«San Agustín y el Diablo». Obra de Michael Pacher (1435-1498). |
«¡Qué hacer! Nos lleva un demonio
dando tumbos por el campo.
¿Cuántos son? ¿Adónde corren?
¿Por qué cantan con tal pena?
¿Van al entierro de un duende
o a casar a una hechicera?»
Alexander Pushkin
Hoy se habla, con poco rigor o manifiesta mala fe, de la inexistencia del Infierno o de su vacío; y ello, a pesar de las claras y repetidas alusiones a ese lugar por parte del mismo Cristo. Pero no voy a navegar por esas aguas. Me centraré más bien en aquellos que, sin ningún género de duda, estarán allí.
De igual manera que cuando hablamos del infierno, hoy son legión quienes, dentro y fuera de la Iglesia, niegan la existencia de su más insigne habitante y sus adláteres: Lucifer y sus demonios. Los negadores de Satanás sostienen que el pecado y la maldad del hombre son suficientes por sí mismos, y que, por ello, no necesitamos a Satán ni a sus legiones.
Además, muy ufanos, argumentan que cuando se habla del Demonio, ni la Sagrada Escritura lo entiende como una entidad real y concreta, sino solo como una abstracción: el concepto del mal. La identificación es, por lo demás, fácil: existe el mal, y nadie duda de esto, y decir que es a este mal a lo que llamamos demonio es fácil de hacer, y hasta de creer, en nuestro mundo de hoy; así, con satisfecha ignorancia, cierran el asunto afirmando que el demonio es únicamente una personificación del mal, una cara –por supuesto ficticia– que ponemos al mal para hacerlo más comprensible. Algo, por lo demás, muy humano.
Pero algunos sabemos que no es así. Alguien en quien confiamos más que en nadie nos lo ha dicho.
De entrada, la cuestión de Lucifer y sus demonios no puede separarse de la doctrina de los ángeles. Aquí vemos que, si bien el origen del mal hay que buscarlo en la libre decisión de seres libres y personales, esto no significa que esa voluntad libre a la que nos referimos sea únicamente la del hombre. La doctrina cristiana sobre el origen del mal parte de la convicción de que la oposición a Dios precede a la historia de la libertad humana. Antes estaba la serpiente. Antes estaban Lucifer y los demás ángeles. Esta enseñanza se establece en los decretos del Cuarto Concilio de Letrán y es sencilla:
«Porque el diablo y demás demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos por naturaleza; más ellos, por sí mismos, se hicieron malos».
Así se enseña que Lucifer y los otros demonios son criaturas espirituales creadas por Dios en un estado de inocencia, y que se convirtieron en malvados por su propio acto voluntario. Se añade que el hombre peca por la sugerencia del Diablo, y que, tras la muerte, los malvados sufrirán un castigo perpetuo junto con él y sus huestes infernales. No obstante, para quienes se interesen, discurren sobre el tema Agustín, Dionisio el Aeropagita, Tomás de Aquino, o Anselmo de Canterbury, entre otros.
Los nombres de estos seres infernales son innumerables, siendo su jefe conocido para nosotros como Luzbel (que en hebreo significa literalmente “brillante” y metafóricamente, “estrella de la mañana”), o Lucifer (traducción latina de la palabra, que literalmente significa “portador de luz”), o Satanás (de insidiar, perseguir), o Samael (en hebreo “veneno de Dios”), o Beelzebub (en hebreo “señor de las moscas”), o Iblis, o el Padre de la Mentira, o el Príncipe de la Oscuridad, o…
Dante le da un nombre muy gráfico y poético a la vez, en su Divina Comedia, cuando llega al Infierno:
«El Emperador del reino doloroso […].
Bien puede proceder de él toda tribulación».
