![]() |
«Escuela de niños en Bretaña». Jules Trayer (1824-1909). |
«En la vida de la mente, como en todas las cosas, hay un orden, con un comienzo, un camino y un fin. La poesía empieza en el gozo y termina en la maravilla; la filosofía comienza en la maravilla y termina en la sabiduría».
John Senior. La muerte de la cultura cristiana
«El hombre no puede vivir sin arrodillarse [...] Si rechaza a Dios, se arrodilla ante un ídolo de madera, de oro o simplemente imaginario. Todos estos son idólatras, no ateos; idólatras es el nombre que les cuadra».
Fiodor Dostoievski
«No se sale de la obediencia más que para caer en la servidumbre».
Gustave Thibon
«Un pequeño error en el principio se hace grande al final».
Aristóteles. Sobre los cielos
EN LA ESFERA PÚBLICA Y SOCIAL
En mi modesta opinión, tres son los grandes problemas de la educación católica actual. Es cierto que ninguno de ellos es exclusivo del ámbito educativo, pero es en este donde las carencias derivadas de tales problemas causan, por razones obvias, los mayores y más persistentes daños. El primero de estos problemas afecta a creyentes y no creyentes. Esto no menoscaba que los otros dos problemas que comentaré, sin duda de forma más trascendente, también afecten a todos por igual, como verán.
Aprender a pensar
Pero comencemos por este primer problema: en las escuelas ya no se enseña a pensar. Estarán de acuerdo conmigo en que lo primero que debe enseñarse a los niños es el buen uso de la razón, es decir, que aprendan a pensar. Si no saben pensar, no podrán aprender debidamente ninguna otra cosa. Pero, ¿cómo vamos a enseñar a nuestros niños a pensar si nosotros mismos hemos abdicado de ello? De hecho, por muy duro que pueda sonar, lo cierto es que los modernos ya no sabemos hacer un buen uso de nuestro mayor y más distintivo atributo: la razón.
Y no sabemos porque la mayoría ha declarado la guerra a la verdad. Aquellos pocos que todavía no lo han hecho, sin embargo, la confunden asiduamente, asaltados por ideas y conceptos adyacentes y relacionados con la verdad, pero distintos de ella, como el conocimiento, la inteligencia o la sabiduría. Tratemos entonces de distinguir y aclarar.
La verdad, per se, no es simple conocimiento; este es solo su primer estadio. Sin duda, necesitamos conocer: percibir, captar hechos, situaciones, sensaciones… Se trata de la materia prima de la que está hecha la verdad. Sin embargo, no es suficiente con haber recolectado este material.
El segundo paso para acercarse a la verdad es la inteligencia, es decir, la capacidad de entender que esos elementos de conocimiento ya adquiridos, y que parecían desconectados entre sí, en realidad son parte de un mismo conjunto y forman un todo. Quien hace tales conexiones usará estos nuevos descubrimientos y relaciones como catapultas o catalizadores para encontrar otros, siempre nuevos, en un crescendo de asombro intelectual inagotable y transformador.
Sin embargo, este segundo estadio aún no es suficiente. El avance hacia la verdad requiere de aquello que los antiguos llamaban sabiduría, es decir, el apercibirse de que todo lo que hemos conocido y relacionado forma entre sí una jerarquía, un orden por el que ascender. Cuanto más alto es el nivel alcanzado en esa escalada, más comprensiva se vuelve la inteligencia sobre el resto, y uno se hace más sabio. Sabiduría que Santo Tomás de Aquino definió como la capacidad de «ordenar las cosas correctamente». Este es el más descuidado de los tres estadios, y sin él no es posible aproximarse a la verdad.
El triple proceso de conocimiento-inteligencia-sabiduría, una vez comenzado, no termina nunca. Uno se da cuenta de que cuanto más se conoce, más se ama, progresando así hacia un fin que está más allá de este mundo.
Saber, comprender y ordenar son los tres escalones para acercarse a la verdad, en un continuum que, comenzando con la observación y la percepción, da paso a un proceso de uniones y conexiones entre las cosas observadas, para luego terminar con su ordenación según una jerarquía natural que, de las cosas del mundo exterior e interior, se transfiere a la mente. He aquí el significado de verdad como adaequatio intellectus et rei, su definición clásica.
