UN ALIENTO DE ESPERANZA

«Una pausa en la lectura». William Sergeant Kendall (1869-1938).



«Alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación, perseverantes en la oración».

Romanos, 12:12.


«Al bien hacer jamás le falta premio».

Miguel de Cervantes.




De vez en cuando, se me acercan padres preocupados. En sus semblantes se refleja, tanto la preocupación del compromiso como la desolación de la desesperanza. Hacen de todo: se implican a fondo, dedican tiempo, atención y amor; pero los frutos se hacen esperar, o son tan precarios que no parecen merecer los esfuerzos. Me estoy refiriendo, desde luego, a la esforzada labor de crear en nuestros hijos el hábito virtuoso de leer buena literatura. 

Mi respuesta es siempre la misma: la labor es dificultosa; el esfuerzo, hercúleo; y los progresos, lentos. Por eso, los frutos se hacen esperar y la espera es desalentadora. Esfuerzo, dificultad y lentitud, son circunstancias que no van con nuestros tiempos de prisas, recompensas inmediatas y escuálidos esfuerzos. Pero les reitero, con convicción y firmeza, que se trata de un trabajo heroico que traerá consigo recompensas. Empero, como sucede con la siembra, el tiempo de cosecha requiere su espera. 

Esta postura se fundamenta en gran medida en la experiencia –la mía y la de otros que han escrito y meditado sobre el tema–, pero también en algunas ideas que, aunque sencillas y de uso común, no dejan de ser verdaderas. Su mera mención podría ayudar a sobrellevar esta labor, en principio, árida e ingrata.


Las buenas cosas tardan en llegar

La primera idea es que las cosas buenas se hacen esperar. Es un concepto que viene de lejos. En la antigua Grecia, Platón sostenía que el bien supremo (ἀγαθόν) requería la educación del alma y, por tanto, tiempo, rechazando la idea de la gratificación inmediata. Su discípulo Aristóteles, en la Ética escrita a su hijo a Nicómaco, vincula la virtud a la phronesis (prudencia) y defiende que su desarrollo exige una formación progresiva, repetición, hábito y espera: el verdadero bien es «el resultado de toda una vida lograda». Por otra parte, la idea de que el bien no es inmediato porque el mundo no está hecho para el deseo, sino para la virtud, era un pensamiento común entre los estoicos, como Séneca y Epicteto. Este último escribió: «ninguna cosa excelente se produce de pronto».

Esta idea, sin embargo, trasciende la cultura grecolatina, siendo común a todas las culturas, con un origen muy probablemente ligado a la experiencia y a la observación de los ciclos naturales: la siembra y la cosecha, la sucesión de las estaciones, el día y la noche. La literatura recogió desde sus inicios el concepto: las eddas nórdicas, los poemas homéricos, o la ética estoica, reflejan así una verdad profunda: lo valioso —ya sea la sabiduría, el amor, la justicia o la trascendencia— requiere, como requisito sine quo non, tiempo. 


Los efectos duraderos son los mejores

La segunda idea es que los efectos a largo plazo, a pesar de requerir espera, son preferibles, ya que son más consistentes y duraderos que los inmediatos. Los efectos en lo invisible –y de eso se trata en la lectura– participan en cierto modo de esa invisibilidad sobre la actúan; por tanto, los efectos para el alma que trae consigo el leer buena literatura no son fáciles de percibir, se van produciendo secretamente, en su mayor parte ocultos bajo un velo traslúcido, pues son propios del espíritu. Pero, para desesperación de muchos, esos efectos no son inmediatos, sino paulatinos; van dando forma a aquello sobre lo actúan, pero pausadamente, de modo que no son perceptibles en el día a día. 

Esta silenciosa influencia funciona de la siguiente manera: al leer, depositas una idea en tu mente que, al principio, no semeja ser más que unas cuantas palabras en la memoria. Sin embargo, un día te das cuenta de que, sin que tu hayas sabido cómo, esa idea ha llegado a las regiones más secretas de tu mente y de tu corazón: y de repente, ¡voilá!, vives de ella y para ella. Así sucede con toda obra maestra artística; con el gran poema, con la gran obra pictórica o escultórica: con el tiempo, en el rincón más íntimo del alma, despierta y transforma todo lo que puede asemejarse a ella y comprenderla; todo lo que ha sido transformado en secreto, íntimamente, pausada y sordamente, por ella. No se puede vivir impunemente rodeado de belleza y sabiduría; al final, te transforman y te atrapan. Ya en el antiguo Egipto, cerca de la estatua de Ozymandias (Ramsés II), sobre la puerta de la biblioteca del templo de Tebas, rezaba una inscripción: «Medicina para el alma».


