LAS PANDILLAS JUVENILES EN CINCO LIBROS

Ilustración para «El aula volante», de Walter Trier (1890-1951).




«¡Y pensar que cuando crezcamos podemos ser tan tontos como ellos!».

Louis Pergaud. La guerra de los botones



«Pero no soy ningún héroe. No sabía lo importante que era para mí venir aquí. Solo vine a luchar, como los demás. Como ellos, como mis amigos».

Ferenc Molnár. Los chicos de la calle Pál



«Hay que aprender a tragarse los golpes, como dicen los boxeadores. Hay que aprender a tragarlos y a digerirlos. Si no, a la primera bofetada que te dé la vida, te quedarás aturdido».

Erich Kestner. El aula voladora



«Éramos todo lo que teníamos... Moriríamos el uno por el otro. Esa era la cosa con los Greasers».

Susan E. Hinton. Rebeldes.



«—¡«Guillermo»! —le dijo en tono de reproche—. ¡Si tú no cesas de pelearte con esas terribles bandas por todo el pueblo!».

Richmal Crompton. Guillermo el gangster.






LA GUERRA DE LOS BOTONES, de Louis Pergaud (1912)


Louis Pergaud, conocido como «el Balzac de los animales» por su maestría para contar historias del mundo animal —ámbito en el que se prodigó abundantemente—, usó su destacada capacidad de observación, su habilidad con las palabras y su experiencia como maestro rural para ofrecernos, en su novela titulada La guerra de los botones (1912), una crónica muy realista y, a la vez, divertida y amena, de una parte fundamental del crecimiento adolescente masculino: las pandillas y las rivalidades y peleas que estas traen inevitablemente consigo.

En su prefacio, Pergaud se sincera sobre su intención:

«Quería devolver un momento de mi vida de chaval, de nuestra vida entusiasta y brutal de salvajes vigorosos, en lo que tenía de franco y heroico, es decir, liberado de las hipocresías de la familia y la escuela».

Lo cierto es que la historia se cuenta sola. Es otoño en Francia —uno se lo imagina con ese cielo raro, gris cansado como diría Lorca, como de metal—, y unos chicos de dos pueblecitos del Midi francés, Longeverne y Velrans, se están peleando a muerte. Literalmente. No con navajas, machetes, pistolas ni nada parecido, pero casi. El gran Lebrac (Pacho en alguna traducción), que es como el jefe supremo de los primeros, organiza a los suyos como si fueran Napoleón. Pero los del otro lado no se quedan atrás.

Mientras en la escuela todos tienen que fingir que son alumnos modelo —para que no los castiguen y puedan salir a pelear—, fuera, en la libertad del campo, son infantería de choque, comandos, soldados rasos, subtenientes, generales, tesoreros, espías, o lo que toque. Esta dualidad casi esquizoide se explica por el concepto que el autor tenía de lo que les esperaba a los chicos en la escuela: «educar a un niño no es más que enseñarle a fingir».

Y entonces, al salir de las clases, los chicos dejan de fingir, y empieza la guerra. Una guerra sin cuartel ni reserva. Ropas hechas trizas. Heridas y golpes. Pero también mucho heroísmo, camaradería, arrojo y valor. Y para los que tienen la mala suerte de ser hechos prisioneros, el castigo es humillante: el desafortunado chico es azotado, desvestido y devuelto con los pantalones por los tobillos, con todos los botones arrancados por el enemigo como trofeo. Lebrac/Pacho y su ejército dan un golpe estratégico al entrar desnudos en batalla, pero su triunfo dura poco... Y aquí, en medio de la batalla, se erige sobre los demás un alma grande encerrada en un cuerpo pequeño; un héroe peculiar, para nada semejante a los guardianes platónicos; no hay en él mucho del alma irascible ni de la virtud marcial de Lebrac/Pacho; pero sigue siendo un héroe: les hablo del Petit Gibus (o el Chiquiclac, según las traducciones), un pequeño luchador cuya lealtad, valor y pureza de corazón son inolvidables.

Y así, en el libro, todo, o casi todo, se torna lucha, escaramuza, emboscada y fragor. Uno no sabe si reírse o llorar. Los chicos entran en combate y luchan sin denuedo ni fatiga, pero, claro, eso no podía durar. Nada dura. Siempre sucede algo. Todo es un desastre, pero un desastre glorioso.

