LA ACCIÓN DE LA GRACIA: GREENE, SPARK Y WAUGH

«Lander's Peak" (detalle). Albert Beirstadt (1830-1902).







«Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia».

San Pablo. Romanos, 5, 20.



«La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona».

Santo Tomás. Summa Theologica.





EL FIN DE LA AVENTURA (1951)


Las novelas de Greene son un compendio de lo que significa la caída. Una célebre frase de Charles Péguy las ilustra: «El pecador se halla en el centro mismo del cristianismo». Y, efectivamente, el pecador se halla en el centro mismo de las tramas de Greene. Uno de sus textos lo explicita:

«La bondad solo ha encontrado una vez una encarnación perfecta en un cuerpo humano y nunca lo hará de nuevo, pero el mal siempre puede encontrar un hogar allí. La naturaleza humana no es blanca o negra, sino gris o negra».

Como se ha dicho, Greene crea personajes que deben responder a «situaciones extremas con pleno conocimiento de lo que está en juego», a saber, la presencia de Dios en el mundo.

Ese es Greene: complejo, difícil y, en ocasiones, incómodo. Pero no crean que por ello deba ser evitado; al contrario. Al menos en alguna de sus novelas.

Greene no se reconocía como novelista católico y prefería ser calificado como «un novelista que resulta ser católico». El cardenal Newman y, concretamente, su obra La idea de una universidad, le sirvieron de apoyo, sobre todo esta esa tesis suya: «Si la literatura debe ser un estudio de la naturaleza humana, no puede haber una literatura cristiana. Es una contradicción de términos intentar la literatura sin pecado del hombre pecador».

Así es como Greene nos lo hace ver:

«Mis libros solo reflejan la fe o la falta de fe, con todos los posibles intermedios humanos. El cardenal Newman, cuyos libros me influyeron mucho tras mi conversión, negaba la existencia de una literatura "católica". Solo reconocía la posibilidad de una dimensión religiosa superior a la literaria, y escribió que los libros debían tratar primero de lo que él llamaba, en el vocabulario de la época, "el trágico destino del hombre en su estado caído". Estoy de acuerdo con él. Lo que me interesa es el "factor humano", no la apologética».

A pesar de ello, sus libros sí que encierran apologética entre sus páginas para quien sepa entender.

Y hoy les voy a hablar de uno de ellos: El fin de la aventura, obra publicada en 1951.

En esta novela, poco conocida, pero considerada por algunas voces muy autorizadas como una de las mejores de Greene, el autor inglés plasma de manera magistral un tema muy cristiano que se nos ha transmitido en pocas palabras por el apóstol Pablo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (y sin que esto signifique una incitación al pecado ni un abandono al vicio de la presunción de una salvación generalizada e independiente del pecador y del pecado).

Como se ha escrito, «Greene puede escribir una poderosa historia de amor en dos niveles: el terrenal y el divino, mientras hace que cada nivel refuerce al otro», y aquí sucede así.

Los protagonistas son dos pecadores pertinaces. Uno de ellos, un hombre escéptico, probablemente ateo, carnal y egoísta. La otra, una católica (aunque inicialmente no lo sepa, ya que fue bautizada en su infancia y lo ignora) que traiciona a su esposo con un persistente adulterio con el primero.

La novela comienza así:

«Una historia no tiene ni principio ni fin: uno elige arbitrariamente un momento de la experiencia desde el cual mirar hacia adelante o hacia atrás. He dicho «uno elige» con el impreciso orgullo del escritor profesional al que, en las pocas ocasiones en que se le ha tomado en serio, se le ha elogiado por su pericia técnica, pero ¿elijo por voluntad propia la oscura noche de enero de 1946, cuando vi a Henry Miles cruzando el parque bajo un vasto río de lluvia, o más bien esa imagen me ha elegido a mí? Según las reglas de mi oficio, lo apropiado, y lo correcto, es empezar justo ahí, pero si en aquel momento hubiera creído en Dios, también debería haber creído en una mano que me daba un golpecito en el codo y me insinuaba: «Habla con él, aún no te ha visto».

