CRECER ENTRE PÁGINAS: EL JOVEN ADOLESCENTE EN CUATRO NOVELAS

«Muchacho y su perro en el campo». Eugene Iverd (1893-1936).





«Todos nosotros, en algún momento, hemos tenido una visión de nuestra existencia como algo único, intransferible y muy precioso. Esta revelación casi siempre tiene lugar durante la adolescencia». 

Octavio Paz


«En la vida adulta, vemos las cosas con un ojo más práctico, uno que compartimos con el resto de la sociedad; pero la adolescencia fue el único momento en el que aprendimos algo».

Marcel Proust




El crecimiento emocional y espiritual en la adolescencia es un tema que parece muy manido, ¿verdad? ¿Cuántas novelas, películas o canciones versan sobre el asunto? Un millar, al menos: un chico huraño, testarudo y problemático que trata de salir a flote, braceando entre un mundo de adultos indiferentes y hostiles al que la corriente de la vida parece llevarle fatalmente, y un estúpido universo infantil de cursis y algodonados sentimientos del que parece venir huyendo. O, al menos, así lo parece. ¿No?

Sin embargo, no, no es así. Lo que esa infinidad de libros, películas y canciones nos ofrece no son sino clichés, fórmulas estereotipadas —y, por lo tanto, falsas— de lo que unos pocos han tratado de imbuir —con bastante éxito, por cierto— en la mente de todos los demás. Una caricatura exagerada, pero conveniente, de un tipo de hombre joven asocial, desnortado, arisco y, a veces, incluso violento.

Pero el camino que transita la mayor parte de los adolescentes es diferente; muy diferente; y mucho más valioso y admirable que la deformada imagen que nos intentan vender. Efectivamente, bracean entre un mundo adulto al que temen —por desconocido— pero al que anhelan llegar —por promisorio—, y un universo infantil del que se desprenden dolorosamente —en eso, al parecer, consiste el crecimiento— pero que echan de menos —sobre todo por su seguridad—. Aquello por lo que pasan la mayoría de los jóvenes en su intento por atravesar su línea de sombra es algo completamente distinto.

Para ilustrar esta poco popular opinión, me serviré de algunos títulos que expresan esa fuerza vital, mezcla de esperanzas, anhelos y promesas, que encarna un adolescente.

La mayoría de los libros que comentaré son protagonizados por varones. Y esto tiene una razón: ya les he hablado de obras que retratan esta edad en las féminas, algunas de ellas muy conocidas y leídas: Mujercitas, Ana, la de Tejas Verdes, Emily, la de Luna Nueva y La casa de la pradera, entre muchas otras. Ahora, les toca a los chicos.


LA VIDA NUEVA DE PEDRITO DE ANDÍA, de Rafael Sánchez Mazas (1951)


Empezaré por lo más cercano, hablándoles de La vida nueva de Pedrito de Andía, novela escrita por Rafael Sánchez Mazas en 1951. La trama transcurre a lo largo de un verano que el protagonista, Pedrito, de quince años, pasa con su familia y amigos entre Bilbao y Andía, en los años veinte del siglo pasado.

Se trata de una novela de formación (más bien un esbozo de lo que los alemanes llaman, con una de sus largas palabras compuestas, Bildungsroman), que traza el paso de la inocencia a la madurez de un adolescente en un contexto familiar y de marcada religiosidad católica. El estilo semiautobiográfico de la obra ofrece una mirada íntima y reflexiva sobre el crecimiento emocional y espiritual del protagonista. En ella, se destacan valores como la fe, el primer amor, la valentía ante el sufrimiento, la importancia de las promesas, la amistad, la admiración por la belleza, y el siempre doloroso ejercicio del autoconocimiento y la maduración.

Esta maduración pivota sobre dos acontecimientos en la vida de Pedro: la culminación de su crecimiento físico ("¡el último estirón!") y su primer amor por Isabel, que el protagonista sufre y disfruta mientras la vida discurre a su alrededor, entre fiestas, excursiones, sucesos familiares e, incluso, una grave enfermedad.

