El caballero en la encrucijada. Óleo de Viktor M. Vasnetsov (1848-1926). |
«Estando ya cerca los días de su muerte, dio David a su hijo Salomón estas órdenes: Yo me voy por el camino de todos los mortales; muéstrate fuerte y sé hombre».
Reyes III, 2,2.
«Velad, estad firmes en la fe, esforzaos y portaos varonilmente».
1 Co., 16, 13.
En el tema de hoy no voy a descender a profundidades metafísicas, ni siquiera culturales o sociales. Me propongo constatar brevemente algo que todos ustedes viven cada día ¿Qué pasa con los hombres? La respuesta es de sobra conocida: se les persigue, se les acosa y parece que hay una intención “social” de exterminarlos ––incluso por parte de muchos de esos hombres––. Y ante eso nuestros jóvenes crecen desorientados. Unos y otros, chicos y chicas, se muestran desconcertados ante ese impulso social suicida. Si a los chicos no se les deja ser masculinos ¿qué pueden ser entonces?
Pero comencemos por el principio. Todo tiene su origen en una mentira. Es el procedimiento habitual del Malo. Así, desde las instancias de opinión y los distintos “ministerios de la verdad”, se denuncia la existencia secular e inmemorial de una peculiar y dañina mística de la masculinidad que englobaría dentro sí intolerables manifestaciones de violencia, racismo y xenofobia, que promovería una una cierta actitud de arrogancia y superioridad, y que ha venido perviviendo como el ideal de lo que debería ser todo hombre que se precie.
Sin embargo, no hace falta ser un erudito, haber leído y releído La Rama Dorada (1890) de James G. Frazer, o tener una licenciatura en antropología, para saber que nada de esto es la masculinidad. Sin duda un hombre debe ser masculino, este es su telos, su destino, su propósito vital. No puede ni debe ser otra cosa. Pero esa masculinidad, esa virilidad que caracteriza la condición de hombre, la vieja vir de los romanos, no es nada de lo que trata de imputársele falsamente: no es bravuconería, abuso, violencia, conquista y dominio. Estas no son sino desviaciones, faltas y perversiones de aquello que debe ser un hombre, de lo que de verdad significa la masculinidad. Y sobre lo que ella es y dónde podemos encontrarla en este nuestro mundo, para ofrecérsela a nuestros desconcertados hijos, va esta entrada (y quizá otras).
Vivimos en un mundo que solo ofrece a los jóvenes dos modelos de hombre: aquel que representa lo que falsamente atribuyen los corifeos sociales a la virtud masculina y que, como acabo de referir, no es más que su perversión, y aquel que, por reacción, borra en él todo vestigio de masculinidad. Unos por exceso y otros por defecto, abandona ambos el concepto de ser hombre, de ser viriles y masculinos.
Así, tenemos a un hombre que solo busca el poder y el dominio (a través del dinero o de una carrera política o laboral que le dé potestas, o por medio del abuso de su superior fuerza física y de la violencia, o haciendo mal uso de su inteligencia, encanto y porte) y que por el camino de su existencia va dando muestras de miseria moral y falta de grandeza, pues usa esa fuerza y ese poder para someter a otros en su propio beneficio. El hombre se vuelve bestia, pierde su condición social y solo mira hacia sí mismo. Ello da lugar a varias figuras características de nuestro tiempo (y no solo de nuestro tiempo), como el narciso, que cultiva únicamente su cuerpo de forma obsesiva (olvidándose del viejo proverbio clásico: mens sana in corpore sano), con la única intención de ser admirado o de hacer uso de esa belleza fugaz como medio de conquista y de poder, o el jefe sicópata, «líder» de hombres que en los ámbitos empresariales o corporativos o de otra índole, hace uso de los prójimos para sus fines (o los de la corporación), asfixiándolos, explotándolos y denigrándolos, en pos de su particular progreso pecuniario y de su personal escalada de poder.
En el otro extremo, encontramos al grupo (cada vez más numeroso), de aquellos que renuncian a la fuerza y a la grandeza para evitar hacer abuso de ella, sin darse cuenta que solo castran su propio destino y con ello hurtan de esa fuerza y grandeza a aquellos que las necesitarían. El hombre se vuelve así débil, femenino. Algunas de las figuras que encontramos aquí son más novedosas, pero no por ellos menos llamativas: tenemos al activista feminista, al progre de salón, al oportunista de toda la vida y al clásico pusilánime y tibio. Todos ellos, débiles y dispuestos a lo que sea (como los otros), pero en este acaso, para comulgar con ruedas de molino y prosperar a través de la renuncia a su propia naturaleza en el nuevo mundo postmoderno que parece avecinarse.