Porque ¿qué razón había para que yo hablara con él? Si el odio no es una palabra demasiado exagerada para usarla en relación con un ser humano, yo odiaba a Henry, y también odiaba a su mujer, Sarah. Y él, supongo, tuvo que empezar a odiarme después de los hechos de aquella noche; del mismo modo que tuvo que odiar a su mujer y a ese otro en cuya existencia, por fortuna, ni él ni yo creíamos en aquellos días».

En el escenario de la Segunda Guerra Mundial, en un Londres sombrío y deprimente, devastado por los constantes bombardeos alemanes, Greene relata los amores adulterinos entre Maurice Bendrix, un mediocre novelista ateo, y Sarah Miles, esposa de su amigo Henry, un alto funcionario del Foreign Office.

En medio de uno de los encuentros entre los amantes, sucede la catástrofe: una bomba cae en el edificio en el que se encuentran. Bendrix, medio sepultado por los escombros, al recobrar el sentido, encuentra a Sarah de rodillas, rezando. Más tarde, se nos revela que esta escena desencadena más de un milagro y, al menos, una conversión, tal y como se insinúa al inicio y al final de la historia.

El bautismo de Sarah (que ella ignora) se revela como un factor importante que nos habla de la imaginación católica de Greene. Con él, Greene quiere enfatizar el misterio de la gracia sacramental, y habla del bautismo como una vacuna, como un marcador visible de la voluntad de Dios. Porque Sarah comienza la novela inmersa en una relación adúltera, lo que significa que no hay en ella gracia santificante. Sin embargo, por causa de su bautismo –y aunque ella lo ignore– permanece en su alma una disposición intrínseca hacia Dios, una marca que no se borra, un hilo por el que la gracia actúa. Una gracia que, como parece insinuar al final de la novela  Greene, comienza a operar, incluso, en el escéptico Bendrix.

A lo largo de ese itinerario, los pecados de la carne se hacen visibles y envenenan a los dos protagonistas. Como nos advierte Aquino, nublan el entendimiento y perturban el ejercicio de la prudencia. Pero, a pesar de que en esa relación de pecado hay degradación y corrupción, como efecto natural de todo pecado, algo germina en medio de esa desolación. Hay milagros, conversión, redención y santidad; también hay amor. Y, por supuesto, esperanza, la esperanza que palpita en la ya citada frase del Apóstol sobre la acción de la gracia. Magnifica novela pues, dónde también habita la imagen de la acción salvadora divina al modo de un misterioso ser que persigue a los pecadores para salvarlos, hecha poesía en los maravillosos versos de Francis Thompson que llevan por título, El lebrel del cielo:

«Huí de Él, por las noches y por los días; 

Huí de Él, por los arcos de los años; 

Huí de Él, por los laberínticos caminos de mi propia mente».


LA PLENITUD DE LA SEÑORITA BRODIE (1961)


Vemos algo parecido en otra novela de otra escritora, también católica y conversa: Muriel Spark. La novela se titula La plenitud de la señorita Brodie, publicada en 1961.

La señorita Brodie es una maestra de mediana edad de una escuela de Edimburgo que cultiva una especial dedicación extraescolar hacia sus chicas, un pequeño pero selecto número de alumnas, el grupo Brodie: la inteligente Mónica, la guapa Jenny, la deportista Eunice, la sensual Rose, la observadora Sandy, y la pobre Mary.

A simple vista, parecería un libro más sobre profesores que cambian vidas, y quizá también lo sea. Ciertamente, Spark trata el peligro de la manipulación («dame una niña de una edad impresionable y será mía de por vida») y la perversa tentación de unir esto al intento de experimentar vivencias de forma vicaria en los manipulados, sin reparar en las posibles consecuencias para estos («debéis estar alerta para reconocer vuestro mejor momento en cualquier instante de la vida en el que se produzca. Entonces deberéis vivirlo al máximo»). Mas, sin duda alguna, toca igualmente el asunto que les traigo hoy, nacido de una de esas consecuencias.

Aquí, como en la obra de Greene, una de las alumnas de Brodie —Sandy Stranger— transita el camino que va del pecado a la fe. Y es precisamente el pecado, la ocasión del pecado (una de las consecuencias de las manipulaciones de Brodie), lo que parece posibilitar la conversión, lo que desencadena la acción sanadora de la gracia. 