Así que, luego, tras los combates, llega la frustración del armisticio, de la mutua claudicación, cuando los dos jefes de bandas, Lebrac/Pacho y el Azteca, se ven obligados a reconciliarse: «Es por mi padre, —también es por el mío. —¡Y pensar que cuando seamos mayores, a lo mejor seremos tan tontos como ellos!». ¡Qué clarividencia!, y también, qué tristeza: el conformismo y la crudeza de lo real comienzan a imponerse sobre la espontaneidad y la maravilla de lo imposible propios de los muchachos, cuando estos empiezan a hacerse hombres.

Hay algo de salvaje en todo eso. Y también de espontáneo, fresco y auténtico. Algo crudo, sí, pero también bello y divertido. Pergaud no solo era un hábil contador de historias; también tenía un oído bárbaro: las palabras, los insultos, el tono y las formas de ese mundo juvenil... todo suena real. Uno se mete en esa pandilla y la ve como propia, como la suya; y ya no quiere salir. Como pasa con el libro; cuando empiecen a leerlo no podrán parar.


LOS CHICOS DE LA CALLE PÁL, de Ferenc Molnár (1907)


Ferenc Molnár, un escritor húngaro conocido por sus obras de teatro (lo que lo convirtió, probablemente, en el dramaturgo más célebre de Hungría), se descolgó, allá por 1907, con una novela juvenil, titulada Los chicos de la calle Pál, que hizo historia; y no solo en Hungría —donde se lee en todos los colegios—, pues se ha traducido a más de cuarenta idiomas.

Lo curioso es que Molnár ni siquiera pensaba escribir para muchachos. Pero le salió esta historia y, no se sabe cómo, pero el caso es que logró meterse en la cabeza de unos críos de Budapest de finales del siglo XIX como si fuera uno de ellos. Nada de filosofía educativa. Nada de niños modelo. Muy lejos de la Condesa de Segur y el padre Coloma. Solo muchachos que se la juegan en un solar que para ellos es más que la patria.

La historia trata de una banda de chavales —sí, una pandilla de verdad, no como esas de hoy en día que solo chatean—, "Los chicos de la calle Pál", que se enfrentan a otra banda, "Los camisas rojas", en una guerra total y gloriosa. Sudor y polvo, palos, códigos de honor, traiciones, y todo eso.

Y un par de personajes de una pieza: un tipo pequeñajo que se llama Nemecsek. Es el más flacucho, el más ninguneado, pero también el más valiente de todos. Un chico con más agallas que cien adultos juntos. Y que purifica todo lo espurio e impuro de estas luchas con un final glorioso. Y, a su lado, y al frente de todos los demás chicos de la banda, un líder natural, Boka, protector y proveedor (organiza el botín, lidera los ataques), con el que siempre se puede contar para capitanear la tropa.

Y tras las vicisitudes, afanes y tribulaciones, llenas de contiendas y mil batallas, de victorias y derrotas, un final inesperado que deja un cierto amargor en la boca, un final que preludia el ocaso de una infancia memorable, con el primer encuentro con la muerte y la lección de que, a veces, el esfuerzo y el sacrificio parecen ser en vano. Aunque algunos sabemos que no lo son.

Como dice Carmen Bravo-Villasante: «una gran novela, en la que los principales rasgos de la psicología infantil están muy bien estudiados, así como la acción dramática, que en todo momento interesa y que está impregnada de poesía y de fino humorismo». Una novela lúdica y emocionante que ni ustedes ni sus hijos se pueden perder, en la que el mundo de la infancia y su paso a la madurez, tierno e implacable a la vez, está maravillosamente descrito.


EL AULA VOLADORA, de Erich Kästner (1933)


Ahora cambiamos de tercio. Sí, seguimos con pandillas, amistad, enfrentamientos y contiendas, es verdad. Pero el escenario cambia. De un mundo abierto —las calles de Budapest o las campiñas y bosques del Midi francés— pasamos a un espacio interior: un internado situado en la Alta Baviera alemana, más asfixiante, más condicionado, más solitario.

Hay algo singular en El aula voladora (1933), la novela de Erich Kästner, que permite, al menos, dos lecturas: una divertida y otra más dura y amarga. Los jóvenes verán en ella una novela de internado, llena de travesuras y peleas. Pero Kästner sabía de lo que hablaba y quiso contarnos algo más. Y así, la novela se transforma de repente en un pequeño diario lleno de tenues temores y penas, escrito con esa letra temerosa y torpe de niños que crecen solos y que todavía creen que la vida puede mejorar.