El esfuerzo es fundamental

La tercera idea es que el esfuerzo y el trabajo son necesarios para obtener cualquier buen fruto. El aforismo escolástico «virtus consistit circa ardua» se fundamenta en esto, y apunta a una virtud particular: la fortaleza. La materia propia de la fortaleza es la resistencia ante las dificultades. La virtud –en este caso cualquier virtud–, se fortalece en ese esfuerzo arduo frente a las tribulaciones y los obstáculos. Es necesario ser virtuoso en la fortaleza.


Fe, Esperanza y Oración

Sin embargo, como criaturas falibles e imperfectas que somos, no podemos dejar todo al azar de nuestro solo esfuerzo. La idea moderna —a pesar de su origen antiguo en frases como «Per aspera ad astra», atribuida a Séneca— de que podemos lograr todo lo que nos propongamos, no es cierta, por más que se divulgue y promueva sin cesar.

Así que, a pesar de nuestro esfuerzo y esperanza, no siempre lograremos lo deseado. Un halo de incertidumbre y misterio late bajo toda acción humana, especialmente en lo que respecta a la belleza, la verdad y la bondad, que son en sí mismas inefables. Pensar que el amor al arte puede purificar un corazón es a menudo una ilusión, ya que innumerables personas han adorado la música más perfecta o los poemas más conmovedores y han seguido siendo canallas o bárbaros. La salvación de nuestras almas está más allá de nosotros y de nuestras obras.

Ya a mediados del siglo pasado, pensadores como George Steiner se preguntaron sobre el supuesto valor humanizador de la cultura y, más concretamente, de la literatura. Sus dudas nacían ante el horror de constatar que las catástrofes asesinas (surgidas del nazismo y el comunismo) que habían contemplado, y algunos sufrido en sus carnes y en su alma, habían sido dirigidas, ejecutadas y secundadas, en su mayoría, por personas cultivadas, formadas en los brazos de Homero, Goethe, Shakespeare o Pushkin, y arrulladas por las melodías de Bach, Tchaikovsky o Schubert. ¿Acaso la cultura no tenía una influencia significativa en el alma humana?

Para algunos, ajenos a Dios, no hay una respuesta racional a esta pregunta, ya que se relaciona con el problema del mal, un enigma ante el cual la razón calla. Solo la Fe, la Esperanza y el Amor pueden dar una respuesta, y esa respuesta es una Persona. El propio Steiner, siendo ateo, ofreció una respuesta insuficiente, sugiriendo que la cultura es apenas un «lujo apasionado».

Pero yo no soy fatalista como Steiner; soy cristiano. Y esto me hace confiar en que la buena cultura puede marcar una diferencia significativa en la vida de las personas. Sin embargo, por sí sola, no es suficiente. Puede ser asediada y derribada por las fuerzas oscuras del alma humana. Sin Cristo, la cultura es una veleta azotada por sombríos vientos.

Por lo tanto, todas las ideas anteriores y las acciones que de ellas puedan nacer son infructuosas e inútiles si no están presentes en nosotros la Fe y la Esperanza, así como la confianza en la Providencia. Esta idea, expresada por San Pablo en Romanos 8:28, afirma que «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios». Es decir, que, sea lo que sea aquello que nos encontremos en la vida, será bueno para nosotros siempre que nos mantengamos en el camino recto. 

De este modo, cuando, exhaustos, terminemos la carrera, podremos decir, al igual que él: «He peleado el buen combate, he terminado la carrera, he guardado la fe». 

Por ello, y como último consejo, no se olviden de orar. El viejo lema benedictino del «ora et labora», es también aplicable aquí, como en toda actividad humana. Como hemos visto, no basta con esforzarse, con poner empeño, dedicación y perseverancia, también hay que orar, pues ya hemos visto que en último término algunas cosas ––las más importantes–– están fuera del alcance de nuestras solas fuerzas. 

Así que, continúen, ofrezcan a sus hijos sin descanso lo mejor que puedan darles. Sé que ustedes se encargan de proporcionarles lo necesario para sobrevivir al asedio del mundo. Sabemos que, junto al pilar fundamental de la fe, los libros de los que aquí hablamos son únicamente un pobre refugio; pero, por pobre y deficiente que sea, ninguna ayuda es vana. Por ello, por favor, hagan que sus niños lean y que lean buenos y grandes libros. 

Y no se desanimen si los efectos tardan en manifestarse, porque al final se manifestarán; las buenas historias, relatos y poemas proporcionarán a los chicos la posibilidad de educarse en el cabal uso de la razón y en la comprensión y el dominio de sus sentimientos, y su lectura, tengan por seguro, les ayudará, aunque solo sea un poco, a acercarse a aquello para lo que fueron creados: contemplar la belleza, la verdad y la bondad. Pero, ante todo, no olviden orar con esperanza.  


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