LUCHAS ENTRE CHICOS: PANDILLAS, RIVALIDADES, AMISTAD Y HEROISMO

«La lucha». Émile Friant (1863–1932). 




«Una belleza terrible ha nacido».

William Butler Yeats.



«Mis padres me guardaban de chicos que eran rudos,

que arrojaban palabras como piedras y vestían harapos, que mostraban

sus muslos a través de los jirones.

Corrían por la calle, trepaban a los riscos en el campo, se desnudaban junto a los arroyos».

Stephen Spender



«Sangre que no se desborda,

juventud que no se atreve,

ni es sangre ni es juventud,

ni reluce ni florece».

Miguel Hernández





Las peleas de pandillas son, en cierto sentido, una reproducción en pequeñito de las guerras de los adultos y, por ello, expresión de la innata conflictividad humana y testimonio vital de las dificultades que la convivencia trae consigo; amén de una refutación in facto de las buenistas teorías rousseaunianas. Y esto es así, se pongan como se pongan los modernos.

Pero también son otra cosa. Son algo más que una mera réplica o traslación de las acciones adultas a los tiempos de infancia y juventud. Son más que una prefiguración adolescente de aquello que, con tristeza pero también con pocas dudas, acontecerá entre nosotros. Eso que sucederá apenas nos descuidemos un poco, en cuanto lleguemos a la edad adulta. Son quizá una súplica, un clamor contra la adultez, un grito de angustia por la inminente pérdida de lo que la infancia y la juventud representan, y por la contemplación velada de los rigores y exigencias de la madurez. Son como si los chicos nos dijeran: «¡Todavía no, por el amor de Dios!».

Las bandas de jóvenes, con sus estandartes de desafío y sus códigos de hermandad, son un eco, distorsionado quizá, de un antiguo rito. Son, en su esencia, el teatro en el que el niño se despide para que el hombre pueda nacer. Lo queramos o no, la niñez debe morir para que la adultez florezca. Por eso crecer duele. Y las pandillas, con sus estrictas jerarquías y sus arriesgadas aventuras, eran –quizá hoy esto sea, desgraciadamente, algo residual– el crisol en el que esta transformación operaba. No se trata solo de la lucha por el territorio o de las rivalidades con el grupo de la calle de al lado o del barrio vecino; es, en su raíz, una lucha intemporal por el reconocimiento, una búsqueda de la identidad a través del conflicto y la lealtad, del heroísmo y la entrega, de la generosidad y el sacrificio. Y la búsqueda de un orden y un sentido.

De esta manera, en medio de esa atropellada vorágine de emociones, impulsos y acciones, surgen, entre el tumulto y al través de nudillos pelados y rodillas melladas, elementos que destacan sobre los demás: rivalidades, liderazgos, amistades, heroísmos e, inevitablemente, violencias. Rudezas propias de los héroes se entremezclan con el espíritu guerrero que toda alma infantil lleva consigo, a veces escondido, a veces exhibido a los cuatro vientos como estandarte de combate, sacrificio y entrega.

Y aun cuando hay violencia —porque sí, a qué negarlo, hay violencia, claro—, y gritos, y empujones, y golpes, y siempre alguien acaba con la nariz rota o la camiseta hecha trizas; aun cuando hay violencia, digo, hay también belleza. Una belleza ruda y áspera, no perceptible a primera vista, pero que está ahí, muy presente. Que se siente hasta en los huesos. Una belleza recia que impacta y afecta al alma. Que nace de cosas como el coraje, o la lealtad, o ese impulso estúpido pero glorioso de plantarte ante un grupo de tipos nada amigables solo porque el chico que tienes a tu lado es tu amigo. Sé que suena a tópico, pero no lo es; el que lo ha vivido sabe que no lo es. Cuando estás dentro, lo sabes. Se trata de una especie de belleza que te sorprende y te transforma.

Me viene a la memoria una de esas trifulcas en la que me vi envuelto con mis compañeros de pandilla hace más de cuatro décadas. Con la temeridad e inconsciencia propias de la edad, habíamos invadido territorio enemigo. Sorprendidos por un fuego cruzado de piedras y palos, retrocedimos en desbandada, guiados más por el instinto de conservación que por ningún orden marcial. En medio de la espantada, tropecé con un tronco y caí de bruces. En un abrir y cerrar de ojos me encontré rodeado. Rostros sombríos proferían amenazas de muerte (o así me pareció, presa del pánico). ¿Dónde había quedado mi ufana bravura? Temiendo por mi vida, cubrí mi rostro con los brazos, aguardando un golpe fatal... que, afortunadamente, no llegó. 

Lo que aconteció entonces me sigue sorprendiendo hoy: una voz, que me pareció de trueno, hendió el aire. Desde el suelo, postrado cual Héctor ante Aquiles, oí claramente: «¡A este no se le toca!». De inmediato reconocí la voz; era un chico un par de años mayor que yo, hijo de un jornalero de una tía abuela y con quien yo solía jugar. Me había reconocido y, ejerciendo su autoridad con grandeza y señorío, me había salvado de un destino penoso.

No he podido olvidar aquel gesto. En medio de una de esas grescas entre chicos, vi asomar el resplandor de una nobleza inesperada. Aquel instante reveló que, incluso en estos incidentes nacidos de rivalidades adolescentes, pueden surgir destellos de virtud auténtica, dignos de admiración y llenos de belleza, de esa belleza de la que les hablo.

Y es que, en su seno, las pandillas guardan la semilla de algo grande, de la que la amistad es jardinero. En este extraño mundo, esos lazos amicales no son un simple pasatiempo, sino que constituyen una ley de hierro. Un juramento silencioso que une a los que se atreven a cruzar juntos esa línea de sombra sobre la que Joseph Conrad escribió: la frontera entre la inocencia y la madurez. El "héroe" de la pandilla no es necesariamente el más fuerte o el más decidido, sino a menudo el más leal o el más generoso. Como el Nemecsek de Los chicos de la calle Pál, o el Petit Gibus (o el Chiquiclac, según las traducciones) de La guerra de los botones (novelas de las que hablaremos). Porque el heroísmo, en su forma más pura, no es otra cosa que la disposición a sufrir por un bien mayor que el propio, y en ese sentido, el muchacho que se mantiene firme por su amigo en medio del fragor de la lucha, aun cuando poco pueda hacer por él dada su fragilidad o pequeñez, es el eco de un caballero andante.

Y la literatura a veces capta estas cosas, a veces capta esa belleza. Todavía hay libros que huelen a tinta y a patio de colegio, donde uno encuentra pandillas que se parecen a la que uno tuvo, con toda su gloria y su fracaso. Libros donde esas muestras de poder, traición, lealtad, valentía, amistad y coraje todavía reposan entre sus páginas. Cosas que parecen de mentira, pero que, para los chicos que las viven, son más reales que el boletín de notas o el campo de batalla. Libros sobre los que voy a hablarles en la siguiente entrada para que los lean ustedes con sus hijos.


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