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| «Ahora, dulcísimo Señor, ya que eres Rey, ¿por qué yaces en un establo?». Gerda Luise Matthée-Schmidt. |
Créanme si les digo que la imaginación es el centro de todos los bienes. Y que, si la descuidamos, se convertirá en poco tiempo en el centro de todos los males. Por ello, su cuidado y educación son de capital importancia.
Uno de los ámbitos fundamentales donde la imaginación inclina la balanza es el de nuestras creencias más profundas. A mediados del siglo XIX, el cardenal Newman ofreció un diagnóstico —y una profecía— sobre la importancia decisiva de la imaginación en la vida de los hombres, que hoy se revela esencial.
Newman consideraba que el poder de la secularización —incipiente en su tiempo, imperante hoy— radicaba «en su dominio sobre nuestra imaginación»; sí, sobre nuestra imaginación. Esto no debería sorprendernos: un dogma de fe, antes de formularse como definición, cobra vida en cada persona como «una impresión en la imaginación».
Newman atribuyó parte de la culpa de este pernicioso efecto a la falta de lectura de la Biblia (muy acusada en los países católicos de entonces, y hoy todavía más). Esta carencia limita enormemente a los hombres, pues «no han impreso en sus corazones la vida de nuestro Señor y Salvador tal y como nos la dan los Evangelistas. Creen simplemente con el intelecto, no con el corazón». Para Newman, la lectura de la Biblia podría «plantar» las «grandes verdades dogmáticas del Evangelio en el ámbito de la imaginación».
Por supuesto, hoy existen otras razones que Newman, obviamente, no pudo llegar a contemplar. Algunas son poderosísimas, como el dominio que sobre nosotros ejercen los medios de comunicación y entretenimiento de masas, que impulsan incansablemente la secularización y conforman (o, mejor dicho, deforman) nuestra imaginación. Así, el descreimiento se extiende por causa de la imaginación, no de la razón; una imaginación que, siguiendo las palabras de Newman, «presenta una visión posible y plausible de las cosas que asedia y al final vence a la mente».
Como insistió el santo cardenal al final de su vida, no es «la razón la que está en contra de nosotros, sino la imaginación»; el problema de la mente contemporánea es que, tras vivir inmersa en la ciencia y descuidar los Evangelios, al volver a la Escritura experimenta «una total extrañeza ante lo que lee, lo cual le parece un mejor argumento contra la Revelación que cualquier prueba formal».
Este problema también fue examinado por G. K. Chesterton unos años después. Según él, uno de los propósitos de la imaginación es lograr que lo vulgar y corriente vuelva a ser asombroso y extraordinario. Para Chesterton, la imaginación desempeña un papel vital en nuestro contexto postcristiano, donde, debido a nuestra excesiva familiaridad con la revelación divina, permanecemos indiferentes y mal instruidos, conservando apenas una leve sombra de fe. Escribió en su obra Ortodoxia:
«La función de la imaginación no es tanto hacer que las cosas extrañas se asienten, como hacer que las cosas asentadas se vuelvan extrañas; no tanto hacer que las maravillas sean hechos, como hacer que los hechos sean maravillas».
Este diagnóstico sobre la descristianización de Occidente como ruptura y abandono del cultivo de la imaginación debe ser tenido en cuenta por todo padre o maestro que tenga en sus manos la formación de un niño. La imaginación es fundamental para la vida cristiana y su cosmovisión. Como escribió Newman en su Gramática del asentimiento:
«El corazón se alcanza comúnmente no a través de la razón, sino a través de la imaginación».
Pero, ¿qué es la imaginación católica? No es una facultad restringida por doctrinas, sino una visión basada en la creencia de que el mundo creado, perceptible a través de los sentidos, encierra un significado sacramental, simbólico y parcialmente velado; y que ese significado adquiere sentido más allá de este mundo, en una vida verdadera, futura y eterna.
Cuando esta imaginación se educa hacia el bien, la verdad y la belleza, y se ejercita tanto sobre la realidad creada como sobre obras inspiradas por esa visión sacramental, surge la oportunidad de implicar al niño o al joven, atrayéndolo hacia la verdad. Sabemos por los antiguos filósofos que el inicio de esta educación es el asombro y el gusto por la belleza, necesariamente vinculado a los otros dos trascendentales (lo verdadero y lo bueno) que Dante consideraba esenciales para una educación genuina.
Finalmente, este desarrollo de la imaginación forma a los jóvenes para perseguir el bien —el propio y el común—, que es el bien propio de todo hombre. Al entrar en las experiencias de los demás mediante la imaginación, nos sentimos impulsados a actuar y desarrollamos lazos, afectos y empatía, contribuyendo al desarrollo y fomento del bien común a través de la caridad.
Como algunos sabrán y otros sospechan, esa visión sacramental que alimenta la imaginación está estrechamente vinculada a los otros dos aspectos que menciono constantemente en este blog: la belleza y la realidad.
