WODEHOUSE, O CÓMO CASARSE SIN DEJAR DE REÍR




«Si ustedes son inmunes a este tipo de humor, entonces, para decirlo con una de las citas de Shakespeare preferidas por Wodehouse, es probable que solo estén hechos para las traiciones, las estratagemas y las rapiñas».

Stephen Fry


«—Llevaba ese vestido azul la primera vez que la vi, Corky. Y un sombrero con floripondios. Ocurrió en el metro. Yo le cedí mi asiento y, mientras me cernía sobre ella, colgado de una correa, me enamoré totalmente en un instante. Te doy mi palabra de honor, muchacho, de que me enamoré de ella por toda la eternidad entre las estaciones de Sloane Square y South Kensington».

P. G. Wodehouse. Ukridge


«El matrimonio no es un primer plano de una película, con un lento fundido en negro tras un abrazo. Es una sociedad, ¿y de qué sirve una sociedad si no pones tu corazón en ella?».

P. G. Wodehouse. Jill, la temeraria



Puede sonar pretencioso, pero creo que un poco de medicina wodehousiana puede aligerar las dolencias crónicas que, respecto al noviazgo y el matrimonio (y las relaciones entre los sexos y el sexo mismo), asolan nuestro mundo hoy día. El maestro inglés, bajo su aparente inocencia y tontería, nos suele brindar, aunque disfrazadas de su característico humor y aguda pluma, aleccionadoras muestras de las virtudes que encierran esas instituciones sociales. Y es que estamos en una situación tan desesperada que todo remedio es bienvenido; incluso aunque, sorprendentemente, pueda parecer disolvente y banal.

Piensen en comedia ligera y profundidad moral; eso es lo que nos ofrece Wodehouse. Y no crean que estoy sacando de donde no hay. Lo verán de inmediato.

Lo primero que hay que desentrañar, aquello que precisa desbroce y limpieza, es despojar a la obra wodehousiana de una única dimensión que necesariamente la reduce: el humor. Por supuesto que ese humor es su esencia. Sin él, Wodehouse sería un fino estilista del idioma inglés que, sin duda, se habría abierto paso en el mundo literario anglosajón, pero del que hoy hablaríamos poco o, quizá, nada.

Pero su grandeza está ahí, y va más allá aún de su fundamental, fino y desternillante humor. Y eso nos hace tenerlo en el corazón y en el alma, y acudir a él buscando consuelo; y, por qué no, consejo. Esa grandeza de Wodehouse radica en que, con su obra, nos regala no crítica social, como hacen muchos colegas suyos, sino celebración, fiesta. Esa fiesta que elogió tan hermosamente el filósofo Josef Pieper, en su obra El ocio y la vida intelectual. Esa fiesta y esa celebración que está en el centro de la vida del cristiano, lo mismo que su aparente contradicción: el sufrimiento. Como en tantas otras paradojas cristianas, ambas cosas van unidas, y se sirven y protegen, se ayudan y se sostienen. Pero este es otro tema.

Volviendo a Wodehouse, y volviendo a su trato del noviazgo y el matrimonio, tengo algo que decirles al respecto.

Wodehouse nos regala una celebración ritualizada de ambas instituciones. Dos instituciones que, además, sostienen su microcosmos literario. En su mundo, el noviazgo es como un huracán pasajero y el matrimonio semeja la roca (a veces opresiva) sobre la que se erige la culminación de muchas de sus tramas.

Su genio consistió en tomar las bases de una sociedad eduardiana que ya no existía para usarlas como engranaje perfecto de una máquina de risa eterna e inofensiva, desde donde promover la virtud y la decencia a un mundo que ya empezaba a desconocerlas. Nos dice así el académico Norman Murphy: «Sus personajes operan bajo un código moral anticuado pero coherente. El caos del noviazgo y la tiranía matriarcal son perturbaciones dentro de un sistema que, en última instancia, venera la estabilidad conyugal como base de la civilización». Eso lo tenía muy claro Wodehouse, y no solo lo expuso en sus historias, sino que, igualmente, lo puso en práctica con su largo matrimonio (de más de 60 años) con su esposa Ethel, feliz y de por vida.


