Se ha dicho –e intuyo que es cierto–, que en el trato con Dios tienden a desaparecer las palabras y la comunicación se efectúa de Ser a ser, de dentro a dentro. Esto nos enseñan los santos cuando nos relatan sus experiencias místicas. Así, San Francisco de Sales nos dice:
«Ciertamente, en la Teología mística el principal ejercicio es hablar con Dios y oírle hablar en lo íntimo del corazón; y porque esta conversación se hace por medio de secretísimas aspiraciones e inspiraciones, la llamamos coloquio de silencio: los ojos hablan a los ojos y el corazón al corazón, y nadie entiende lo que se habla más que los sagrados amantes que hablan».
«Ciertamente, en la Teología mística el principal ejercicio es hablar con Dios y oírle hablar en lo íntimo del corazón; y porque esta conversación se hace por medio de secretísimas aspiraciones e inspiraciones, la llamamos coloquio de silencio: los ojos hablan a los ojos y el corazón al corazón, y nadie entiende lo que se habla más que los sagrados amantes que hablan».
De esta manera, el silencio se vuelve uno con la palabra, sonoro y mudo a un tiempo, inasible, indecible y profundo. Pero siendo esto así, ¿cómo puede el habla transmitir con justicia la forma y la vitalidad del silencio? Quizá no se trate de eso, sino de que el silencio sirva a la palabra y más si esta es la Palabra creadora.
Dice T. S. Eliot:
«¿Dónde habrá de encontrarse la palabra, dónde resonará?
Aquí no, porque aquí no hay silencio suficiente».
El silencio es el lugar donde resuena la Palabra, pero paradójicamente viene tras ella, pues la Palabra es la que está «en el principio» (Jn 1, 1.3). Lo primero no es el silencio, sino el Logos, pero es el silencio dónde Aquél atrona, retumba y suena.
A eso se refería Kierkegaard en la frase con la que se encabeza esta entrada, por eso «hay que crear silencio».
Dionisio Areopagita escribió:
«Allí los misterios de la Palabra de Dios
son simples, absolutos, inmutables
en las tinieblas más que luminosas
del silencio que muestra los secretos.»
San Ambrosio, de autor desconocido (fresco en los Museos Vaticanos) y San Agustín, de Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610). |
Así que el silencio facilita la escucha de la Palabra y «muestra los secretos». Por tanto, propicia la contemplación y la relación con Dios y su conocimiento, pues «el silencio es una de las formas más útiles de templanza, uno de los medios más eficaces para regular los movimientos del corazón, la mejor salvaguardia del tesoro del alma, es decir, Dios y su Verbo, que exigen una habitación digna y recogida» (San Gregorio Nacianceno).
El silencio también habla, musita con voz tenue y apagada, canta con profundo recato una partitura blanqueada, sin notación ni claves, como la famosa 4´33" del compositor John Cage. «Y todo poeta, ¿no tiene la impresión de que no hace más que traducir en sus versos las misteriosas revelaciones del silencio, al que oye, según la fórmula de D'Annunzio, como "himno sin voz" ?» (Sertillanges). Solo hay que escuchar, y para ello, callar: el silencio reclama silencio.
En todo caso, «De lo que no se puede hablar, mejor es callar», dejó dicho el filósofo Ludwig Wittgenstein en la lacónica proposición 7ª de su Tractatus; y ciertamente es así, pues si Dios es inefable, nada sabemos de Él, salvo aquello que Él mismo nos dice; por tanto, hay que escuchar, y para escuchar nada hay como callar.
Y en cuanto a la lectura, que es de lo que aquí me ocupo, ¿es el silencio igual de necesario? Basta nuestra propia experiencia para colegir que en lo del leer no se da esa exigencia: el silencio puede ser importante, pero no es imprescindible.
De hecho, la lectura en la antigüedad fue más sonora que muda (ver la entrada, la lectura en voz alta), aunque nos llegan testimonios de la práctica de una lectura en silencio, tan propia de nuestra modernidad. Así, el santo-filósofo Arignoto nos dice: «tomé los libros... después de coger una lámpara, entré sólo, dejé la luz en la estancia más grande y me puse a leer en silencio, sentado en el suelo» y por su parte, Apuleyo invita al lector, al principio de sus Metaformosis, a leer su obra en lepido susurro. Así, en la Antigüedad, el leer a media voz, con susurros o en silencio, se asociaba a una lectura solitaria e íntima de lo fantástico, lo mágico y lo novelesco.
