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«Una buena cosecha de maíz». N. C. Wyeth (1882-1946). |
«Por esto os digo: no os preocupéis por vuestra vida: qué comeréis o qué beberéis; ni por vuestro cuerpo, con qué lo vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento? ¿y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran ni siegan, ni juntan en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?».
Mateo 6, 25-26.
«Llevaron a tierra las barcas, y dejándolo todo, le siguieron».
Lucas 5, 8-11.
«Si consigo evitar
que un corazón se rompa
no habré vivido en vano.
Si consigo aliviar
el dolor de una vida
o colmar una pena,
o tan sólo que vuelva el petirrojo
desvalido a su nido,
no habré vivido en vano».
Emily Dickinson
En una época que ha perdido el sentido de lo trascendente, no sorprende que tantas personas anden a la deriva, preguntándose, con una mezcla de angustia y desconcierto, qué hacer con su vida. «¿Cuál es mi vocación?», preguntan, como si la respuesta pudiera encontrarse consultando al ChatGPT. Sin embargo, la pregunta —esta pregunta fundamental— es tan antigua como el hombre. Su sola formulación ya delata que en el corazón humano habita un sentimiento de propósito, una conciencia, por difusa que sea, de haber sido creado para un fin.
Santo Tomás de Aquino, nos recordaba que siempre es conveniente distinguir, y en este asunto no habría de ser menos: hemos de distinguir entre el orden natural y el sobrenatural. Entre lo que hacemos para sobrevivir en este mundo sublunar y lo que hacemos para salvarnos. Una carrera profesional —ese constructo moderno que glorificamos como si fuera el fin último de la existencia— es, en el mejor de los casos, un medio para sostenernos, para mantener una familia, para contribuir al bienestar terrenal de la comunidad humana, a un bien común social y político. Pero la vocación, en el sentido tradicional, no es eso. Es una llamada de lo alto, una invitación a participar en algo verdaderamente grande: el diseño divino.
Por eso, no se trata de una construcción del yo personal, sino de una aceptación humilde del orden al que pertenecemos. Es la forma en que deberíamos responder a la intención con la que fuimos creados; es descubrir aquello a lo que estamos llamados, y poner la vida en ello.
Por lo tanto, aunque se ejerce en el mundo, no se origina en él. No es fruto de nuestra voluntad, sino de un don que no es de aquí, ni es para aquí. Pero, ese fin sobrenatural no menoscaba su realidad terrena: como he dicho, habrá de hacerse posible en este mundo, y por lo tanto se cruzará, se sobrepondrá o se enfrentará a todo tipo de exigencias temporales, económicas y sociales.
Y así, en ocasiones, lo natural y lo sobrenatural coincidirán: una profesión puede ser, a la vez, el medio de subsistencia y el lugar concreto donde se realiza una vocación. Pero esta coincidencia no es la regla. La confusión de ambos planos es una tentación especialmente moderna: convertir el éxito profesional en signo de realización espiritual, o suponer que toda “pasión” es una vocación cuando muchas veces no es más que una refinada forma de narcisismo.
Así que, muchos se verán llamados a cumplir su misión vocacional fuera del marco de su ocupación profesional; pero todos tenemos una vocación por descubrir. El mismo cardenal Newman —un guía imprescindible en este tema— lo dijo con una lucidez admirable:
«Cada uno de nosotros tiene una misión. Dios nos ha creado para un fin. No somos obra del azar. Incluso los que llevan una vida modesta, incluso los que padecen, incluso los que no entienden su propio camino, son instrumentos en manos de Dios».
Es posible, incluso, que esa llamada pueda no ser una labor concreta y especifica, si no simplemente la manera en que llevamos nuestra vida, en todos sus aspectos, incluido el de ese trabajo aparentemente tan terrenal y prosaico: dentro o fuera de ese trabajo nuestro, en nuestra casa o en el lugar de empleo, con la familia, con los amigos o con desconocidos, no importan cómo, dónde ni cuándo, pero siempre cerca de Dios. Porque, de lo que se trata es, como señaló san Agustín, de llegar a Él:
«Nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti».
Todo ello hace de la vocación un asunto incómodo para los modernos. La gente de hoy habla mucho de "construir su futuro", como si la vocación fuera un auto-proyecto a realizar en alguna parte —normalmente en alguna institución educativa superior—, con la inestimable colaboración de algún gurú de la autoayuda o de algún orientador académico. Por supuesto, sin menospreciar la necesaria formación profesional o técnica, que, en principio, no es incompatible con la vocación y muchas veces es expresión de la misma.