Todo esto es lo que se anuncia con altavoces, lo que se proclama en las calles, lo que las radios, televisiones e internets vociferan a cada paso. Esto es con lo que tiene que crecer nuestros hijos.
Pero el verdadero hombre no ha de ser así. No ha de ser ni bestia ni mujer. Solo ha de ser hombre, viril y masculino.
Y esto no es algo banal. No es un mero juego de palabras.
Un hombre es siempre un hombre y una mujer, siempre una mujer. La lógica, la biología y miles de años de experiencia humana nos lo dicen a gritos.
Y entonces, ¿cómo se llega a ser hombre? ¿a dónde de deben mirar los jóvenes? ¿quizá podríamos encontrar alguna ayuda en los libros? ¿en los grandes y buenos libros? Podemos intentarlo.
Para ello, voy a presentar una serie, forzosamente incompleta, de ejemplos literarios de masculinidad en los que deberían verse reflejados nuestros jóvenes y en algunos casos, sus supuestos némesis, perfectamente encajables en el espíritu de nuestro tiempo.
Pero advierto que esto no es un manual de instrucciones sobre como lograr un exitoso retorno a la verdadera masculinidad o sobre como salvar a la masculinidad de su evidente declive. No. Pero al menos es volver a colocar ante los jóvenes modelos de aquello que deberían esforzarse en imitar.
Así que miremos esos libros. Curiosamente, muchos de los autores de estas obras son mujeres. A eso se refiere la frase de Jane Austen, recogida en su obra Persuasión (1817), de que «las damas son las mejores jueces». Empecemos pues escuchándolas a ellas.
Y comienzo precisamente con la misma Austen. Propongo simplemente leer sus novelas para aprender a ser un hombre (por cierto, los libros perspicaces de Austen también enganchan a los hombres, pero únicamente a aquellos que se dignan a leerla. En mi familia ha sido así. Alguno de mis tíos, de indiscutible reciedumbre, ha llevado ese entusiasmo hasta completar decenas de lecturas de Orgullo y prejuicio). Mr. Darcy, el protagonista masculino de la novela de Jane Austen, Orgullo y prejuicio (1813) es un ejemplo estimable. Y el malvado de la historia, Wickham un contraejemplo memorable, con sus esfuerzos en hacer carrera estafando a la gente a través de lo que ahora llamamos construcción de una imagen pública: un bluff, peligroso y amoral. Frente a él, Fitzwilliam Darcy es un personaje con carácter, y si enamora a Elizabeth Bennett no es ni por sus 10.000 libras al año y su fabuloso Pemberley, ni por el atractivo y encanto superficial e interesado que encontramos en Wickham. No, el indiscutible éxito de Mr. Darcy a lo largo de los 200 años transcurridos desde que la señora Austen nos lo regaló, reside en su carácter de hombre cabal, de una pieza, en su virilidad firme: el tipo en el que podemos confiar cuando las cosas se desmoronan, el hombre amable y confiable (la Sra. Reynolds lo describe como «el joven de temperamento más dulce y corazón más generoso del mundo»), el protector que se devela por aquellos a quien ama, que siempre está ahí, a nuestro lado, y que Elizabeth descubre cuando cae el velo de sus prejuicios.
Otro ejemplo austeniano de lo que es la verdadera hombría y virilidad es el sr. George Knightley, el protagonista de Emma (1816). En Mr. Knightley (atención al nombre elegido por Austen, sin duda nada azaroso), destaca una de las cualidades más exigentes y menos ponderadas hoy: el culto a la verdad y con ello a la caridad que le va asociada y a la justicia que la escolta. Mr. Knightley nunca se preocupa por complacer. Es tan honesto y veraz moralmente como físicamente firme y recto. Tradicionalmente la manifestación de la verdad, a pesar de su dureza y su exigencia, ha sido siempre un emblema de la caballerosidad que aparecía contrapuesto a la cortesía mal entendida, que únicamente buscaba ocultar aquella para agradar y no ofender. El sr. George Knightley trata de complacer a Emma, pero no a expensas de la verdad: siempre la reprende cuando siente que debe hacerlo, indicándole dónde falla, aunque esto pueda ser desagradable y corra el riesgo de perderla. Pero el amor sincero que siente por Emma, le impulsa a ello. Se muestra muy severo, tanto en los precipitados y negativos juicios de Emma sobre la Sra. Bates, como en los positivos sobre el sr. Frank Churchill. Y es en este último personaje dónde encontramos el contrapunto del sr. Knightley: Churchill, según el mismo Knightley advierte a Emma, «será el sujeto más insoportable que hay bajo la capa del cielo (…) pretendiendo ser el primero de todos, el gran hombre, el que tiene más experiencia del mundo, que sabe adivinar el carácter de cada cual y aprovecha el tema de conversación que interesa a cada uno para exhibir su propia superioridad... Que prodiga adulaciones a diestra y siniestra para que todos los que le rodean parezcan necios comparados con él...».