Sandy, incitada por su mentora, tiene una aventura con un profesor de arte, católico y casado —Teddy Lloyd, pasión secreta de Miss Brodie—, y este pecado mortal es lo que la lleva a su conversión: «Dejó al hombre, tomó su religión y se hizo monja con el paso del tiempo». Aquí, como en El fin de la aventura, irónicamente, la imaginación de una de las protagonistas se vuelve sacramental en medio de su pecaminosa aventura.

No obstante, ya desde un inicio Spark nos presenta a Sandy como alguien especial, dotada de una gracia de discernimiento que la distingue de las demás chicas Brodie. Sandy es descrita como «perspicaz» y «observadora», la que «sabía más». Por esta razón, ella es la primera en percibir las deficiencias, la vanidad y la manipulación que encierra el idealismo de la señorita Brodie. No es un acto de su voluntad inicialmente, sino una iluminación de su intelecto.

Pero es el pecado de adulterio con Teddy Lloyd lo que se revela como un catalizador para la operatividad de la gracia. La desilusión y el vacío que surgen del pecado impulsan a Sandy a un mayor discernimiento, lo que la conduce, a su vez, a denunciar a Brodie ante la dirección del colegio. Si bien esta acción es socialmente tachada de falta de lealtad por las demás chicas Brodie, no es realmente así: para quien ama por encima de todo la verdad y el bien, ninguna lealtad personal puede sobreponerse a ello. Sandy elige la verdad y la protección de los demás frente a la lealtad ciega a una figura que considera dañina. Este es un acto de voluntad libre (cooperante) iluminado por la gracia.

Pero lo que finalmente precipita la conversión de Sandy es su aventura (su pecado). Se trata del catalizador, del desencadenante principal de un rechazo a la visión distorsionada de la vida y de la educación de su mentora Brodie, a la plenitud que Brodie ofrecía a sus alumnas (que se revela en la novela deudora de un peligroso emotivismo y de unos métodos e ideas controladores y manipuladores que finalmente demuestran ser defectuosos y erróneos), que finalmente la conduce a la Iglesia —instancia de autoridad moral y espiritual firme y segura— como lugar de gracia y orden, llevándola incluso a tomar los hábitos.

Su camino hacia la fe es pues, el resultado de gracias prevenientes (su clarividencia, su inquietud de búsqueda) que la preparan, y gracias cooperantes (su acto de denuncia ante la dirección del colegio, su conversión, su vida religiosa) que la llevan a responder libremente a la llamada de Dios. La complejidad moral de Sandy y sus errores previos hacen que su eventual conversión sea, desde una perspectiva católica, un testimonio aún más potente de la inagotable misericordia y la constante operación de la gracia divina.

Spark, católica conversa, estructura así un arco de redención que, sin moralismo explícito, muestra cómo un acto objetivamente desordenado puede ser el catalizador de un proceso de conversión a través de la gracia.


RETORNO A BRIDESHEAD (1945)


En la novela de Evelyn Waugh, Retorno a Brideshead (1945), la relación adúltera entre Charles Ryder y Julia Flyte es uno de los ejes centrales sobre los que el autor articula la acción de la gracia.

Como sabemos, Waugh declaró que su propósito con la novela era «hacer inteligible la doctrina de la gracia a una generación educada en el escepticismo». Y eso trata de desarrollarlo a través de distintos cauces argumentales. Uno de ellos es la historia entre Charles y Julia, que desemboca en una relación adúltera. Sin embargo, esta relación pecaminosa se ve interrumpida cuando Julia, movida por un profundo conflicto de conciencia de naturaleza religiosa, decide romper con Charles, a pesar del amor que se profesan ambos.

Comentando esta subtrama de la novela, George Weigel afirma que «la gracia no anula el pecado, pero transforma sus consecuencias si se le permite obrar», como así acontece.

El proceso de crisis moral y religiosa que atraviesa Julia y que desemboca en su decisión de abandonar a Charles, pasa por varias fases o acontecimientos.

