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«Rocrois, el último Tercio». Augusto Ferrer-Dalmau (1964-). |
«La guerra, así como es madrastra de los cobardes, es la madre de los valientes».
Miguel de Cervantes. El Quijote.
«Es bueno que la guerra sea tan terrible, no vaya a ser que nos encariñemos demasiado con ella».
General Robert E. Lee
Dice Pedro Mexia en su entretenida Silva de varia lección:
«La guerra y la discordia entre los hombres, con todos los otros males, claro está que trajo origen del primer pecado de nuestros primeros Padres. Y así sabemos, que de los dos hijos de Adán, que primero tuvo, el uno mató al otro, porque, perdida aquella justicia original por el pecado, nunca faltó entre los hombres discordia e inquietud; de manera que la guerra y enemistad particular luego con los primeros hombres comenzó».
Las guerras, por lo tanto, han existido siempre, desde que el hombre fue expulsado del Edén. Aunque la relación entre unos y otros contendientes no lo aparente, se trata siempre de conflictos fratricidas, pues, en última instancia todos somos hermanos, creados por un mismo y único Dios.
Lo de Caín y Abel solo fue el comienzo.
En esos conflictos, además, siempre, siempre están envueltas las pasiones. Y, lamentablemente, las escasas veces en que la razón interviene, suele hacerlo de la mano de la malicia. En su novela Meridiano de sangre, Conrad MacCarthy hace decir a uno de sus personajes:
«La guerra siempre ha estado aquí. Antes de que el hombre existiera, la guerra le esperaba. El oficio supremo aguardaba a su máximo practicante».
Sin embargo, las pasiones nos fueron dadas para ayudarnos a actuar, y para actuar en pos del bien. Tomando prestado de Platón, las pasiones son como caballos poderosos que nos arrastran a la acción. Pero, dada nuestra imperfección, para llevar a cabo su cometido natural la pasión no puede ni debe actuar sola. Debe estar guiada por la razón. El hombre virtuoso, por lo tanto, «no es el esclavo de las pasiones». Esto no significa que deba reprimirlas, sino más bien debe sentirlas de la manera correcta, y reorientarlas hacia los fines correctos, siempre hacia el bien, la belleza y la bondad. En la célebre imagen platónica, la razón es el auriga que controla los caballos de las pasiones para que conduzcan el carro del hombre en la dirección y velocidad correcta.
No obstante, esta concepción, propia del derecho natural clásico, ha sido objeto de demolición desde Guillermo de Ockham. En esta línea, el filósofo David Hume expresa una idea diametralmente opuesta, y hoy predominante:
«La razón debe ser esclava de las pasiones».
El sentido común y la experiencia, sin embargo, nos advierten de los peligros de dejarnos arrastrar por las pasiones más allá de la medida de la razón, con consecuencias dañinas a corto y largo plazo (y, más aún, trascendiendo el tiempo). Este peligro es particularmente intenso en tiempos de guerra. Escribía Erasmo sobre esta afición nuestra a la guerra:
«De modo que un animal plácido, nacido benevolente, se precipita a la destrucción mutua en una locura bestial».
La guerra es siempre terrible. Uno de los momentos en el que la matanza se mostró al hombre tal cual es, fue la Primera Guerra Mundial. El poeta inglés Siegfried Sassoon, testigo de las trincheras, la describe así al referirse a un joven soldado que conoció en el frente:
«Conocí a un simple soldadito
Que sonreía a la vida con vacía alegría,
Dormía profundamente en la solitaria oscuridad,
y silbaba temprano con la alondra.
En las trincheras de invierno, acobardado y cabizbajo,
Con grumos y piojos y falta de ron,
Se metió una bala en el cerebro.
Nadie volvió a hablar de él.
Vosotros, multitudes engreídas de ojos encendidos.
Que vitoreáis a los soldados,
escabullíos a casa y rezad para nunca conocer
El infierno adonde van la juventud y la risa».
La Iglesia, Mater et Magistra, consciente de esta realidad, ha desarrollado directrices para guiarnos en esta espinosa cuestión, buscando evitar, salvo en casos estrictamente necesarios, ese infierno en la tierra «adonde van la juventud y la risa». De ahí surge la doctrina de la guerra justa, fundamento de todo ius ad bellum.
No obstante, este concepto es complejo y presenta desafíos tanto en el ámbito práctico como en el moral. Requiere un análisis detallado de cada situación, una reflexión constante y un firme compromiso con el bien moral, algo difícil de sostener en un mundo dominado por el relativismo y el utilitarismo.