Más tarde, el Cristianismo impulsó este tipo de lectura silenciosa, tendente a la interiorización y a la meditación, sobre todo de las Sagradas Escrituras. San Agustín leía in silentio y él mismo nos cuenta de San Ambrosio de Milán que «cuando [éste] leía, sus ojos se deslizaban a lo largo de la página y la mente captaba el sentido de ésta, pero la voz y la lengua permanecían inmóviles. A menudo, encontrándose allí.. ., lo veíamos leer así, en silencio».
Por su parte, en la Regla de San Benito se encuentran menciones a la lectura individual y a la necesidad de leer para uno mismo a fin de no molestar a los demás, y San Isidoro, al parecer, prefería la lectura en silencio, ya que esta permitía una mejor comprensión del texto, porque «el lector aprende más cuando no escucha su voz»; de este modo se podía «leer sin esfuerzo físico, y al reflexionar sobre las cosas que se habían leído, éstas se caían de la memoria con menos facilidad»; y el gran santo termina diciéndonos:
«Si un hombre quiere estar siempre en compañía de Dios, debe orar regularmente y leer regularmente. Pues, cuando oramos, hablamos con Dios, y cuando leemos, Dios nos habla».
Por tanto, si al leer es Dios quien nos habla, debemos callar, por respeto, pues quién si no Él merece toda nuestra atención («Oíd, hijos, las instrucciones de un padre; y prestad atención para aprender prudencia». Prov. 4:1), pero también por necesidad, pues de lo contrario quizás no oigamos o, aún oyendo, entendamos mal. Así, el silencio se asoció a una forma de lectura más profunda, más íntima, mas auténtica. Y, de esta forma, el silencio se hizo refugio, espejo y eco, se hizo espacio de resonancia para la palabra. Porque leer silenciosamente supone estar en silencio no sólo en el interior sino también en el exterior, para centrar la atención exclusivamente en la palabra escrita, en aquello que ésta evoca, refiere o nombra.
Quizá sea así porque, como escribió John Senior, el único lenguaje católico es «la música, cuya raíz etimológica significa "silencio", como "mudo" y "misterio"». Es la música entonces «la voz del silencio, y así se sigue que para entrar con Nuestro Amado Señor en esa oración de silencio y orar a Nuestra Señora Bendita, para que Él nos lleve allí, debemos aprender a hablar ese idioma también, es decir, debemos conocer la música y especialmente la música de las palabras, que es poesía».
«Vamos del silencio hacia la música», «música que es gloria del silencio» ... «un silencio vivo, un silencio glorioso, un musical silencio», como cantó el poeta Mario Míguez.
Y es que siempre volvemos a lo mismo. A un mudo resplandor, a un silencio locuaz.
Escribió Ovidio: «A menudo hay elocuencia en una mirada silenciosa».
El misal, de John William Waterhouse (1849-1917) y Neaera leyendo una carta de Catulo, de Henry John Hudson (1862-1911). |
Hoy la costumbre del leer se ha vuelto una práctica silenciosa, pero, ¡oh, paradoja!, para leer de esta manera son precisas dos cosas, silencio y concentración, y ambas cosas son extraordinariamente escasas en nuestros días. Probablemente por eso se lee hoy tan poco.
«Están destruyendo algo precioso, como es la posibilidad de la contemplación. Han creado un mundo en el que nos miran constantemente y siempre nos distraen»; así dice Franklin Foer en su obra, Mundo sin mente: la amenaza existencial de Big Tech (2017). Por su parte Matthew B. Crawford, en su libro El mundo más allá de tu cabeza: cómo crecer en la Era de la Distracción (2015), dice: «Si el aire limpio nos posibilita respirar, el silencio nos permite pensar», y hoy ese aire del pensamiento, ese medioambiente simbólico está muy contaminado por todo tipo de ruidos. Es cierto, todos lo sentimos en nuestro día a día: nuestros teléfonos suenan, vibran y parpadean, la televisión no deja de acompañarnos en casa y los anunciantes nos persiguen hasta por las calles, creando a nuestro alrededor una distracción ensordecedora, y todo eso nos impide leer y reflexionar sobre lo que leemos.
Otra paradoja acompaña a la relación entre el silencio y la lectura; y es que el silencio no solo implica una ausencia de lenguaje verbal, sino que, además, significa ausencia de sonido. Y ambas ausencias facilitan el ensimismamiento, la concentración, la reflexión y, en último término, la contemplación, propias de la lectura silenciosa.