En primer lugar, aquello que desencadena todo el curso de la acción es la conciencia de pecado de Julia —algo, por otro lado, no muy común hoy—:

«Me he casado con un hombre sin amor. Estoy viviendo con un hombre fuera del matrimonio. Eso es vivir en pecado, ¿no? No es solo una palabra que aprendí de niña. Es real, y lo he estado viviendo».

Ello sume a Julia en un doloroso desasosiego. Finalmente, reconoce que su felicidad mundana (con Charles) es incompatible con una comunión plena con la fe:

«No podemos tener felicidad y el Cuerpo de Cristo. No podemos tener ambas cosas. (…). Al final... todo se reduce a eso: Dios o nada. Y si no es nada, entonces todo lo demás tampoco vale nada».

Ello la lleva a renunciar a su amor mundano, y, si bien padeciendo un sufrimiento redentor, con la gracia actuando a través de este último. Como dice su hermana pequeña Cordelia, «creo que la cosa más misericordiosa que Dios puede hacer es dejarnos sufrir un poco».

Waugh nos muestra cómo la gracia no se manifiesta, obviamente, impidiendo el pecado, sino generando en el pecador (en este caso Julia) una conciencia culpable que le impulsa a un acto de renuncia y sacrificio sanador, como un paso hacia la redención. El pecado, en este contexto, se convierte en la ocasión para una acción profunda y transformadora de la gracia divina, lo que finalmente lleva a Julia a elegir el amor a Dios por encima de la felicidad mundana.

Sin embargo, esta conversión de Julia es más bien un regreso. A diferencia de Charles, Julia es una bautizada. Un bautismo que infundió la gracia en su alma. Esto significa que, incluso cuando se aleja de Dios por el pecado, esa semilla divina no se erradica por completo. Permanece en ella como una disposición intrínseca hacia Dios, como una marca que no se borra. Esta huella, esta inclinación subyacente hacia Dios, es lo que hace más fácil para Julia que para Charles aceptar la llamada de Dios, pues ella ya está unida a Él por el sedal del pescador. Como nos dice el fragmento del cuento del padre Brown de Chesterton que es leído en un momento de la novela:

«Lo atrapé con un anzuelo invisible y un sedal invisible que es lo suficientemente largo como para dejarlo vagar hasta los confines del mundo y aún para traerlo de vuelta con un tirón del hilo».

Pero la acción de la gracia no se detiene en Julia. Como señala Joseph Pearce, «el sacrificio de Julia, renunciando a Charles por su fe, es la vía por la que Charles llega, finalmente, a la fe también». Por que, si bien la reacción inicial de un Charles todavía agnóstico es de perplejidad y absoluta incomprensión, la ruptura, sin embargo, le obliga a enfrentarse a una fuerza que es real para Julia, aunque en principio ininteligible para él, pero que intensifica en su corazón un ansia de algo más que ya está en él desde el inicio de la novela, algo más allá de lo mundano y lo estético y que quizá podríamos llamar gracia excitante, que se va incrementando a medida que conoce a la familia Flyte. Su fe católica es el centro de ese algo más. Y la ruptura de Julia, impulsada por esa fe, cimenta en Charles la idea de que una misteriosa y poderosa fuerza opera en los Flyte y en su casa familiar, Brideshead.

Así pues, el abandono por parte de Julia, motivado por su fe (junto a algún otro suceso que no desvelaré), es el acontecimiento que más directamente desencadena en Charles una apertura progresiva a la gracia, dando respuesta a ese algo más que le desasosiega, y culminando finalmente en su conversión implícita al final del libro.

En esencia, Retorno a Brideshead es una meditación literaria sobre cómo la gracia divina persiste y opera de maneras misteriosas y, a menudo inquebrantables en las almas humanas, incluso en medio del pecado, la duda y el sufrimiento, llevando finalmente a la redención y al retorno a Dios. La novela ilustra que la gracia no es un evento único, sino un proceso continuo de toques y llamadas divinas y respuestas humanas.

Es también –si se lee con atención– un muestrario de las distintas formas de gracia que los teólogos han descrito, y de los problemas planteados por la relación, siempre misteriosa, entre la naturaleza y gracia. Mas, sobre todo, es un ejemplo brillante del aserto paulino de que, donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia.