El Catecismo de la Iglesia Católica, en su sección 2309, refiriéndose tanto a la legitimidad y la finalidad para emprender la guerra, como al modo de llevarla a cabo, establece varias condiciones que deben cumplirse de manera simultánea para considerar una guerra como justa:
1ª.- El daño causado por el agresor debe ser grave, duradero y evidente.
2ª.- Todas las alternativas para poner fin al conflicto deben haber sido consideradas y resultar ineficaces.
3ª.- Debe haber una probabilidad real de éxito en el conflicto.
4ª.- El uso de la fuerza no debe provocar más males y desórdenes que los que se pretenden evitar.
Tras la Segunda Guerra Mundial y con la aparición de armas de destrucción masiva (en especial las atómicas), el cumplimiento de la cuarta condición se ha vuelto extremadamente difícil. En el contexto actual, no parece posible justificar una guerra ofensiva, y hasta una guerra defensiva debe estar sujeta a criterios de prudencia extrema.
Pese a ello, hay quienes rechazan la teoría de la guerra justa, argumentando que en tiempos de guerra no debería haber restricciones. En el otro extremo, existe una extendida posición pacifista que sostienen que la guerra jamás puede ser justificada, aunque, como argumentó la filósofa Elizabeth Anscombe, esta última postura no solo es imprudente y peligrosa, sino que allana el camino para la primera. Porque ... ¿Cómo se puede detener un uso de la fuerza injusto si no es con la misma fuerza? Graciano, en sus Decretales, señala:
«Es lícito repeler la fuerza con la fuerza, moderando la defensa según las necesidades de la seguridad amenazada».
Frente a estos dos extremos (violencia sin límite y condición, y pacifismo), la teoría de la guerra justa se presenta como un término medio razonable, que reconoce la legitimidad de la guerra en ciertas y muy contadas situaciones, al tiempo que le impone estrictos límites morales.
Hoy vivimos anestesiados y distraídos, incluso ante la amenaza real e inminente de una guerra total. Y no de una guerra cualquiera, sino de una guerra definitiva. El desarrollo tecnológico ha alcanzado niveles de auto aniquilación: somos tan inteligentes y capaces que podríamos autodestruirnos en solo unos segundos. En este contexto, las reflexiones morales sobre la guerra pueden ser fútiles. Hoy todo puede ser y no ser en un instante. No habrá siquiera un momento para meditar, para analizar, para sopesar y para después actuar. Hoy acción y destrucción pueden ser simultáneas.
Sin embargo, aun cuando solo sea para ayudarnos a despertar de ese letargo que no nos permite ser conscientes del peligro de aniquilación que nos envuelve, estimo que estas pinceladas –que nos recuerdan que un día el hombre era moral–, pueden conducirnos a otro pensamiento olvidado hoy: que el hombre es una criatura mortal. Quizá ese memento mori y las líneas maestras aquí esbozadas, nos ayuden, aunque sea un poco, a volver a ser hombres.
Lo mismo que cierta literatura.
La guerra es un tema omnipresente en lo literario, y tan universal como el amor y la muerte, o el tiempo y la fragilidad humana. La literatura sobre la guerra adopta una amplia variedad de enfoques y géneros literarios, aunque la mayoría de las obras modernas tratan de poner de manifiesto su crueldad y sin sentido, en contraste con las obras más clásicas que la glorifican y exaltan valores como el coraje y el honor.
Por supuesto hay excepciones dentro de cada una de estas tendencias. En las novelas modernas, son ejemplo de lo dicho, La roja insignia del valor de Stephen Crane, y Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarke, y excepción Uno de los nuestros de Willa Cather, y Starship Troopers, de Robert Heinlein, con alguna en ambigua posición, como la recientemente comentada Las cuatro plumas, de A. E. W. Mason. Entre los clásicos manifiestan la tendencia glorificadora de las virtudes guerreras y de la guerra misma la Ilíada de Homero, la Epopeya de Gilgamesh, la Eneida de Virgilio, el Cantar de Rolando, el del Mío Cid, las novelas de Troyes y la Vulgata artúrica, y hacen gala de una excepción guerrera matizada nuestro Cervantes y Shakespeare (aunque esta no es una opinión pacífica), ya que en muchas de sus obras puede verse una crítica a las guerras destructivas, exponiendo la brutal y fútil naturaleza de la guerra sin cortapisas morales. En particular, algunos críticos sostienen que en obras como el mismo Quijote y Enrique V, se representa la guerra de manera ambivalente, reflejándose en ellas la doctrina cristiana de la guerra justa ya comentada.
En sucesivas entradas iremos comentado alguna de estas obras.
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