LOS DEMONIOS Y LA LITERATURA (II): 12 RELATOS SOBRE PACTOS INFERNALES

«Fausto y Mefistófeles». Eugènesia Siberdt (1851-1931).




«Me he entregado al presente espíritu enviado, que se llama Mefistófeles, servidor del Príncipe infernal de Oriente (...). Yo prometo y me sujeto con él para que, a los veinticuatro años desde la fecha de esta carta, él pueda a su guisa y modo hacer conmigo lo que le plazca, y regirme, dominarme y tenerme en su poder, en todo, sea cuerpo, alma, carne y sangre y bienes, y eso para la eternidad».

Fausto (1587). Johann Spiess




El tratamiento que la literatura ha dado a Luzbel y a sus demonios, sin dejar de ser lúdico o estético, ha sido, en la mayoría de los casos, eminentemente pedagógico e incluso evangélico. Ya sea para impartir una enseñanza moral, para emitir una advertencia cautelar o para ilustrar el deplorable efecto que el Insidioso y sus secuaces pueden causar en el hombre, la literatura ha venido empleado a los ángeles caídos como personajes de ficción.

Una de las fórmulas más comunes de expresar esta relación ha sido la del pacto: la seducción llevada a cabo por el Maligno a través de la mentira, aprovechando la debilidad humana surgida del orgullo, y por derivación, de la ambición desmedida de poder, saber y placer (libido dominandi, sciendi et sintiendi), plasmada en un acuerdo cuyo precio suele ser el alma humana. El origen de dicho convenio radica en el hombre en una inicial cupiditas (deseo desordenado por un bien caduco), pero puede derivar –como lo desea el tentador– en una superbia que entraña una aversión deliberada a Dios. Y, dado que el fin que se pretende alcanzar mediante ese pacto es insano y pecaminoso, el resultado del mismo es, casi siempre, un justo castigo. 

Les hablo de pasiones desordenadas, de ambición y de deseos desmedidos. 

Aquino concibe esa desmedida ambición como el vicio opuesto a la virtud de la magnanimidad. Él define la ambición como un deseo de honor. Aunque este deseo no siempre es negativo. Puede ser producto del pecado de orgullo –cuando la ambición yerra en su objeto o se torna desmedida–, pero también puede ser el impulso que conduce a la realización de grandes obras. En este último caso, la virtud de la magnanimidad que resulta, implica que el deseo de honor ha sido moderado por una evaluación precisa de las propias capacidades y del beneficio potencial que tal honor proporcionará al bien común o al prójimo. En el primer caso, la ambición, al derivar en vicio, pone el énfasis en el honor a alcanzar y en el beneficio personal de quien lo busca y recibe. Y esto último es precisamente lo que buscan alimentar estos pactos demoníacos. Por ello, no es de extrañar que los viciosos puedan acabar entre el crujir de dientes y un acre olor a azufre.

No obstante, para que tenga lugar el encuentro demoníaco que precede al pacto, es preciso que medie invocación. Aunque, es verdad que no es necesario mucho esfuerzo y formalidad: Satán y sus secuaces acuden prestos ante cualquier llamada o indicio de debilidad, por pequeño que sea, incluso per accidens. Así, el Mefistófeles de Christopher Marlowe le dice a su Fausto:

«Pues si alguien escarnece el nombre de Dios, 

de las escrituras y de Cristo abjura, 

acudimos por si obtenemos un alma; 

no venimos si no usa medios tales que con la eterna condena peligre. 

Así que el más breve de los conjuros 

cabe en que de la Trinidad se abjure 

y se rece al príncipe del Infierno».

Hay numerosos cuentos que tratan estas cuestiones. Unos muy famosos, otros no tanto. Hoy voy a relacionar algunos de entre todos ellos.