La novela fue recibida como una obra profunda y clásica, y tuvo una gran influencia moral en su época. Elogiada por Torrente Ballester, fue vista con ciertas reticencias por José Luis Aranguren y, curiosamente, criticada por algunos a causa de lo que, a mi juicio, es su mayor virtud. Juan Fernández Figueroa, por ejemplo, acusó al autor de evadirse de su compromiso político, «refugiándose en la aventura de un muchacho de buena familia a quien todo lo que le sucede es que se está haciendo hombre». Como si eso de «hacerse hombre» no fuera suficientemente importante. En contraste, el doctor Marañon, la calificó de «gran novela, universal y perdurable (...) hecha con pasta humana, rigurosamente humana; pero de todos los lugares y de todos los tiempos de la humanidad», destacando igualmente su «maravillosa delicadeza para resucitar esa vida adolescente sin resabios psicoanalistas».

La obra conjuga sutilmente dos tipos de nostalgia: la experiencia del tiempo pasado —las vivencias de un joven adolescente— y las reminiscencias de una cultura clásica añorada. Como señala Torrente Ballester, La vida nueva de Pedrito de Andía alía la experiencia con la cultura, «desde el patrón general de "La vita nuova" (de Dante) hasta los préstamos tomados de Plutarco». Tanto es así, que el amor juvenil del protagonista, Isabel, evoca directamente a la Beatriz de Dante en La vita nuova, al presentarla como una figura de pureza y belleza casi divina. Este paralelismo con la obra de Dante no es sutil, sino que se manifiesta de forma explícita desde el mismo título.

Pero, más allá de tales connotaciones, y al mismo tiempo, la novela de Sánchez Mazas nos relata, con cierta saudade, una historia reconfortante, fresca, incluso por momentos cándida y divertida y, para sorpresa de muchos, también muy, muy real.


LA COMEDIA HUMANA, de William Saroyan (1943)


Pasamos ahora a una novela con un ambiente y desarrollo diferentes. Tanto el título como los nombres de los protagonistas y el escenario de la historia nos remiten a los clásicos, pero la forma y la sustancia del relato suenan muy distantes de aquellos. Me refiero a La comedia humana, del escritor norteamericano de origen armenio William Saroyan, escrita en 1943.

La historia transcurre en Ítaca, un pueblo ficticio de California, durante la Segunda Guerra Mundial, y tiene por protagonistas a Homero Macauley y a su hermano pequeño Ulises. Homero es un muchacho de 14 años, huérfano de padre y con su hermano mayor (Marcos) desplegado en combate, que trabaja como mensajero de telegramas, entre los que a veces se encuentran las noticias de fallecimientos en el frente de jóvenes vecinos del pueblo. Una novela costumbrista profundamente humana, como refiere el título: una historia de madurez moral, familia, inocencia y solidaridad en tiempos procelosos, en tiempos de guerra.

Aunque la novela adopta un tono doméstico y sencillo, no elude el drama: lo recrea como un día a día vivido con amor, honra y dignidad, y un cierto peso en el alma; como ha destacado algún crítico, «no es una tragedia épica, pero sí un intenso drama vivido desde lo cotidiano». Saroyan resalta, con su prosa sencilla, la responsabilidad y madurez de Homero; la bondad discreta de la comunidad, representada por los habitantes del pequeño pueblo de Ítaca; la presencia protectora y tranquila del hogar, asentada en la persona de la madre; y la inocencia que ilumina el mundo —representada por el pequeño Ulises—, un mundo que está destruyéndose, pero que pervive y continúa su marcha apoyándose en el poso de esperanza que, increíblemente, perdura en medio del dolor. 

Estos elementos convierten a la novela en un alegato contra la dureza y dolor de la guerra, y en una cantata a lo que tiene de bueno el hombre (representado por Homero y su hermano pequeño Ulises, y por la serenidad y entereza que muestran los vecinos del pueblo) ante lo absurdo, cruel e implacable que a veces puede ser el mundo. 

A pesar de ello, Saroyan, a través de una sencillez emotiva cautivadora, despliega su trama con un tono optimista y lleno de ternura, contándonos una encantadora historia que nos muestra a un niño convirtiéndose en hombre en un mundo que, incluso en medio de la guerra, parece más dulce, más seguro y más habitable que el nuestro. 


EL VINO DEL ESTÍO, de Ray Bradbury (1957)


Siguiendo en Norteamérica, les hablaré ahora de una pequeña novela —si es que puede llamarse así— que podría parecerles inusual para su autor, Ray Bradbury, el gran escritor de historias de ciencia ficción. Me refiero a su novela, en cierto modo autobiográfica, El vino del estío (1957).