Según Emma, Knightley no es un caballero galante ni cortés. Quizá, pero es un hombre muy humano que pone la honestidad y la confianza, por muy duro que ello pueda ser, por delante esa la galantería y esa cortesía. Austen, señala el Dr. Johnson, «recobra algunos ideales antiguos al crearlo», desde luego que sí, recobra la franqueza, la autenticidad y la confianza como cualidades viriles.
Otro, personaje interesante es Atticus Finch, el padre abogado de Matar a un ruiseñor (1960), novela escrita por Harper Lee (hoy perseguida y proscrita por la elites políticamente correctas) y llevada la cine en la magnifica película de 1962, del mismo título, dirigida por Robert Mulligan y protagonizada por Gregory Peck. Atticus Finch es la personificación de un hombre de carácter y lleno de coraje, preocupado por el bienestar de los demás y resuelto a hacer lo correcto a pesar de las dificultades que ello pueda conllevar. Finch es un hombre de una pieza para quien su propia conveniencia no adquiere relevancia alguna ante lo que considera su deber, que, en este caso, enlaza con una de las cualidades sobresalientes de los caballeros andantes: la reparación de la justicia. Y en ese lance da muestras de una enorme fortaleza. Pero no se trata de fuerza física y brutal, sino más bien de fortaleza interior y de la firme voluntad de mantener una posición conforme a las propias convicciones y a la conciencia personal. Todo lo cual le lleva a ser un héroe. Atticus no sólo muestra lo que significa ser un hombre (también ser padre, por cierto), sino también lo que conlleva ser un héroe virtuoso. Es el héroe que lucha contra los dragones de la injusticia y del espíritu de su tiempo.
Todos los personajes literarios comentados, representan de una u otra manera, aspectos parciales de una noción de caballero más antigua, romano/medieval, en la que destacaba el cultivo de las cualidades que eventualmente civilizaron a la sociedad: la virilidad, la valentía, la lealtad, la cortesía, la veracidad, la pureza, el honor y un fuerte sentido de protección hacia los débiles y oprimidos. En una palabra, la virtud.
Y en este regreso al origen, quiero detenerme primero en Héctor, uno de los héroes de la Ilíada de Homero. Se trata de un poderoso príncipe de Troya. Un gran guerrero. Pero también es un hombre sabio, un hombre cariñoso, un hombre de familia. Es prudente y misericordioso (él es el único que trata de comprender a Helena). Desde siempre los cristianos hemos recibido a Héctor con más amor que a cualquier otro personaje homérico. Desde siempre lo hemos preferido a Aquiles. Héctor es colocado en el Limbo por Dante. También fue elevado a la categoría de uno de los nueve dignatarios de la fama del mundo cristiano medieval, formando parte así del Panteón de la caballería. Y ello no debería sorprendernos.
Héctor es una figura masculina, pero no al modo de Aquiles, bajo cuya espada muere. Héctor es más humano, es, frente al divino Aquiles, totalmente humano. Y por ello más rico y complejo. Según la filosofa Rachel Bespaloff, en su clásico ensayo sobre la Ilíada (De L’Iliade, 1932), Héctor es «libre, valiente y gentil. Héctor es el que nos muestra cómo ser verdaderamente humanos (…) es el guardián de las alegrías perecederas cuyo celo por la gloria lo exalta, pero no lo ciega». La filosofa continúa destacando el contraste entre la masculinidad de Héctor y la de Aquiles: «El amor de Héctor por su ciudad y su familia está marcado por un noble olvido de sí mismo y el deseo de preservar y proteger. El amor de Aquiles, por el contrario, es un amor propio totalmente narcisista».
El amor, el dolor, el sufrimiento y el miedo que la entrega a los demás supone, nos son mostradas en el príncipe troyano. Hay tres escenas de Héctor que representan lo que quiero expresar: su compasión y comprensión hacia Helena, la confesión de su miedo a su esposa Andrómaca, que no obstaculiza el cumplimiento de su deber de luchar por los suyos, y la despedida de su hijo pequeño, cuando el príncipe guerrero se desprende de su armadura y su casco para confortar las lagrimas del pequeño y decir una oración a Júpiter.