El noviazgo

Wodehouse retrata el noviazgo como un preludio ineludible con vistas al matrimonio (siempre en el horizonte), implosionando regularmente por enamoramientos repentinos y a menudo cómicamente transitorios. Uno de los personajes que más frecuentemente protagoniza episodios de cortejo es Bingo Little (uno de los zánganos, alto y delgado, y con una conocida aversión a la vida rural), quien se enamora varias veces a lo largo de la saga Jeeves. En el relato titulado Jeeves hace funcionar su acreditado cerebelo, Bingo se enamora de una camarera llamada Mabel y, a pesar de la diferencia social, el noviazgo es tratado con intensidad sentimental y, por supuesto, cómica. No obstante las dificultades, en una historia posterior (Bingo y la camarera), la insistencia de Bingo le lleva a culminar el noviazgo casándose finalmente con Mabel, con lo que las peripecias y embrollos previos se disuelven como por arte de magia; todo queda restablecido en clave de aceptación: el noviazgo conduce, como debe ser, a una relación matrimonial reconocida y celebrada. En El Inimitable Jeeves (donde se encuentran las historias) se puede leer lo siguiente:

«—Está enamorado. Por quincuagésima vez. Le pregunto, Jeeves, de hombre a hombre, ¿ha visto usted en su vida algo semejante?

—Míster Little tiene, desde luego, un corazón ardiente, señor.

—¡Un corazón ardiente! Creo que tendría que llevar una camiseta de amianto».

Para Wodehouse, el noviazgo exige un nivel de entusiasmo romántico desmesurado, que los hombres encuentran agotador y que las mujeres suelen vestir de un romanticismo bastante cursi, pero que resulta inevitable y socialmente obligatorio. Es un campo de batalla purificador, aunque lo que purifique no sea el fuego de una pasión avasalladora, sino las vicisitudes de una fuerza motora de la naturaleza llamada amor, que, si bien es comprendida perfectamente por las féminas, es vista con absurdo desconcierto por los varones. Los obstáculos se suceden, y los protagonistas deben sortearlos, a menudo con la ayuda de terceros (regularmente de Jeeves) o con la intervención fortuita del destino. Los desafíos del amor que han de afrontar van desde la falta de fondos hasta la desaprobación familiar, pasando por inevitables y comiquísimos malentendidos. Bertie Wooster, como héroe arquetípico wodehousiano, es acompañado en estas tribulaciones amorosas por el ya citado Bingo y por otros tantos zánganos como Freddie Threepwood (hijo de Lord Emsworth, se compromete con Aline Peters, le propone matrimonio a Eve Halliday, y finalmente se casa con Aggie Donaldson), Pongo Twistleton (se casa con Sally Painter, el matrimonio lo convierte en un ciudadano sobrio, más incómodo que nunca con las exuberantes costumbres del tío Fred), Tuppy Glossop (se compromete con Angela Travers, hija de la tía Dahlia) o Gussie Fink-Nottle (cuidador de tritones con aspecto de camarón abstemio; se compromete con Madeline Bassett). Y, por supuesto, supervisando las operaciones, siempre en la sombra, el omnisciente Jeeves.

Veamos un ejemplo de ello, con el pobre Fink-Nottle en De acuerdo, Jeeves:

«—Pero ¿cómo podía salir mal? Ella lo ama, Jeeves.

—¿De veras, señor?

—Me lo ha dicho clara y rotundamente. Él no tenía más que declararse.

—Sí, señor.

—Pues bien, ¿no lo ha hecho?

—No, señor.

—¿Y de qué diablos ha hablado?

—De las salamandras, señor.

—¿De las salamandras?

—Sí, señor.

—¿Salamandras?

—Sí, señor.

—Pero… ¿qué necesidad tenía de hablar de salamandras?

—No tenía necesidad alguna, señor. Por lo que he podido saber por el Sr. Fink-Nottle, nada distaba más de sus propósitos».

Al respecto, uno de sus biógrafos, Frances Donaldson, escribe: «Wodehouse construye minuciosamente obstáculos absurdos para el amor joven, solo para que su superación (usualmente por Jeeves) reafirme el triunfo del orden social tradicional y su mecanismo reproductivo».


El matrimonio

Y es que el noviazgo, con su accidentado cortejo, es siempre un paso previo al matrimonio, necesario y absolutamente conveniente, a fin de que, entre otras cosas, se puedan evitar episodios vitales desastrosos —como escribe el mismo Wodehouse, con su fina ironía—, como por ejemplo «uno de esos desafortunados malentendidos que son tan propensos a dividir corazones, el tipo de cosas sobre las que Thomas Hardy solía escribir».