Aunque, ciertamente, solo se trata del comienzo de un proceso, precario e insuficiente si es abandonado a nuestras propias fuerzas, pero que puede recibir el impulso necesario si somos agraciados con alguno de los dones del Espíritu Santo, tres de los cuales son —no lo olvidemos— scientia, inteligencia y sapientia.
Hasta aquí lo que parece perdido. Porque, ¿qué puede hacer quien vislumbra o intuye lo que siempre ha buscado si no ha recibido los medios para obtenerlo, para acercarse a ello? Esto es lo que sienten los niños en su abandono, aun cuando no sean conscientes de ello. Pero lo sienten, no les quepa duda.
La cosmovisión cristiana
Eso no es todo. Un segundo problema acecha: la ausencia de una concepción cristiana de la realidad, de una cosmovisión cristiana del mundo. Una concepción que nuestros jóvenes no reciben ni en casa ni en el colegio, o que, al menos, no reciben de forma suficiente para poder hacer frente a la visión secular del mundo.
Está demostrado que para ello no bastan los cursos de religión; no bastan los seminarios sobre teología o espiritualidad, ni las reuniones catequéticas; y no bastan los, en muchas ocasiones, pseudorretiros espirituales. Esto no funciona. Quizá funcionaba en otros tiempos, menos hostiles al cristianismo, tiempos en los que todo o casi todo transpiraba religión por todos sus poros, y en los que casi por ósmosis esta penetraba en las mentes y los corazones de las personas. Pero hoy no es así; hoy una secularidad hostil y destructora impera por doquier.
Por ello, es precisa una educación transversal e integradora que lleve al educando esa visión cristiana de la realidad.
Esta integración de la religión en la educación laica, desde los colegios hasta las universidades católicas, debe ir más allá de la superficialidad y alcanzar los primeros principios.
La historia, por ejemplo, debería presentarse como el desarrollo de la Providencia divina, con la Encarnación como su punto central. Esto implicaría dejar de enseñar la historia de la Iglesia por separado, evidenciando su papel protagónico en el relato histórico, y dejarse iluminar por los siguientes principios:
1. Creación y providencia divina.
2. La redención y la salvación.
3. Fin del mundo con la Segunda Venida.
4. La Iglesia como actor histórico.
5. Significado de los santos y los mártires.
En economía, es crucial entender que los males no provienen solo de ciclos económicos, sino de la separación de Dios y la idolatría al dinero. Debería hablarse de un orden económico natural que ha de encuadrarse en los siguientes principios:
1. El valor del trabajo humano.
2. Existencia de una vocación.
3. Justicia en las relaciones económicas.
4. Solidaridad y bien común.
5. El rechazo al materialismo y al consumismo.
6. Subsidiariedad y roles del Estado.
La verdadera riqueza emana de Dios y nuestras prácticas deben alinearse con Sus leyes.
La sociología debería examinar el materialismo universal tanto en ricos como en pobres, revelando la pérdida de la religión como la verdadera tragedia. La psicología, por su parte, debería estudiarse como el análisis del alma, su funcionamiento y las consecuencias de violar su naturaleza. Ambas disciplinas deberían integrarse en una antropología y visión del hombre basadas en los siguientes principios:
1. Dignidad del ser humano.
2. Unidad cuerpo y alma.
3. Libertad y responsabilidad.
4. El pecado y la gracia.
5. Comunidad y relación.
6. El llamado a la trascendencia.
La filosofía debería enseñar los primeros principios y una base de filosofía realista que permita a los educandos tener un criterio certero frente al asalto de las ideologías. Una filosofía basada en los siguientes principios:
1. Complementariedad de la fe y la razón: Reconocer que la razón humana es capaz de conocer y comprender el mundo, aunque de forma deficiente; y que la fe aporta una luz sobrenatural que ilumina y trasciende la razón y la impulsa a esa contemplación. Ambas dimensiones son complementarias y se enriquecen mutuamente.
2. Verdad y objetividad: existencia de una verdad objetiva, que puede ser conocida y que es consistente con la realidad.
3. Sentido trascendente de la existencia: la filosofía debe abordar preguntas fundamentales sobre el sentido trascendente de la existencia humana.