No sé por qué, pero sospecho que es más bien al revés: que la vocación, como esa fuerza extraña que te impulsa a hacer algo, te encuentra, te persigue, te acorrala hasta que no tienes más remedio que ceder (siempre que seas lo suficientemente valiente como para ser sincero contigo mismo). No es una elección de menú en un restaurante de moda; no es como levantar una casa, empieces o no por el tejado; es más bien una cadena que, una vez te toca, te atrapa, para ofrecerte desde su interior, lo creas o no, una bendición.
Pero como he dicho, esta idea es inconveniente a los ojos de la modernidad. Dos podrían ser las razones: constituye una limitación; y nos viene impuesta, En esta era de autodeterminación kantiana, donde cada cual se supone que debe ser el arquitecto de su propio destino, la idea de una vocación innata, casi predestinada, resulta incómoda. ¿Cómo es posible que algo tan personal no sea fruto de nuestra libre y soberana decisión, sino de un “algo” de origen misterioso? Pero, lo cierto, le guste o no a los modernos, es que la vocación no es un capricho, ni siquiera una decisión pelagianamente meditada. Es una necesidad del alma, un imperativo que, si se ignora, deja a los hombres huecos, como diría Eliot, o sin pecho, como apuntaría Lewis.
Y es que, en esta sociedad del curriculum vitae y del linkedin, ya no se vive en busca de lo verdadero, sino en una suerte de mercado persa de aspiraciones, estatus y cuentas corrientes. Decidir “quién quiero ser” ha reemplazado el viejo anhelo de saber “para qué he sido hecho”.
Por ello, hoy descubrir la vocación auténtica —y seguirla— se ha vuelto más difícil que nunca, y no porque Dios haya dejado de hablar, sino porque hemos llenado el silencio con tanto ruido que ya no podemos oír. Hace muchos años, Dionisio Areopagita escribió algo que nos sirve hoy, por que el «silencio muestra los secretos»:
«Allí los misterios de la Palabra de Dios
son simples, absolutos, inmutables
en las tinieblas más que luminosas
del silencio que muestra los secretos».
Por si fuera poco, hemos contribuido a agravar el problema con algún que otro obstáculo. Dorothy L. Sayers, lo expresó con fuerza en su ensayo ¿Por qué trabajar?. Allí denuncia la forma en que la Iglesia ha cedido al mundo la idea de que el trabajo es una esfera estrictamente secular, permitiendo así que la labor profesional se disocie de la vida moral y espiritual. Para Sayers, la vocación del carpintero no es sólo comportarse decentemente, sino también hacer buenas mesas. El trabajo bien hecho es en sí mismo un acto de adoración. Esta es una verdad antigua —basta pensar en San Benito— que nosotros, cegados por la eficiencia y la rentabilidad, hemos olvidado.
Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿cómo saber cuál es nuestra vocación?
No hay respuestas automáticas, ni manuales infalibles. La vocación no es algo que se elige en un catálogo. Es algo que se descubre, muchas veces lentamente, a través de oración, sacrificio y atenta escucha. No siempre llega de inmediato o con claridad, y no siempre se realiza en las condiciones ideales que habríamos imaginado. Pero incluso en medio de esa incertidumbre, una certeza superior debe guiar nuestra actitud: la convicción de que hemos sido llamados; de que tenemos una misión, sea cual sea esta. Incluso, que el sufrimiento, la enfermedad, la soledad —como dice Newman—, pueden ser parte de ese plan misterioso.
En esa búsqueda, la virtud de la esperanza se erige ante nosotros, fundada en la confianza filial de que Alguien nos conduce, aunque no veamos el camino. Por eso, no debemos temer al silencio ni a la espera. Nuestra tarea será mantenernos disponibles, obedientes, atentos. La vocación puede no coincidir con nuestros deseos, ni con nuestras aparentes aptitudes, pero siempre se ajusta a aquello para lo que fuimos hechos.
No nos afanemos, entonces, por encontrar una fórmula, y mucho menos desesperemos. Busquemos, con paciencia y perseveración, la disposición adecuada: Ora et labora. Y, en tanto, como dice el Salmo, «Haz lo que es justo y espera en el Señor». Newman escribió con sabiduría:
«Si estoy enfermo, mi enfermedad le puede servir; si perplejo, mi perplejidad le puede servir; si apenado, mi pena le puede servir. Mi enfermedad o perplejidad o pena puede ser la causa necesaria para algún gran fin que está muy por encima de nosotros. Él no hace nada en vano; puede que alargue mi vida, puede que la acorte; Él sabe lo que quiere. Puede que me quite los amigos, puede que me arroje entre extraños, puede que me haga sentir desolado, que me hunda el ánimo, que me esconda el futuro; con todo, Él sabe lo que quiere».
Que nuestro deseo sea, como Newman, orar con verdad:
«No me has creado en vano».
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