Los protagonistas han sido, en cierta forma, dejados de lado. Como ocurre en todos los internados, en el de la novela, el Gimnasio Johann-Sigismund, la ausencia paterna flota en el ambiente. Además, otras circunstancias nada halagüeñas pesan sobre los muchachos: Martin lidia con la pobreza que le aprieta como un zapato dos tallas menor; Johnny, con la orfandad, aunque nadie lo diga en voz alta; y Matthias, con ese temperamento irascible que siempre lo mete en líos. Cada uno lleva su batalla secreta como puede. Y, sin embargo, juntos, consiguen superar todo ello. Su amistad, inquebrantable y leal, aunque se revele por momentos torpe, imperfecta, a veces ridícula, se convierte en un salvavidas que funciona mejor que cualquier abrazo, abrigo o sermón.

El centro de la historia es la rivalidad entre el Gimnasio y otra escuela, la Realschule, que desemboca en una pelea (una especie de ordalía, un duelo de Dios) entre los dos campeones de cada bando, Matthias y Wawerka, y una reñida pelea de bolas de nieve entre todos los chicos. Los protagonistas ganan ambas contiendas, aunque la victoria no sea tan dulce, pues terminan siendo castigados por el director del colegio. Otras partes de la trama incluyen los ensayos y la representación de una obra de teatro delirante escrita por Johnny, titulada El aula voladora, y la amistad de los chicos con un médico que ha abandonado su profesión y que vive en un compartimento de tren desguazado. Por una circunstancia relacionada con los chicos, el hombre se rehabilita profesionalmente, convirtiéndose al final de la historia en el nuevo médico de la escuela.

El libro no engaña, pues crecer sigue siendo duro, los mayores siguen estando distraídos o ausentes, y la vida adulta llega a bocanadas que ahogan por momentos. Pero Kästner es tierno y melancólico, y eso ayuda. Ayuda a entender que el "aula voladora" no es tanto un escenario escolar o una farsa teatral, como la metáfora de lo que significa crecer: despegar sin estar del todo preparado, dar saltos en el vacío confiando en que algo o alguien va a sostenerte. Y ahí están los camaradas, los compañeros, los amigos.

Aun así, hay un resquicio luminoso que se abre en cada página y que tiene por nombre esperanza; algo que, como sabemos, no se inculca ni se enseña; algo que se regala y que llega de improviso, suavemente, como la luz mortecina entre las persianas de la ventana de un dormitorio de internado. Pero, como también sabemos, hay que aceptar ese regalo; y parece que Martin, Johnny y Matthias lo hacen, lo que convierte la lectura de este libro en algo especial.



REBELDES, de Susan E. Hinton (1967)


Y siguiendo con las guerras entre pandillas, Rebeldes, de S. E. Hinton es otro clásico. Más moderno, más duro. 

El narrador es Ponyboy, un nombre que ya nos dice bastante sobre él. Es un Greaser, es decir, pertenece al bando de los chicos pobres, los que no tienen ni para ropa buena, pero tienen orgullo que, a veces, vale más. Los otros son los Socs (abreviatura de Socials), los niños ricos, los pijos, los que tienen de todo. Entre ambos bandos existe un conflicto inevitable que se desarrolla en Tulsa, Oklahoma, en 1965. 

Pero esta guerra no nos es contada por Ponyboy como un cuento de niños; se asemeja más a una tragedia griega de Sófocles o Eurípides: aquí hay muerte, entre grasa, aceite y coches de los buenos, entre puñetazos y patadas, navajas y alguna pistola, entre angustias y risas. Hay muerte y tristeza, pero también fraternidad, valentía y compromiso.

Hinton no se anda por las ramas; ella tenía 16 años cuando escribió la novela, y estaba sintiendo en sus carnes y en su alma aquello que trataba de contar. Así que parece una más. Semeja alguien que ha vivido lo que relata. Por eso no extraña que escriba como si estuviera ahí, en medio de los Grasers o de los Socs. 

Y lo que cuenta, como venimos comentando en las demás novelas, excede el tiempo y el espacio. Es de hoy tanto como lo fue de ayer. Porque sigue habiendo muchachos como Johnny que se parten el alma y se deja la piel, sino la vida, por unos niños desconocidos, y chicos como Ponyboy que solo quieren entender qué han venido a hacer a este mundo y cuál es su lugar en él. Y, sobre todo, la novela trata de grupos de muchachos, de bandas y pandillas que les sirven de andamiaje espiritual y físico, y les proporcionan refugio e identidad.