EPÍLOGO

Bajo unos ojos seculares, ciertamente muchos podrán ver en estas tres novelas las desencantadas crónicas de unas fallidas historias de amor, o profundos análisis sobre las implicaciones y confusas relaciones entre el amor y el odio, o reflexiones sobre la frustración, el rencor y las amarguras de los amores ilícitos; incluso podrán pensar que se trata de los sórdidos relatos de vulgares pasiones adulterinas.

Pero no es del todo así. La mayoría de las cosas siempre esconden algo, algo más profundo y significativo, y esto sucede con frecuencia en el arte, que se sirve del símbolo y de la alegoría. Y en el caso de estas novelas, bajo este manto secular, todas ellas tratan de la conversión y de las formas, en ocasiones impredecibles e inimaginables, a través de las cuales Dios puede atraparnos con su gracia; incluso —y, sobre todo— rescatándonos en medio del pecado.

Sarah Miles termina su historia en olor de santidad, pero vemos sus esfuerzos por resistirse a ello. La renuencia —casi obstinación— sardónica y pertinaz de Maurice Bendrix, al que él llama el Dios de Sarah, finalmente se hace añicos cuando el peso de la evidencia se vuelve abrumador. Julia Flyte sufre un despertar a la conciencia del pecado, desasosegante y doloroso, y Charles Ryder no alcanza su conversión sino tarde, tras dificultades y tropiezos. Lo mismo que Sandy Stranger, tras su amarga experiencia amorosa y un pausado —que no doliente— proceso de conversión. Notarán que ninguna de estas epifanías de fe resultan inocuas ni fáciles. Pero, ¿acaso no nos dijo Él que el camino verdadero era un camino estrecho?

Estas palabras de C. S. Lewis, extraídas de su Mero cristianismo, lo expresan mucho mejor:

«Imagina que eres una casa. Dios entra en ella para reformarla. Al principio, quizás puedas entender lo que hace. Se pone a arreglar las bajantes, a quitar las goteras del tejado, etcétera. Tú ya eras consciente de que había que hacer esas cosas, así que no te sorprenden. Pero, de repente, Dios empieza a revolver la casa de un modo que te duele mucho y que no parece tener ningún sentido. ¿Qué diablos está haciendo? La explicación es que se ha puesto a construir una casa muy diferente de la que tú pensabas: erigiendo una nueva ala por aquí, añadiendo una planta entera más allá, levantando torres, creando nuevos patios. Tú pensabas que te estaba convirtiendo en una casita decente, pero resulta que está construyendo un palacio. Y es que tiene la intención de vivir en él».

Y para hacer en nosotros esa obra nos llama, incesantemente, incansablemente; no deja de prestarnos su atención amorosa, solícita y dura en ocasiones, como todo buen padre sabe; e incluso nos persigue para rescatarnos. No importa el escenario; no importa el clima social, político o religioso; no importa cuánto huyamos ni a dónde huyamos: Dios va tras de nosotros. Esto lo saben Greene, Spark y Waugh, y sus novelas son, en gran medida, una historia sobre la, aparentemente improbable, actuación de Dios en un mundo completamente moderno y agnóstico, persiguiendo, atrapando y salvando a un pecador.

Como diría Waugh, estas historias son representaciones dramáticas y poéticas de «la operación de la gracia divina sobre un grupo de personajes diversos, pero estrechamente conectados». Y son también una fuerte afirmación, incluso ante aquellos agnósticos o escépticos que se acerquen a sus lecturas, de que la Iglesia católica, lejos de ser una rígida estructura, burocrática y opresiva, es un canal de gracia, un cuerpo vivo cuya cabeza es Cristo.

Y es que, así actúa el amor de verdad, ese que «mueve al sol y las estrellas». Así nos transforma y nos sana. Así nos prepara para Él. Aunque seamos pecadores... Y, sobre todo, porque lo somos.

Como escribió Santa Catalina de Siena:

«Todo viene del amor, todo está ordenado para la salvación del hombre, Dios no hace nada sin esta meta en mente».


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