Y, voy a empezar con los escritos en lengua española, donde la tradición de este tipo de historias es larga. Como escribe Mario Sanz Elorza:

«El pacto satánico ha dado lugar a innumerables leyendas, desde los primeros tiempos del cristianismo. Por ejemplo, la vida de San Cipriano de Antioquia, que antes de mártir fue nigromante, inspiró a Calderón de la Barca en "El Mágico Prodigioso". En la comedia de Lope de Vega "La gran columna fogosa", parecen vislumbrarse algunos episodios de la vida de San Basilio Magno, iniciado en la religión a partir del ejemplo de los eremitas de Siria y Arabia en la superación de las tentaciones del maligno. En "Milagros de Nuestra Señora", Gonzalo de Berceo ejemplifica la intercesión de la Virgen María para salvar a un pecador, de nombre Teófilo, del pacto satánico».  

Sobre estas raíces nuestros literatos han construido cientos de cuentos con demonios como protagonistas y pactos demoníacos como argumento. Les presento los siguientes: 

Uno de los primeros relatos de los que tenemos registro es el que nos transmite el Conde Lucanor, en su Exemplum XLV, «De lo que contesçió a un omne que se fizo amigo e vasallo del Diablo», en el que el diablo pacta con un pobre asegurándole que, cada vez que lo detengan por robar, lo salvará si lo llama «don Martín». Como consecuencia de haberse fiado del padre de la mentira, «perdió aquel omne el cuerpo e el ama, creyendo al Diablo e fiando dél».

En pleno Romanticismo, Gustavo Adolfo Bécquer escribió La cruz del diablo, (que forma parte de sus famosas Leyendas), donde nos narra la historia de un señor feudal depravado y ruín que, tras su muerte, hace un pacto con el diablo para poder seguir rondando sus tierras a fin de sembrar en ellas el terror y la muerte. Más, la intervención de un santo ermitaño, actuando bajo la intercesión de san Bartolomé, y «el esfuerzo de los campesinos, la fe, las oraciones y el agua bendita consiguieron, por último, vencer al espíritu infernal».

La segunda vez es el título de un cuento fantástico escrito por Miguel Ramos y Carrión, que trata de la predestinación y de la tendencia, tan humana, a tropezar dos veces con la misma piedra. Ramos y Carrión nos cuenta la historia de un anciano que desea vivir de nuevo su vida para no cometer los mismos errores. Esto le lleva a pactar con el demonio, pero acaba cayendo nuevamente en las mismas faltas, razón por la cual termina perdiendo el alma.

En Cuento inmoral, doña Emilia Pardo Bazán nos presenta una modernización del clásico pacto: el diablo ya no exige el compromiso expreso de vender el alma, puesto que la proliferación y el incremento de intensidad de las meras tentaciones le bastan para hacer sucumbir a muchas almas. El diablo le dice a Desiderio, el protagonista de la historia, lo siguiente:

«Hace cinco siglos, yo te haría firmar con tu sangre un pacto donde declarases que me vendías tu alma por los bienes de la tierra. Hoy todo ha progresado, hasta la fórmula de los pactos diabólicos. ¿A qué comprar almas que ya se entregan? El contrato es libre, eres dueño de romperlo a cada instante. Quedas en posesión de tu albedrío».

¿Podrá Desiderio resistirse a las tentaciones del mundo, o habría hecho mejor el diablo arrancándole un pacto expreso?

En el relato que lleva por título, Nuevo contrato, Leopoldo Alas Clarín reproduce un diálogo entre Fausto y Mefistófeles. Fausto, inquieto por las cuestiones filosóficas de su tiempo, se enfrenta a la propuesta del diablo, quien le ofrece un nuevo tipo de contrato en el que, a diferencia del clásico pacto luciferino, no se vende el alma a cambio de una plena sabiduría, sino el corazón. Fausto acepta y adquiere el saber total, descubriendo que el secreto de la realidad —el primer motor del mundo— es el amor. Sin embargo, ya no puede amar, pues su corazón le ha sido arrebatado.

Por último, Juan José Arreola, con un título inequívoco, Un pacto con el diablo, nos lleva a un cine de barrio para presentarnos, en un escenario inédito, una nueva artimaña estafadora de un demonio, y contarnos cómo el protagonista lidia con ella. 