Calma silenciosa, de Nikolay Nikanorovich Dubovskoy (1959-1918). |
Porque la interrupción y la distracción no han llegado solas, el ruido ha irrumpido también en este tipo de lectura y lo ha hecho trasmutando el ambiente tranquilo y silente que le era connatural. El ejemplo paradigmático es la cuasi sacrílega transformación que han sufrido las bibliotecas, antaño templos del saber donde el silencio era elemento sustancial e imprescindible para el desenvolvimiento de su correcta función. Hoy cualquiera que acceda a una biblioteca universitaria no puede dejar de sorprenderse por la ausencia de silencio: la mayoría de los estudiantes parece preferir una atmósfera de sonido ambiental constante, de ruido, en medio de lo que tiende a ser más una lectura social que una lectura reflexiva y meditada. Incluso los que semejan ser lectores privados se acompañan de su propio ruido mediante auriculares que entremezclan en su cabeza lo leído con un fondo musical constante.
William H. Wisner, bibliotecario de profesión, nos lo dice en un libro sombrío, ¿Hacia dónde va la biblioteca postmoderna? bibliotecas, tecnología y educación en la era de la información (2000), donde nos advierte sobre un desastre inminente, no solo para la biblioteca, sino también para la educación y la civilización. Este breve trabajo se dirige principalmente a bibliotecarios académicos, pero no puede dejarse de lado. Algo más asequible es su artículo Restaurar el noble propósito de las bibliotecas, que recomiendo leer, donde dice:
«En algunas bibliotecas hoy en día es imposible encontrar un lugar lo suficientemente tranquilo como para simplemente leer y estudiar sin ser molestado. Lo que yo llamo la biblioteca posmoderna, la biblioteca más la tecnología, se deconstruye a sí misma».
«En algunas bibliotecas hoy en día es imposible encontrar un lugar lo suficientemente tranquilo como para simplemente leer y estudiar sin ser molestado. Lo que yo llamo la biblioteca posmoderna, la biblioteca más la tecnología, se deconstruye a sí misma».
Al igual que Wisner, no creo que así la lectura silenciosa haga su función; no lo creo. Se trata de una desnaturalización grave, una más. Por lo tanto, hay que hacer algo, y pronto. Es necesario rescatar esta comunión silenciosa entre lector y escritor que supone la lectura callada y sosegada, y que da paso a la reflexión y a la contemplación. Nuestros hijos lo necesitan.
San Jerónimo, de Gerard Seghers (1591-1651) y San Isidoro, de Bartolomé Esteban Murillo (1618-1682). |
Como ya he dicho en otra ocasión, en nuestra casa solemos hacer uso de los tiempos de lectura (la hora de lectura, en Construyendo un hábito), y para esos momentos tratamos de crear una atmosfera de tranquilidad y de silencio; cada uno se acomoda en un lugar propicio y cómodo y, acompañados del libro de turno, nos abandonamos todos a la lectura... calladamente, lepido susurro. En la habitación reina la calma, solo se escucha el pasar de páginas y, en ocasiones, una tímida carcajada o una agitada respiración. De esta forma, mis hijas han ido aprendiendo a apreciar el silencio.
Porque además de tratar de leer en silencio, hemos de esforzarnos por huir del ruido y la distracción para poder leer y meditar sobre lo leído. El silencio interior ha de comulgar con el silencio exterior.
- ¡Shhhh!, que estoy leyendo. Se oye decir a veces en nuestra hora de lectura.
El silencio puede que oculte algo, pero también revela. Ojalá enseñemos a nuestros hijos a escuchar en esa calma reveladora, porque sabemos que al final, el resto no será silencio, como decía Hamlet, sino bullicio de gloria resonando en la eternidad.
Precioso, y preciosos también los cuadros. Qué bonito el de Dubovskoy, con ese cielo amenazador y con el sol reflejándose en el mar. Casi permite escuchar el silencio.
ResponderEliminarBienquerido Miguel: ¡Cuánto nos despierta e interpela este post! Cuántas lecciones sobre el silencio ha rememorado aquí y, sin embargo, pareciera que ninguna alcanza a decirlo todo de su misteriosa esencia.. Tal vez, la experiencia misma del silencio nos diga más que cien tratados. Qué se yo, pura ocurrencia. Nada más.
ResponderEliminarGracias. Mi gratitud y admiración,
J.A.F.
Miguel:
ResponderEliminarLo felicito por este inspirado post. Dios habla en el silencio, y eso se olvida muchas veces, porque pensamos que sólo nosotros tenemos que hablarle a Él. Frente a esto cabe recordar el pasaje de Samuel: “Habla Señor, que tu siervo escucha”
Suscribo a los comentaristas anteriores: ¡un post maravilloso, sí señor! La Palabra de Dios crea y recorre el mundo, lo vertebra. Sin embargo es inaudible, salvo para el espíritu, que lo halla con la sonoridad de las aguas bravas en el Silencio. En la Oración.
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