Así pues, ¿qué mejor momento para iniciar esa educación y cultivo virtuoso de la imaginación que la Navidad? La Navidad es Misterio, es Milagro, es Belleza, Bien y Verdad. Lo acontecido en Belén hace más de dos mil años es la mayor de las historias, el más grande de los acontecimientos que ha visto el mundo, así que… ¿y si nos acercamos a esta increíble Historia de la mano de algunos artistas y sus obras, concebidas, como diría Tolkien, «según la ley en la que fuimos creados»?
Sin embargo, quizá esto no resulte tan fácil en nuestro mundo de hoy. Porque, si aprovechamos estas fechas para acercarnos al escaparate de cualquier librería, observaremos —salvadas las excepciones— tres categorías de historias etiquetadas como "relatos de Navidad", tres tipos de historias que —como les he comentado— alimentarán, para bien o para mal, la imaginación de nuestros hijos. Y lo cierto es que solo una de estas tres categorías representa el verdadero significado de la Navidad, tanto desde una perspectiva cristiana como original (que son realmente la misma). Se trata de tres tipos de relatos que podríamos describir del siguiente modo:
1. Cuentos de Invierno (Navidad para los Sentidos): Historias desarrolladas en un ambiente invernal (nieve, frío, chimeneas) que utilizan las costumbres navideñas (cena, árbol, nacimiento) como un simple telón de fondo escénico, sin conexión real con el significado espiritual o trascendental de la festividad.
2. Cuentos de Humanismo Desarraigado (Navidad para las Emociones): Historias que promueven un mensaje de "buenismo" o solidaridad humanitaria, tomando el sentimiento asociado a la Navidad, pero desarraigándolo de su origen (el nacimiento de Cristo). Resultan impostadas al omitir la causa fundamental de los buenos sentimientos que se celebran.
3. Verdaderos Relatos de Navidad (Navidad Original): Son aquellos que escasean y cuyo tema central es el nacimiento del Niño Dios en Belén. Estos relatos pueden abordar el evento de forma literal, simbólica, o explorando su poder transformador en la vida de los hombres. ¿Qué posee de singular este relato? Posee carne y polvo, humildad y grandeza, gloria y sencillez, y, además, captura la ironía suprema que define la Navidad original: la Omnipotencia hecha fragilidad.
El predominio de las dos primeras categorías es un intento de apropiación cultural; un acto cuasi parasitario de pretender quedarse con la herencia (la fiesta, la paz, la alegría) mientras se repudia al testador (Cristo). En esencia, un intento de mantener los frutos del árbol después de haberlo talado, lo cual, como sabemos, es algo inviable.
¿Y entonces, qué? ¿Qué podemos hacer?
Como cristianos, debemos vivir lo que profesamos y enseñar a nuestros hijos a hacer lo mismo. Y por ello, debemos educar su imaginación para que sea cristiana. Para ello, les propongo lo siguiente:
• Poner nombre a las cosas: No llamar “cuento de Navidad” a cualquier historia con nieve y regalos. Enseñemos a nuestros hijos a distinguir lo que es un mero cuento de invierno de una historia buenista, y todo ello de un verdadero cuento de Navidad, aquel que hable realmente del Niño Jesús que nace.
• Recobrar la historia original: Volvamos a leer el Evangelio de la Natividad, y hagámoslo en voz alta; es una hermosa costumbre que los niños disfrutan y sienten profundamente. En nuestra casa ha sido una vieja y querida costumbre de familia que conservamos con empeño.
• Vivir la Tradición en familia: Organicemos con nuestros hijos pequeños retablos navideños, representaciones teatrales del Belén, recitaciones de poesías o cantemos a viva voz los villancicos de siempre antes de abrigarnos para salir a la Misa del Gallo. Que conozcan y vivan de verdad la tradición cristiana de la Navidad. Y, a partir de ahí, escribir, contar, recontar y leer historias que nazcan de Belén, viajen a Belén y terminen en Belén. Recuerdo con cariño las «funciones» navideñas de mis hijas y sus primos, tanto más encantadoras cuanto más pequeños eran.
• Restaurar la Belleza: Exijamos belleza y profundidad en los relatos cristianos que traigamos a casa, que regalemos, que contemos o leamos. Tanto en la forma como en el fondo. Rechacemos esa literatura torpemente moralizante, esa literatura comercial y vacua, llena de luces, voces y colores, pero vacía de Verdad.
Porque lo cierto es que lo que vemos en las librerías no es algo casual ni esporádico. Es el reflejo de una cultura que ha querido conservar la luz, el calor, la ternura y el afecto, pero que ha desconectado la fuente de la que brota todo ello.
Los tres tipos de relatos son las tres posturas, cada vez más distantes, que como sociedad hemos ido tomando respecto de Belén. Pero solo el tercer tipo de historia se atreve a entrar en la cueva y proclamar a viva voz:
«¡Todo esto existe porque ahí, en ese pesebre, pasó algo que cambió el mundo para toda la eternidad!».
Contémoslo así.
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