Pero su final es quizá su mayor lección. Como señala Bespaloff, «Homero quería que fuera un hombre completo y no le ahorró el temblor del terror ni la vergüenza de la cobardía». Su huida en el combate con Aquiles es de hecho la huida de todos los hombres ante la muerte, y su recomposición, una enseñanza de cómo habremos de enfrentarnos a ella.
«Y así los troyanos enterraron a Héctor, domador de caballos.»
En las obras medievales también podemos encontrar numerosos ejemplos de verdadera masculinidad. El ideal del caballero andante es plasmado con vigor y belleza en muchos romances, poemas o novelas. El ciclo artúrico es un buen lugar para encontrar lo que buscamos (del mismo ya hablamos aquí: El Rey Arturo y sus caballeros). Y, en concreto, Sir Gawain y el caballero verde, es una buena elección. Dicen que esta historia, en realidad poema, es probablemente el mejor texto artúrico inglés. De autor desconocido y situado en el siglo XIV, la historia comienza en la mañana víspera del año Nuevo, cuando un misterioso caballero de verde llega a la corte del rey Arturo y emite un extraño desafío. Solo sir Gawain responde al reto, pero ¿sabe realmente nuestro caballero a que se expone con tan valiente gesto? ...
El protagonista, Sir Gawain, es uno de los caballeros de la corte de Arturo, de hecho, es su sobrino, un guerrero cortés, noble y valiente, paradigma de perfecciones. Es también un servidor de Nuestra Señora, representada en el interior de su escudo por un pentáculo que simboliza los Cinco Gozos de María y las Cinco Llagas de Cristo. Su piedad, su castidad y su virtud como caballero (la misma que sería puesta a prueba en la historia) era legendaria:
«Y toda su fe tenía puesta en las cinco llagas que Cristo había recibido en la Cruz, como el credo nos enseña. Y cada vez que tomaba parte en alguna batalla, tenía puesto el pensamiento en esto más que en ninguna otra cosa, y todo su valor dependía de los Cinco Gozos puros que la Santa Reina del Cielo recibiera de su hijo. Por ello, el cortés caballero llevaba la imagen de la reina pintada en la cara interior del escudo, a fin de que, viéndola, no desfalleciese su corazón.
Las cinco quintas virtudes que este famoso hombre practicaba eran la liberalidad y la bondad, luego la castidad y cortesía, que nunca se corrompieron en él; y como virtud más destacada, la piedad. Estas cinco perfecciones estaban más hondamente arraigadas en él que en hombre alguno (…) Ahora Gawain estaba preparado: cogió su lanza al fin, y se despidió de todos, convencido de que era para siempre».
Junto a la belleza, la obra nos ofrece una historia ejemplarizante e instructiva, en la que el idealismo de la caballería se entrelaza y deja poseer por la moral cristiana, que la trasciende y donde una de las cualidades caballerescas que se manifiesta es la de la castidad, la de la pureza. Podemos decir que la tentación de Gawain no es heroica, en el sentido que hasta entonces tenía el término, sino moral. El mejor ejemplo es Beowulf, cuyo heroísmo se manifiesta al enfrentarse a una muerte segura, mientras que Sir Gawain, demuestra su masculinidad al evitar el adulterio, por cierto, en contraste con otro famoso caballero artúrico, compañero de la Tabla redonda, Sir Lancelot.
Tolkien señala: «El más noble de los caballeros de la más alta orden de Caballería rechaza el adulterio, ubica el odio por el pecado como último recurso por encima de los demás motivos, y escapa de una tentación que lo ataca bajo el disfraz de la cortesía, por la gracia obtenida de la oración». ¿Qué más podemos pedir como ejemplo para nuestros hijos?
Y para terminar podemos hacerlo con el mencionado J. R. R. Tolkien y su Señor de los anillos. Su universo literario de la Tierra Media es un muestrario de personajes con virtudes viriles y caballerescas, pero si me dan a elegir entre sus protagonistas humanos tomaría partido por Faramir. De hecho, el propio Tolkien admitió en una carta de 1956: «En la medida en que cualquier personaje es ‘como yo', ese es Faramir».