Y en esto del matrimonio, Bertie es tremendamente escurridizo y nunca culmina el juego, pero, por ejemplo, sus amigos Bingo, Freddie y Pongo sí lo hacen.

Pero para Plum, el matrimonio es una cosa seria que no tiene su fundamento primordial en un vacuo romanticismo. No, «el único matrimonio feliz es aquel que se basa en un fundamento firme de disputas casi incesantes». Wodehouse concibe la unión matrimonial como una comedia, sí, pero donde tiene lugar un conflicto continuo, un conflicto que es símbolo no de ruina, sino de celebración, de vida compartida, de una vida que se pasa al lado de un otro que es, a un tiempo, uno. Porque el pasar del tiempo solo se puede celebrar si se pasa junto a alguien, y qué mejor manera que en una vida esponsal nacida de la mayor de las promesas. Al igual, por cierto, que para Chesterton, quien decía aquello de que el matrimonio es un duelo a muerte que ningún hombre de honor debería rechazar, ya que todo el placer del matrimonio radica en que es una crisis perpetua.

En todo caso, en la obra de Wodehouse el matrimonio se presenta como institución venerable y fuente de orden social, e incluso vehículo de madurez personal. Tal es así que Wodehouse (en Muy bien, Jeeves) llega a poner en boca del tío George el siguiente consejo para Bertie:

«—El matrimonio es un estado honorable.

—Oh, totalmente.

—Haría de ti un hombre mejor, Bertie.

—¿Quién lo dice?

—Yo lo digo. El matrimonio te haría pasar de joven y frívolo bribón a… eh… no-bribón».

Porque, aunque Bertie Wooster huya de él como de la peste, el matrimonio es para Wodehouse un estado natural y, consecuentemente, es deseado por prácticamente todos los demás personajes jóvenes. En The Mating Season (que podría traducirse como Temporada de apareamiento, y que creo no se ha traducido al español), por ejemplo, el caos gira en torno a asegurar que los noviazgos correctos culminen en matrimonios correctos.

La excelencia del matrimonio wodehousiano radica, pues, en ser el final feliz perfecto, cómico sí, pero feliz. Por cierto, paso por encima de la evidente —y suave— tiranía matriarcal que muestran algunas de sus historias, debida quizá a la fría y distante madre que tuvo que padecer nuestro Plum, lo que hace que en muchos relatos quede en el lector el poso de una idea del matrimonio como un sistema solar de planetas (maridos) orbitando alrededor de estrellas (esposas).

Por último, una recomendación que me hace recordar con cariño al gran Jorge Ferro. En una ocasión, comentando este blog, nos incitó a leer La reverente pasión de Archibald (recogido en el libro titulado, Mr. Mulliner tiene la palabra). Mr. Mulliner cuenta la cautivadora historia del cortejo de Aurelia Cammarleigh por parte de su sobrino Archibald. La historia se desarrolla con el telón de fondo del Club de los Zánganos, desde cuyas ventanas Archibald ve por primera vez a la encantadora Aurelia. Guiado por el consejo de su amigo Algy Wymondham-Wymondham, Archibald pasa como puede por los desafíos y la irracionalidad del amor para ser merecedor del cariño de Aurelia. Como nos decía Ferro, todo «un tratadito de moral».

Y es que, al final, Plum hace su trabajo; en todos nosotros, sus lectores; consciente o inconscientemente. Pero lo hace. Y es un buen trabajo, por demás. Lo que me lleva a acabar. Y voy a hacerlo con Stephen Fry, el actor con el que comencé este artículo, y que creo ha dado en la pantalla el mejor y más adecuado de los Jeeves:

«Lo he escrito ya antes y no me avergüenza escribirlo de nuevo. Sin Wodehouse, dudo que yo fuera hoy la décima parte de lo que soy…, sea esto cuanto sea.

En los años de mi adolescencia, los escritos de P. G. Wodehouse me descubrieron las posibilidades del lenguaje. Sus ritmos, sus tropos, sus trucos y manierismos arraigaron profundamente en mí.

Pero, por encima de eso, me enseñó acerca de la bondad. Es suficiente ser compasivo, ser educado, ser divertido, ser bondadoso».

Pues eso.

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