En otras lenguas hay también abundancia de relatos:

La apuesta del diablo, de William Makepeace Thackeray, nos presenta la historia de Sir Roger de Rollo, un caballero medieval disoluto y pecador. Una noche, el diablo se le aparece y le propone una apuesta: si puede encontrar a alguien que ore por su alma en las siguientes veinticuatro horas, el diablo no se lo llevará al infierno. En caso contrario, perderá su alma. El cuento mantiene el tono humorístico característico de Thackeray, pero también encierra una crítica mordaz a la falsa piedad y a la idea de que la redención puede ser comprada. 

El diablo y Tom Walker, de Washington Irving, es una alegoría moral contra la avaricia y la búsqueda de ganancias terrenales, conductas siempre pecaminosas que deben ser castigadas, aun cuando el castigo pueda llegar a sorprender al propio pecador, como sucede en el caso de Tom.

El Diablo en la Botella, de Robert Louis Stevenson, es un relato en el que el autor escocés demuestra su conocida maestría narrativa, urdiendo una historia que invita a la reflexión sobre la naturaleza del deseo humano y sus consecuencias, y en la que la avaricia, la culpa y la lucha de la razón contra las pasiones se entrecruzan, dando lugar a un desenlace inquietante.

El jugador generoso, de Charles Baudelaire, es otro cuento estimable. Incluido en su obra El Spleen de Paris, relata el encuentro y el pacto entre el protagonista y un diablo diletante, apacible y locuaz, que nos revela un secreto a voces: que, de sus numerosas trampas, la más lograda es persuadiros de que no existe, tal y como comprobamos hoy, día sí, día también. El pacto alude a ese tedio (seguramente acedía) que acosaba tanto al autor como a muchos otros de su tiempo y del nuestro. Así, el diablo, a cambio del alma, le ofrece al protagonista el mejor bien que éste puede desear en ese momento:

«... la posibilidad de aliviar y vencer, durante toda vuestra vida, esa extraña afección del hastío, fuente de todas vuestras enfermedades y de todos vuestros miserables progresos».

Lo que no pienso decirles es en qué acabó todo ello.

También los literatos rusos han frecuentado el asunto. Así, Nicolás Gógol, por supuesto, está en la lista, con El retrato (Портрет) en el que el maestro ruso nos presenta a un joven pintor llamado Chartkov que hace un pacto con el diablo para obtener fama y éxito en su arte. Sin embargo, el precio de este éxito resulta ser más alto de lo que esperaba el protagonista, y su vida se ve envuelta en tragedia y ruina moral. Al parecer, lo que Gógol pretendía con este cuento era presentarnos el retrato pictórico como lo opuesto al icono: el diablo se hace presente a través del retrato, de la misma manera que los santos lo hacen a través de los iconos. 

Por supuesto, en un listado ruso no podían faltar León Tolstoi, de quien les propongo uno de sus más famosos cuentos, de título, ¿Cuanta tierra necesita un hombre?, un relato corto en el que un campesino llamado Pahóm hace un pacto con el diablo para obtener tierras y prosperidad. 

«El diablo se había sentado detrás de la estufa y lo había escuchado todo. Se había alegrado mucho de que la mujer del campesino hubiera inducido a su marido a alabarse (…)

—De acuerdo —pensó el diablo—. Haremos una apuesta tú y yo: te daré mucha tierra y, gracias a ella, te tendré en mi poder.»

El trato que le ofrece el demonio es el siguiente: será suya toda la tierra que pueda recorrer en un día, pero si no regresa al punto de partida antes de que el sol se ponga, perderá su alma. De nuevo, el refranero popular puesto en acción: «la avaricia rompe el saco», y como corolario de ello, también hace perder el alma.

Espero que esta selección sea de su gusto y del de sus hijos. Pero, en todo caso, aun enfrascados en su lectura, no olviden nunca aquello de lo que nos advierte Heinrich Heine en los siguientes versos:

«Mortal, no te burles del Diablo,

La vida es corta y pronto acabará,

Mas, el "fuego eterno"

No es un vano cuento de hadas».


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