«De repente Faramir se agitó, y abrió los ojos, y miró a Aragorn que se inclinaba sobre él; y una luz de conocimiento y amor se encendió en sus ojos, y habló en voz baja. Mi señor, tú me llamaste. Voy presto. ¿Qué ordena el rey?»
La humildad y el afán de servicio. Esta faceta de la masculinidad nos muestra Faramir, el hijo pequeño, aquel que no tenía el favor de su padre Denethor, aquel que venció a la tentación del Anillo, el que finalmente se postra para servir a su Rey. Porque Faramir es verdaderamente humano. Se ve tentado por el poder, pero sólo para poner fin a la guerra que azota su pueblo. Esta tentación, sin embargo, es vencida de manera virtuosa. Dice respecto al anillo: «Ni siquiera si lo encontrara en el camino lo tomaría». Y el resto de ese camino no cesa de luchar denodadamente, arriesgando numerosas veces su vida. Finalmente, Faramir reconoce a su Rey y se entrega a su servicio; ya no es un hombre juzgado por su padre o por la dolorosa competencia con su hermano, sino por su propio valor y por la virtuosa moralidad de sus actos.
Jorge N. Ferro, en su estupendo y esclarecedor, Leyendo a Tolkien (Vórtice, Buenos Aires, 2012), nos dice de Faramir: «no sólo es buen guerrero, sino «sabio»: un atributo propio del orden superior, del cual lo recibe. Lo cual le posibilita rechazar, al igual que los sabios (Elrond, Gandalf, Galadriel, el propio Aragorn y, a su particular manera, Bombadil), la tentación de apoderarse del anillo». Y continúa diciendo: «En tiempos decadentes, la figura del guerrero se priva de esa apertura a lo sacro y a la sabiduría. Se transforma en un «profesional» de la guerra. Boromir parece deslizarse por esta peligrosa ladera; no así Faramir, en quien se mantiene la subordinación de lo bélico a una dimensión más alta». ¿No les recuerda a Héctor?
Y acabo. Hay una palabra que he venido repitiendo en este escrito: «virtud». Es una palabra antigua, una palabra que tiene el poder de curar el alma si logramos rescatarla del olvido e instalarla de nuevo entre nosotros y nuestros hijos, para que así intenten llegar a ser viriles, valientes, leales, corteses, francos, puros, honorables, protectores y justos ¿Quién puede no querer que su hijo sea un hombre así? ¿Quien puede negar que desearía que sus hijos se preocupasen por su cuerpo sin dejarse atrapar por la vanidad, supiesen luchar sin enojarse, hacerse oír sin gritar, poseer un vigor disciplinado, ser valientes sin temeridad, osados sin cobardía y hacer gala de un coraje prudente? Podemos empezar de esta forma. Ellos nos lo agradecerán.
No obstante, es necesario recordar siempre nuestra pequeñez y fragilidad, propia incluso de los más grandes hombres, y que todo gran hombre, en su humildad, hace suya: Nada somos sin Dios. Como dice el salmo:
No obstante, es necesario recordar siempre nuestra pequeñez y fragilidad, propia incluso de los más grandes hombres, y que todo gran hombre, en su humildad, hace suya: Nada somos sin Dios. Como dice el salmo:
Porque hiciste del Señor tu refugio,Y del Altísimo tu defensa,No te alcanzará el malNi plaga alguna rondará tu tienda.Pues Él te ha encomendado a sus ángeles,Para que te guarden en todos tus caminos.Ellos te llevarán en sus palmas,No sea que lastimes tu pie contra una piedra.Caminarás sobre el áspides y víboras;Pisarás leones y dragones.
Tarde tarde...
ResponderEliminarBienquerido Miguel: gracias por estas últimas dos entradas, ¡de colección!
A propósito, no hace mucho leí con mi hijo el libro de Juan Dahbar "Enséñame a ser hombre". Es para niños más chicos que las obras mencionadas por ud., 8-10 años diría yo, pero atrapante y fascinante.
Un saludo cordial y argentino,
José Ferrari.-
Buenos días. Maravilloso artículo este que trata sobre la masculinidad. Muchas gracias Miguel por regalarnos tan verdaderas e impagables palabras. Un abrazo en Cristo.
ResponderEliminarBuenisimo. Totalmente necesario para esta época. Muchas gracias
ResponderEliminar¿Masculinidad? Si hay que lanzarse al mar para salvar a alguien que se está ahogando, si hay que intervenir para detener una agresión o una violación o un robo...socialmente se "exije " que sea el hombre el que intervenga y no la mujer. Hay muchos más casos. Supongo que serán consecuencias de la sociedad patriarcal también.
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