En todo caso, Álvaro Cunqueiro, que de estas cosas sabía mucho, nos cuenta lo siguiente:
«Nos dice San Alberto Magno que los ángeles fueron creados por Dios en la perfección de su naturaleza, como espíritus puros, pero los teólogos estiman, con sensatez, que, aun habiendo recibido vida sobrenatural, debían ser probados. Cuál fuera la prueba no lo sabemos, pero sí que algunos fallaron por cierta clase de soberbia, la soberbia frente a Dios, como vemos en Job 14,18: «y halló culpa hasta en sus ángeles». Se sabe que uno de ellos era el jefe de todos: «el diablo y sus ángeles», leemos en Mateo 25,4; o «el dragón y sus ángeles», en Apocalipsis 12,7. Su nombre es Satán o Satanás, palabra hebrea que unos traducen por «Adversario» y otros por «Acusador», y que viene a ser aproximadamente el sentido de la palabra griega diablos, de la que procede la nuestra de Diablo. Estrictamente hablando, pues, solo existe un Diablo o Satanás, el Princeps demoniarum, y el resto son demonios».
Este resto, los demonios, sus siervos o huestes, tienen también sus propios nombres, entre los cuales los más conocidos son Mefistófeles, Azazel, Belial, Abbadon, Mammon, Astarot, Furfur, Asmodeo, o Lilith. Pero hay muchos más, aunque, según Aquino, sea menor el número de los caídos que el de los no caídos, en razón de la primacía del bien sobre el mal. Cuestión esta, la del número (tema sobre el que hay literatura abundante), en la que me perdonarán ustedes que no me detenga.
Y para hablar de los demonios (comenzando por Satán mismo), sea para denostar su maldad, sea para preconizarla, la literatura es un buen lugar.
He de comenzar con un recuerdo. En mi infancia, mi fértil imaginación se vio sacudida por el cuadro que encabeza esta entrada. La visión de una lámina reproduciendo dicha obra en una vieja enciclopedia hizo viva la presencia personal del Engañador en aquella mente infantil altamente impresionable. Pero, al mismo tiempo que la representación repulsiva e inquietante del ser infernal me impresionó fuertemente, no menos fuertemente me conmovió la serenidad y la confiada fuerza que dejaba traslucir la firme figura del santo. Y estas impresiones no me han abandonado: un sano temor y una firme esperanza.
Como hace decir al diablo Fernando Pessoa, en su disolvente y corrosiva La hora del Diablo:
«Me han insultado y me han calumniado desde el principio del mundo. Los propios poetas (amigos míos por naturaleza), que me defienden, no han sabido defenderme bien. Uno de ellos (un inglés llamado Milton) me hizo perder una batalla indefinida que nunca llegó a realizarse. Otro (un alemán llamado Goethe) me dio el papel de alcahuete en una tragedia de medio pelo».
¿Es así? No, claro que no.
Lord Byron, en cierto modo un alumno trágico de Satán, lo describía de este modo en uno de sus versos:
«Cerrando esta espectacular comitiva
Un espíritu de aspecto diferente agitaba
Sus alas como nubarrones sobre una costa
Cuya árida playa se cubre con naufragios.
Su frente era como el piélago agitado
Con la tempestad; pensamientos
Feroces e insondables tallaban
Una cólera eterna sobre su rostro
Inmortal y donde él miraba
La niebla invadía el espacio».
Aun así, podemos preguntarnos: ¿De qué sirve hablar o leer sobre el Demonio y sus legiones? No pueden ser ejemplo de nada. Primero, porque son espíritus perdidos para siempre, que no hacen otra cosa que el mal; segundo, porque, como he dicho, son espíritus, y difícilmente los podríamos imitar, pues no somos espíritus puros, al estar hechos de cuerpo y alma. Por tanto, hablamos de seres espirituales, cuya verdadera condición y naturaleza apenas somos capaces de vislumbrar, y a poco, siquiera comprender.
A pesar de ello, los espíritus infernales han sido tema constante en el discurrir humano, y en concreto en esa forma de expresión artística que es la literatura, como fuente de temor y fascinación para el hombre. Algunas de las grandes obras de la literatura los tienen como protagonistas: El Infierno, de La Divina Comedia de Dante; El paraíso perdido, de John Milton; los Fausto de Goethe y Christopher Marlow; El mágico prodigioso, de Calderón de la Barca; o El diablo cojuelo, de Luis Vélez de Guevara, por dar algunos ejemplos.
Pero no voy a centrarme en ninguna de esas grandiosas obras. Me decantaré, siguiendo la estela del relato corto que inicié hace unos meses, por los cuentos. Y lo haré recomendándoles algunos en la próxima entrada.
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