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«Piensa que es tan valiente» de Haddon Sundblom (1899–1976), y «Cuento de hadas», de Elizabeth Forbes (1859-1912). |
«¡Ah, la igualdad!… La igualdad no es lo más profundo, ¿sabes?»
C. S. Lewis. Esa horrible fortaleza
Como sabemos por propia experiencia, los sentimientos son fluctuantes y las pasiones volátiles. Por ello no constituyen un suelo firme sobre el que construir nada: ninguna casa puede erigirse sobre la arena. Las emociones cambian; encandecen y se enfrían; solo la voluntad bien educada puede entrelazar sólidamente los vínculos que sostienen una vida.
Pero ello no quiere decir que las emociones sean malas. Como diría santo Tomás, son movimientos naturales del apetito sensitivo, y por ello moralmente neutras en sí mismas. Solo adquieren valor moral al ser informadas por la razón y la voluntad, cuando dirigidas por las virtudes tienden hacia el bien, o por los vicios, hacia el mal.
Así que, aunque hemos de tenerles cierta prevención —debido sobre todo a su fuerza, de difícil control—, no debemos —ni podemos— prescindir de ellas. Una buena vida exige ser vivida a través de las emociones y pasiones. Si bien, parafraseando a la inversa al filosofo David Hume, nuestra razón nunca deberá ser esclava de nuestras pasiones. Por ello es importante conocerlas y controlarlas.
Algunas de estas emociones cuando nos embargan, causan en nosotros cambios, nos perturban, hacen vibrar nuestro corazón, e incluso desatan en nosotros lágrimas y llantos.
Estas turbaciones, estas inquietudes y desatinos del corazón, traen consigo una manifestación emocional diferente en uno y otro sexo. Y a la inversa, aquello que desata o provoca una efusión sentimental puede también ser distinto según hablemos de mujeres u hombres. Es así; esta es nuestra naturaleza, nuestra esencia. Y no hay nada malo en ello siempre que se mantenga dentro del orden natural de las cosas.
Los hombres suelen emocionarse con unas cosas y las mujeres con otras. Y ambos se emocionan, a veces en desigual medida, por algunas otras que les son comunes. Pero la diferencia permanece, y no en desdoro de ninguno de ellos. Se trata de algo tan antiguo como nuestras conciencias y que no nos ha sido enseñado por ninguna ideología.
Con frecuencia, una mujer vierte lágrimas y se ve sobrecogida por el llanto, ante una propuesta de matrimonio, incluso aunque no sea ella la protagonista. Inconscientemente, su alma se proyecta hacia un futuro que se encuentra entrelazado con ese presente: contempla la formación de una familia, siente en lo más profundo de su ser una conmoción antigua; conoce ya, sin apenas catarlo, el peso y la belleza de convertirse en el amor de un hombre, en el centro de un hogar, y le turba la gloria de ofrecer su cuerpo como dación, guarda y cuidado de una nueva vida. Alberga en su corazón la íntima convicción de que se trata de algo sagrado, y eso la estremece, aunque no sea sepa porqué.
Un hombre, en cambio, puede enmudecer, y permanecer impávido —aunque con lágrimas en los ojos— al contemplar la realización de un logro, o cuando es protagonista de este. Cuando presencia o se ofrece en sacrificio por el bien del grupo, del clan, de la familia. Sin saber ni cómo ni por qué, se le hace un nudo en la garganta. Y es que, de igual forma, algo antiguo se agita en su corazón. Fue hecho para proteger, para sobrellevar las cargas que otros no pueden afrontar, para mantener la línea de defensa contra el dragón. Y lo hace, porque, aunque no lo sospeche o ni siquiera lo intuya, ese es el tipo de hombre que está destinado a ser.
Todo ello revela algo profundo de nuestra naturaleza. Somos dos, y somos uno. Nos complementamos y nuestras pasiones y emociones pueden y deben acompasarse, potenciarse y sosegarse mutuamente. Les guste o no a algunos, existe una complementariedad profunda entre lo masculino y lo femenino. No es una invención de la moda o una pasajera filosofía de salón, sino que se arraiga en arquetipos naturales, grabados a fuego en nuestro corazón. Y se trata de arquetipos (no estereotipos mudables y deconstruibles), porque se refieren a algo que está en el principio u origen (archē) de la realidad, más allá de nuestros gustos o preferencias. Son cimientos. Sólidos como rocas; no clichés de revista barata. Son reales. Son antiguos. Son verdaderos.
Como dice Peter Kreeft, a pesar de que «las palabras "masculinidad" y "feminidad han sido reducidas de arquetipos a estereotipos» (...) «la diferencia entre la masculinidad y la feminidad es creada por la naturaleza, y existe en todos los tiempos y lugares».
De acuerdo a este arquetipo primigenio y dual, no solo tenemos particularidades sentimentales, sino que también nos suelen gustar diferentes cosas. Y nos gusta contemplar esas “cosas” que nos hacen emocionarnos y conmovernos a cada uno de forma diferente. Y disfrutamos al contemplar esa dispar manera de sentir.
Y dado que es cierto que la vida humana se manifiesta en dos modos de ser y estar, el masculino y el femenino, igualmente es crucial que tanto hombres como mujeres sepan de ambos. Por ello es conveniente que las jóvenes conozcan y aprendan sobre hombres virtuosos, sobre su valentía, su manera de ser, y sobre lo que buscan en una mujer. Y viceversa los chicos respecto de las mujeres.
Como ya comentamos en una ocasión (Libros para unas y para otros; libros para todos), una manera de ayudar en esto será con la lectura de libros, que si bien, de entrada, no parecieren ser de la preferencia natural de uno u otro sexo, precisamente por esa razón podrían servir de modelo en el aprendizaje moral y sentimental de unas y otros. Hay que animarles a que crucen el puente de vez en cuando. Que Lean lo que normalmente no leerían. Porque eso los hace más completos. Pero sin forzar demasiado. Sin romper lo que es verdadero.
Porque, como ya hemos dicho, no somos iguales; no podemos evitar que nos atraigan cosas diferentes; y, por lo tanto, libros diferentes. Ello no solo supondrá un modo de aprendizaje para unas y otros sobre modelos morales de su propio sexo (algo también fundamental), sino que también —y esto es muy importante—, les hará disfrutar más plenamente.
Así que, dejen que sus hijos se sumerjan en novelas de aventuras, exploraciones y batallas, y sus hijas se deleiten con romances, vidas cotidianas y relaciones de familia. No les quitemos a nuestros hijos sus mapas, ni a nuestras hijas sus estrellas. Dejemos que cada uno explore a la manera en que fue hecho para explorar. Que en ocasiones crucen el puente, sí. Que lean y observen; que aprendan. Pero que no se les olvide quienes son; ni de dónde vienen ni a dónde van. Ello es lo natural, y por ello, es lo bueno.
Gracias por sus fantásticos artículos, siempre acertados y lúcidos.
ResponderEliminarEstimado, sus artículos son realmente edificantes. Le agradezco profundamente porque me han servido (y me sirven) para crecer en mi labor como esposo y padre. Siga así. Rezo por usted.
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