Lo cierto es que Bradbury es un maravilloso escritor de cuentos que nunca se sintió cómodo con la forma de la novela. Este libro es, de hecho, una cadena de relatos unidos por el personaje principal, el joven e imaginativo Douglas Spaulding, y por el motivo que da título a la obra: el vino extraído de las flores de diente de león, que el abuelo de Douglas embotella durante los lentos y pausados días del largo y caluroso estío de 1928, en Green Town, Illinois. Cada botella es como la esencia destilada de un día de aquel idílico verano.

Este libro de recuerdos es un tributo profundamente nostálgico a la infancia de Bradbury en el Medio Oeste. Su magia es tan delicada como el volátil y frágil diente de león que aparece en el título original en inglés (Dandelion Wine). La obra es poética, nostálgica y realmente bella:

«La hierba susurraba bajo su cuerpo... El viento gemía en sus oídos desnudos. El mundo se le deslizaba resplandeciente sobre el círculo vidrioso de los ojos... Los pájaros revoloteaban como piedras saltarinas por la charca invertida del cielo... Los insectos cargaban el aire de un brillo eléctrico. Diez mil cabellos crecieron una millonésima de centímetro en su cabeza. Oyó los corazones gemelos latir en cada oído, y el tercer corazón le latía en la garganta; los dos corazones palpitando en sus muñecas mientras el corazón real le martillaba el pecho. El millón de poros de su cuerpo se abrió. Estoy realmente vivo, pensó».

El protagonista, Douglas Spaulding, de 12 años, vive un verano memorable lleno de pequeños rituales que marcan su lento, pero implacable, paso hacia la madurez: la limpieza tradicional de las alfombras, la experiencia de subir al último tranvía, la producción del “vino de diente de león” por su abuelo, las cómodas hamacas familiares y los inolvidables e inocentes juegos al aire libre entre los campos. Douglas y su hermano menor Tom, junto a otros entrañables y pintorescos personajes del pueblo, cobran vida en sus páginas para el deleite del lector.

El paso de la inocencia infantil a experimentar la carga de la madurez le llega a Douglas de modo inesperado: descubre la belleza de la vida y, al mismo tiempo, adivina la certeza de la muerte. No obstante, el relato, lleno de episodios interconectados, es tierno y dulce, a la par que nostálgico, poético e incluso con un toque fantástico.

Como nos dice el propio autor:

«Aprendí a dejar que mis sentidos y mi pasado me dijeran todo lo que de alguna manera era cierto. (…) Una vez que aprendí a seguir, yendo y viniendo, esos tiempos; tuve muchos recuerdos e impresiones sensoriales con las que jugar, no con las que trabajar, sino, con las que jugar. Dandelion Wine no es nada si no es el niño escondido en el hombre, jugando en los campos del Señor, sobre la hierba verde de otros agostos, en medio de comenzar a crecer, envejecer y sentir la oscuridad esperando bajo los árboles para sembrar la sangre».

En esa referencia a los campos del Señor, Bradbury nos cuenta en una de sus últimas entrevistas que su labor artística no es más que un regalo, un don, al que él ha tratado de hacer honor:

«Me siento ahí, solo, y lloro porque no he hecho nada de todo esto (…). Es algo dado por Dios, y estoy tan agradecido, tan, tan agradecido. La mejor descripción de mi carrera como escritor es: "Jugando en los campos del Señor"».

La magnífica prosa de Bradbury, aun cuando se desenvuelve de forma fragmentaria para contar la historia, brilla y da esplendor a este maravilloso relato.


EL GRAN MEAULNES, de Alain Fournier (1913)


Y termino con un libro muy querido por mí. Un libro que me marcó, en cierto modo, por su mezcla inesperada de poesía, fantasía y romanticismo. Un libro extraño y encantador, escrito como en sueños y con la intención de hacer soñar. 

Les hablo de El Gran Meaulnes, la única novela del escritor francés Alain-Fournier. Publicada en 1913, poco antes de que la Primera Guerra Mundial arrebatara la vida a su joven autor con tan solo 27 años. La novela fue un éxito inmediato y, a lo largo de más de un siglo, se ha consolidado como una obra maestra de la literatura moderna.

Si buscan una historia que capture la esencia de la adolescencia, la errancia del espíritu de aventura, la melancolía del primer amor y la búsqueda de un paraíso perdido, este es un título que no se pueden perder.