4. Ética y moralidad como campos de la filosofía que abordan el bien y el mal, la justicia, la libertad y la responsabilidad moral.
Finalmente, debe transmitirse una visión de la política alejada de todo mesianismo, con el político como un servidor que busca y promueve el bien común, y que se fundamente en los siguientes principios:
1. Bien común.
2. Subsidiariedad.
3. Dignidad humana.
4. Justicia.
5. Solidaridad.
La clave es la integración profunda de esta cosmovisión cristiana en el currículo. Un camino que, aunque desafiante, podría permitir a las instituciones educativas católicas realizar la labor para la que fueron creadas, como apoyo a las familias y a la sociedad entera.
La vocación
Finalmente, el tercer problema –que procede del segundo y que, en cierto modo, es agudizado por el primero– consiste en que las escuelas católicas han abdicado de orientar y/o ayudar al alumno a encontrar su vocación. Entiéndase aquí vocación como una llamada de Dios a una misión, particular y propia de cada uno. Esta llamada requiere un desarrollo espiritual suficiente para poder escucharla por encima del «estruendo de la mundanalidad». Una vida espiritual más profunda y un sentido apostólico bien desarrollado son cruciales para discernir la voluntad de Dios. La vocación, aunque pueda parecer incomprensible a veces y resultar siempre misteriosa, traerá consigo, una vez vislumbrada, una sensación de paz, un alivio y un alejamiento de la envidia, ya que, en la economía de Dios, cada uno sabe que solo necesita cumplir bien su propia función, sea cual sea esta.
El cardenal Newman nos habla de ello:
«Pensad en ello, hermanos míos: todo ser humano que vive, bien sea de condición noble o modesta, instruido o ignorante, joven o viejo, hombre o mujer, tiene una misión, una obra que cumplir. Hemos sido enviados al mundo para algo; no hemos nacido por azar, no estamos aquí para acostarnos por la noche y levantarnos por la mañana, trabajar para ganar el pan, comer y beber, reír y bromear, pecar cuando nos place y enmendarnos cuando estamos cansados de pecar, fundar un hogar y, después, morir. Dios nos ve a cada uno de nosotros. Crea cada alma y le da sucesivamente una vestidura de carne mortal a cada una, con un fin concreto. Necesita, se digna tener necesidad de cada uno de nosotros… Como Cristo tiene una tarea que realizar, también nosotros tenemos la nuestra; igual que se regocijaba de cumplir su obra, debemos nosotros alegrarnos de la nuestra».
Así que, en lo posible, debemos evitar que nuestros jóvenes vean su vida –incluido el trabajo que tengan que llegar a realizar algún día– como una mera rutina, una carrera de obstáculos profesional, un simple compromiso impersonal con una tarea por hacer, o un modo mundano de adquirir poder, riqueza o fama.
Y para ello, es primordial ayudarles, en lo posible, a averiguar cuál es esa misión suya de la que habla Newman, sea la que sea, e igualmente, el lugar y momento en que se entreguen a ella: dentro o fuera de su trabajo cotidiano, en su casa o en el lugar de empleo, con la familia, con los amigos o con desconocidos, pero siempre cerca de Dios.
EN EL INTERIOR DEL CORAZÓN Y DE LA MENTE
Pero esto no es todo. No se trata únicamente de hacer un cambio estructural, de método o currículum, aunque sea del calado y profundidad, y del nivel de subversión del sistema establecido, del que les estoy hablando. La mente del hombre actual es servil a una serie de ideas que la esclavizan y condicionan. Sin combatir esas ideas, sin expulsarlas de su pensamiento, todo cambio resultará estéril.
¿Y cuáles son esas ideas contra las que luchar? ¿Qué es aquello que hay que subvertir, aquello que nos domina y nos tiene sujetos –a nosotros, nuestros actos y nuestras mentes– y de lo que hay que liberarse? Hay dos ideas-madre, provenientes del fuego revolucionario encendido en la Francia de finales del XVIII, que dominan el pensamiento moderno y que han probado tener extraordinaria eficacia sobre la mente humana. Son dos ideas que, además, se retroalimentan y potencian recíprocamente. El pensador húngaro, Thomas Molnar, las define así:
* La exaltación del cambio como un valor en sí mismo.