El libro fue controvertido en su momento y sigue generando debate, hasta el punto de que ha sido prohibido en algunas escuelas y bibliotecas estadounidenses por su contenido explícito, que incluye violencia, consumo de alcohol y tabaco por menores, lenguaje fuerte y disfunción familiar (lo que en mi opinión no lo descalifica, sino que solo exige —como en muchos otros libros— una conversación previa y un seguimiento de la lectura por parte de los padres). A pesar de esto, se utiliza como parte del plan de estudios de literatura y lengua en muchas escuelas de secundaria y preparatoria en Estados Unidos.

La novela tuvo una exitosa y conocida adaptación cinematográfica que fue dirigida en 1983 por Francis Ford Coppola.


GUILLERMO EL GÁNGSTER, de Richmal Crompton (1927).

Y finalizo con uno de mis favoritos: el inefable e incorregible, pero puro e insobornable, Guillermo Brown.

Es verdad que Guillermo y su pandilla, los Proscritos (los leales Pelirrojo, Enrique y Douglas), rivalizan constantemente con otras bandas de chicos, especialmente con la del cursi e insoportable Humberto Lane, los Lanistas, el grupo de los estirados. También es cierto que, en la mayoría de los casos, tales disputas suelen resolverse —casi siempre a favor de nuestros héroes, para deleite de los lectores— mediante métodos alejados de las leyes de la física.

Más bien, estas confrontaciones grupales se deciden a través de la estratagema y el sarcasmo, en un sorprendente plano intelectual muy distante de las peleas físicas directas. La buena de Crompton —como maestra que era— no podía permitir que la pasión animal que burbujea por las venas de todo escolar que se precie trascendiera a sus libros. Como diría Guillermo: «Los adultos, siempre arruinando las cosas. Siempre». Menos mal que, al menos, dejó entrever en sus historias el ingenio, el ridículo y la astucia que tan a menudo emplean los Proscritos para doblegar al adversario. 

De todas formas, a veces a los adultos se nos escapa. A veces, la vigilancia falla. Es lo que pasa con los niños, te descuidas y…¡zas!, te la lían. Da igual lo que intentes, no puedes mantener todo el tiempo la cautela y la prudencia (los pobres Troyanos lo atestiguan). Siempre hay un momento en el que algo pasa. Y en las historias de Guillermo, Crompton bajó la guardia allá por el año 1927, en un relato contenido en el libro titulado Guillermo el gánster. En el relato, llamado precisamente Guillermo el gánster, asistimos gozosos a una batalla campal entre los Proscritos y las bandas de los odiosos Humberto Lane y Bertie Banks. Por una vez, en lugar de una humillación elegante, tenemos una derrota ignominiosa. Una auténtica y gloriosa paliza. No me resisto a reproducir el fragmento:   

«En la zona del césped que se vislumbraba por la ventana apareció una masa de niños luchando. Guillermo se había apresurado a repartir las armas entre su banda y cayeron por sorpresa sobre sus enemigos. Unos luchaban cuerpo a cuerpo, y otros disparaban sus pistolas de agua, tiradores y cerbatanas.

(…) En el exterior la lucha se intensificaba. Pelirrojo había conseguido derribar a Huberto Lane en el centro de un macizo de rosales y le estaba haciendo tragar tierra. Bertie Frank, aturdido por el agua disparada con su propia pistola, y cegado temporalmente por un corcho lanzado con su propia escopeta de aire comprimido, intentaba, sin conseguirlo, encaramarse a un haya para buscar refugio en sus ramas. Todo el jardín era escenario de una batalla campal en la que se luchaba, forcejeaba y disparaba.

(…) La lucha alcanzó aún mayor fiereza, y luego hubo una vergonzosa retirada por parte de Huberto Lane, Bertie Frank y sus secuaces, que pusieron pies en polvorosa con el mayor desorden, seguidos muy de cerca por la banda de los Proscritos que blandían sus armas con aire triunfal».


EPÍLOGO

Todos estos libros —situados en Hungría, Francia, Alemania, Norteamérica e Inglaterra— tienen una cosa en común, además de su tema y sus protagonistas: nos muestran a los chicos tal como son, no como los adultos quieren que sean. Y tal como son aquí y allí, entonces y ahora; así de terca es la naturaleza humana.

En todos ellos hay inseguridad y coraje, rabia y miedo, lealtad y compromiso, todo apuntalado con códigos extraños y exigentes, pero más verdaderos que los del colegio o los de los campos de juego. Y sí, son violentos a veces. Pero también, en el fondo y en la superficie, fieles y valientes. A su manera.

Porque son adolescentes, jóvenes que se abren al mundo y a la vida con más miedo que vergüenza; y eso requiere valor y reconocimiento. Ya lo creo que sí.

Comentarios