encarnación, dando cuerpo a lo que antes había sido invisible e inaudible».
C. S. Lewis. Salmos
El mundo es un regalo. Está ahí fuera, aguardando. Espléndido y magnífico. Únicamente hay que tener abiertos los ojos, los oídos, todos nuestros sentidos, y gozar. Extasiarse en medio del asombro, dejarse deslumbrar, y ser felices. Solo se nos pide algo: estar atentos, expectantes, preparados para amar las maravillas que nos ofrece la Creación, para captar la verdad, la belleza y la bondad que la desbordan. Por ello, no podemos privar de este obsequio a los niños. Sería un crimen imperdonable. Ellos deben poder contemplar lo bueno, bello y verdadero, y amarlo por lo que es.
Sin embargo, esta imprescindible atención solo prospera en un ambiente de verdadero ocio. Como dice el filósofo alemán Josef Pieper, el ocio es «dejar que las cosas sucedan. (…) Es una forma de silencio, de ese silencio que es el requisito previo para la aprehensión de la realidad». Pero esta «aprehensión» de lo real es algo que solo puede apreciarse como un regalo. Pieper continúa señalando: «Al principio, siempre está el regalo». ¿Y quién está al principio? Los niños, claro. La infancia es nuestro principio. Un poeta escribió una vez: «El niño es el padre del hombre». Y quien compuso este verso, como todo verdadero poeta, tenía ojos de niño. Por eso los poetas y los niños se asemejan. Y por eso nuestros pequeños han de conocer y amar la poesía.
La poesía es el origen y el fin de la literatura, su portentosa cumbre y su fructífero valle, y su disfrute es la mayor de las alegrías literarias. La poesía nos toca el corazón y el alma, pero también estimula nuestro intelecto y nuestra razón, e impulsa nuestra voluntad hacia lo bueno, lo bello y lo verdadero. Penetra por los poros de la piel, por los ojos, por los oídos; nos hace ver lo invisible y es como si, de repente, pudiéramos leer con el corazón.
Así que, sépanlo ustedes: la poesía es esencial para los niños. Y lo es, no solo porque fortalece su imaginación y su memoria, o porque acrecienta su vocabulario y su capacidad de comunicación lingüística (cosas útiles que pueden conseguirse de otras maneras), sino también, y sobre todo, porque constituye un cauce privilegiado de expresión de la propia naturaleza infantil: su efímera experiencia poética del mundo.
«Se va la primavera,
Lloran las aves, y son lágrimas
los ojos de los peces».
Este es un haiku del maestro japonés Matsuo Basho. Es hermoso, ¿verdad? Pero… ¿por qué debería un niño o un joven leer este poema? Simplemente porque es pura belleza y porque abre su corazón y su alma a un mundo lleno de maravillas y portentos.
Por lo demás, el niño necesitará poca ayuda. Posee ya un alma poética. Solo precisará, primero, la propia primavera, y a su vera, el poema. Después, deberá aprenderlo de memoria y, más tarde, recitarlo en voz alta. Algo misterioso acontecerá entonces, y su corazón y su memoria guardarán para siempre un retazo de belleza. Démosles, pues, poesía. Y cuanta más, mejor.
Pero, como en cualquier otro ámbito de la educación, los niños se inician en el lenguaje de la poesía con la ayuda de sus mayores. Necesitan el acompañamiento de sus padres o de sus maestros, su ánimo y sus consejos. Y la forma de hacerlo es incitarles y conducirles a escuchar, memorizar, leer y escribir poesía.
Sinceramente, creo que, si sus hijos estuvieran expuestos a la poesía adecuada en sus hogares y en la escuela antes y durante el período de su educación primaria, y continuaran viviendo ese ambiente después, en su adolescencia y juventud, un número considerable de ellos se sentiría atraído por la poesía y se convertiría en amante devoto de la misma.
Y aunque siempre será cierto que la poesía no está al alcance de todos, podrá llegar a estarlo para muchos más de los que actualmente la disfrutan. La poesía no es un mero divertimento ni una afición elitista, mucho menos un refugio exclusivo para personas excéntricas. La poesía puede ser muchas cosas, y todas buenas: un estímulo, un consuelo, una llamada a la acción o una canción de cuna. También puede ser una forma de compartir la vida o de evadirse sanamente de ella, al estilo Tolkien.