François Seurel, un joven de 16 años, hijo del director de una escuela rural en el valle del Loira, narra en primera persona su historia con el protagonista que da título a la novela, Augustin Meaulnes, un año mayor que François y de quien se hace amigo, apodado “el Gran Meaulnes” por su magnetismo, carácter independiente y aura romántica.

La novela trata, mágicamente, de la amistad y el sentido del deber, de la búsqueda del ideal perdido, del primer amor (¡oh, maravillosa Yvonne de Galais!), de la transición de la adolescencia a la adultez y de la inconsciencia de vivir persiguiendo sueños quizá inalcanzables. El tono melancólico que sostiene el relato contrasta con la enigmática, y a veces tenue, presencia de un algo inaprensible, pero que, sin embargo, es anhelado incansablemente por el protagonista, y transmitido misteriosamente al joven lector. Julien Gracq escribió que la obra está marcada por una «nostalgia del paraíso perdido, con el aura de la adolescencia encantada y truncada por la historia».

Hay sin duda una clave medieval en la novela, que se deja sentir a poco que uno comienza su lectura. Una clave que, siendo universal, encuentra su mejor expresión en los afanes del medievo, afanes cristianos personificados en el caballero andante y su busca, sin los que no se entiende la obra. La historiadora francesa Regine Pernaud lo explica mejor:

«La obsesión por la partida hacia un tesoro escondido, la necesidad de descubrimiento y el deseo punzante de la reconquista de un amor perdido son, simultáneamente, muy medievales y muy modernos. Percival es el antepasado de Grand Meaulnes; y si, después, muchos «pequeños Meaulnes» nos han desilusionado un poco de los sueños de la infancia, subsiste el tema de un paraíso perdido, de un «gesto clave» por realizar, de una sed por saciar.

Ese ímpetu incierto hacia un destino misterioso encuentra un eco infalible en las letras y el pensamiento modernos. El Grial, la copa de una materia desconocida para los mortales, que todos buscan, pero que solo un corazón puro podrá recuperar, sigue siendo uno de los hallazgos más seductores de la Edad Media».

El Gran Meaulnes es, sin duda, una pequeña obra maestra intemporal. Su secreto reside en la maestría de Alain-Fournier para evocar una experiencia universal –el elusivo mundo adolescente– a través de una narrativa inigualable. Tal vez sea su lenguaje poético y evocador tejiendo una atmósfera onírica y una subyugante tensión entre la realidad y la fantasía. Quizás sea su particular forma de narrar  –posiblemente no haya otra manera de hacerlo– la búsqueda de ese ideal inaccesible, que se sitúa en un espacio indefinido entre el mundo de la infancia y el de los adultos. O, posiblemente, sea ese mismo lugar, mágico, deseable e incierto, ese "Domaine Perdu" en las fronteras de lo maravilloso, que el autor invita al lector a descubrir o, quizás, redescubrir.

Todo ello da a su novela un poder fascinador poco común y la convierte, para el adolescente en un espejo de reflejos deslumbrantes que ilumina el difícil camino que acaba de iniciar, y para el adulto –especialmente para el adulto que vuelve a él– en un jardín secreto que lo transporta de regreso a su adolescencia cada vez que comienza a releer la primera de sus páginas. Una gran novela que ni padres ni hijos deberían perderse.


EPÍLOGO

Todas estas novelas tratan de lo mismo, sin que la manera de hacerlo sea igual. Cada una destaca una faceta, propone una mirada, perfila un detalle de una misma experiencia universal: el tránsito de hacerse hombre. Y cada uno de ellas nos presenta la historia en su particular escenario, pero con una común afinidad por el asombro y la melancolía. Un camino difícil, pero lleno de esperanza e ilusiones, tal y como lo retratan todas estas historias. 

Porque, al final, Pedrito, Homero, Douglas, Seurel y Meaulnes nos hacen compartir –y a algunos, recordar– la misma enseñanza: en el albor de la adolescencia, cada gesto, por insignificante que parezca ser —un saludo en la plaza, la entrega de una carta, la recolección de flores silvestres, o una fiesta misteriosa en una vieja mansión— adquiere la densidad de un rito de paso, de un hola y de un adiós esperanzador y melancólico que parecen únicos y definitivos. Tras el umbral que se traspasa, nada vuelve a ser un simple juego: la realidad, con sus amores y sus penas, exige ser vivida con un semblante más firme y, a la vez, más agradecido.

Espero que, tanto ustedes como sus hijos, disfruten de estas lecturas.


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