* La pérdida de legitimidad del sistema de valores tradicional.
De ahí a vislumbrar al hombre como autocreador y autónomo, libre, en principio, de rehacerse a sí mismo y rehacer el mundo, hay un breve trecho. Lo cual llevó, a su vez, al abandono de Dios.
El sistema ideológico naciente venía a anunciarle al hombre que era absolutamente autónomo y que nadie tenía derecho a imperar sobre él y, en consecuencia, que no tenía por qué sujetarse a norma alguna, viniera de donde viniese.
Sus efectos, como los explica el filósofo Rafael Gambra, son que «la novedad innecesaria –aun la razonablemente defendible– no sustituye una estructura por otra, sino el orden por el cambio, la forma por lo informe». Todo esto tiñe de demoníaco el proceso, pues parece solo buscar la destrucción (aunque, eso sí, disfrazada de creación). En palabras de Gustave Thibon, «para decirlo como Bossuet: "el hombre ha caldo de Dios sobre si mismo", y, al caer sobre sí mismo, se ha roto».
Mas, ¿por qué prenden estas ideas en las mentes de los hombres cual yesca seca, si "rompen" sus almas, si traen consigo la decadencia, la infelicidad y la deshumanización? Varias pueden ser las razones, todas ellas nacidas de nuestra imperfección como criaturas y, de esta forma, ligadas a alguno de los pecados o vicios capitales.
Una de ellas –basada en la pereza– la señala Fernández de la Mora, porque una doctrina que reniegue del pasado y de todo lo que este trae consigo es obvio que exime de aprendizaje alguno. En efecto, si lo que es anterior a nosotros carece de valor, ¿para qué estudiar? ¿Para qué la historia, la filosofía, el conocimiento del pensamiento clásico? ¿Para qué leer? ¿Para qué seguir tradición alguna? La carga pesada del aprendizaje desaparece como por encanto, y por eso no debe extrañar, según ese mismo autor, que la juventud sea propensa al ideal revolucionario y destructor.
Otra –fundamentada en la envidia– fue señalada hace ya mucho tiempo por un eximio pensador: Platón. En su República, advierte del mal del igualitarismo y de sus síntomas y consecuencias y, sobre todo, de su irrestricto atractivo.
Por último, una tercera y gran motor –originada y alimentada en el orgullo y la vanidad–: una ideología que ponga al individuo y a su voluntad como determinante del orden o desorden del mundo, sea interior o exterior. Esta idea tenía que resultar enormemente atractiva, tan fascinante como lo había sido el fruto prohibido del Paraíso. La posibilidad de establecer uno mismo la frontera entre lo bueno y lo malo, la verdad y el error, lo justo y lo injusto, es ser como Dios, tentación que ha permanecido viva a través de la historia, cabalgando a horcajadas del delirio de la libertad absoluta.
Todas estas ideas se han apoderado de la mente del hombre moderno –de todos los hombres modernos, diría yo–; ciertamente, de unos en mayor medida que de otros, pero no creo que haya nadie libre de tal contaminación intelectual y espiritual. Por ello, la acción educativa que sugiero es urgente, y emprenderla constituye una labor hercúlea y heroica.
CONCLUSIÓN
Este es un breve esbozo de los que, en mi opinion, son los principales problemas que asolan a la enseñanza católica hoy día; hay otros, lo se, y, sin duda, deberían recibir igualmente atención, de hecho, algunos han sido comentados en este blog. Pero, los que aquí incluyo, creo, son los más apremiantes.
¿Todo lo que les he propuesto semeja una causa perdida? Puede ser; seguramente lo es, pues el final de la historia se nos ha profetizado como catastrófico antes de la Parusía. Pero en cuanto a nosotros, como individuos y como miembros de una familia, de una sociedad y de una Iglesia, es nuestro destino y deber el ser santos: perseguir en este mundo, en lo posible y de cara a una vida futura inmortal, la verdad, la belleza y la bondad, y tratar de que nuestros prójimos, especialmente nuestros hijos, hagan lo mismo.
Como escribió con conocimiento de todo ello el gran Gómez Dávila: «Solo de causas perdidas se puede ser partidario irrestricto». Por ello, les conmino a seguir esta causa.
Comentarios
Publicar un comentario