Pero es en la infancia y en la juventud cuando debemos encontrarnos al gran poeta o a los grandes poetas para que prenda ese fuego en nuestro corazón. Me refiero a esos poetas que, sorpresivamente, descubrimos que nos han estado esperando y que, de nuevo fascinados, sentimos que han escrito especialmente para nosotros. La atracción por esa poesía que nos llega cuando somos jóvenes no desaparecerá con la edad, sino que permanecerá en nosotros y se convertirá en una parte íntima de nuestro ser. Será una fuente segura de fuerza, consuelo, deleite y sabiduría.
«Un poema comienza en deleite y termina en sabiduría».
Sin embargo, hoy partimos de un problema estructural que dificulta el nacimiento y el cultivo de ese amor por la poesía. Un problema de mentalidad que atraviesa todo el cuerpo social y afecta tanto a especialistas y profesionales de la enseñanza como a los meros aficionados, aunque algunos sean tan decisivos para el niño como sus padres. Este problema es general, pues afecta a todo tipo de conocimiento, pero se revela especialmente beligerante con lo poético. Me refiero al sesgo científico que domina todo tipo de saber y que ha derivado en un abuso gnoseológico denominado cientificismo, del que ya les he hablado aquí. Un cientificismo con el que conspira, a la par, el puro utilitarismo que nos domina. En otras palabras, hoy muchos se preguntan: ¿de qué sirve la poesía? ¿Qué nos puede aportar que sea mensurable? ¿Cómo podremos saber si el tiempo invertido en ella ha dado frutos?
El fundamento de esta mentalidad se encuentra, por un lado, en una concepción de la poesía y lo poético equivocada, como algo meramente sentimental e íntimo, solo perteneciente a la esfera personal del artista. Y, por otro, en la coronación de la ciencia moderna como único y exclusivo modo de conocimiento.
Sin embargo, esta concepción es errónea.
Su carácter sofístico se fundamenta en un uso de la palabra "poesía" y de la palabra "ciencia" en un sentido limitado, dejando de lado el sentido original de ambas.
Por un lado, se ha abandonado la idea tradicional de la ciencia como «un conocimiento cierto de las causas», independientemente del método empleado para alcanzarlo. En su lugar, la ciencia moderna se ha transformado en un método exclusivista, dependiente de una validación empírica, que rechaza todos los demás.
Por otro lado, la poesía se ha reducido a algo extraño, extravagante o sentimental, olvidando su dimensión simbólica y profética.
«Una terrible belleza ha nacido».
Pero, como sabemos, hay otros caminos, así como otros ámbitos de conocimiento, y el poético es uno de ellos, si no el mayor.
Ahora bien, la disposición para acercarse a ese tipo de conocimiento exige el ejercicio de una virtud nada popular hoy (en realidad, nunca lo ha sido). Me refiero a la humildad. El cardenal Newman nos lo explica:
«En cuanto a la poética, muy diferente es el marco necesario para su percepción, pues exige, como condición primordial, que no nos acerquemos a los objetos en los que reside, sino a sus pies: que los consideremos por encima y más allá de nosotros. Que debemos mirar hacia arriba, por sobre ellos. Y que, en lugar de imaginarnos que podemos superarlos, debemos dar por sentado que nosotros mismos estamos rodeados y comprendidos por ellos».
Muchas dificultades, ¿no? Superar una concepción colectiva y preponderante, un espíritu de los tiempos que minusvalora, o más bien desprecia y ridiculiza, ese modo de conocer, y hacerlo a través del ejercicio de una virtud dura y difícil como es la humildad.
Cierto.
Pero vale la pena, se lo aseguro a ustedes.
Sí, los niños deben conocer la poesía, aunque solo sea porque es bella y porque les aporta un conocimiento singular de lo creado. Se trata de un conocimiento inútil a los ojos de nuestro mundo moderno, lo sé, pero no más que un amanecer o una sonrisa. ¿Y quién, por ese motivo, renunciaría a ellos?
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