Portada del famoso abecedario de Kate Greenaway, titulado Apple Pie (1886). |
«Pocos niños aprenden a leer libros por sí mismos. Alguien tiene que atraerlos al maravilloso mundo de la palabra escrita; Alguien tiene que mostrarles el camino».
Orville Prescott
De un tiempo a esta parte, la literatura infantil ha venido sufriendo las consecuencias de una de las pretensiones estrella de nuestra modernidad: acabar con la infancia. Una pretensión, como muchas que nos asolan, absurda, de perfiles suicidas, pues, ¿a dónde puede dirigirse dicha literatura si deja de haber infancia?
En esta labor, a la vez conspicua y deletérea, se afanan muchos, y cuanto más alejados están de lo que es formar una familia y ser padre, más intensa y obsesivamente se entregan a tal desempeño. De tal forma, que la literatura que hoy se hace nace manchada de este pecado original. Así, los libros infantiles parecen dirigidos a mentes adultas y complicadas que a las inocentes e ingenuas que, hasta a no mucho, eran las propias de la infancia.
De esta manera, se presentan con orgullo y se premian y promocionan, productos manifiestamente inadecuados. Son libros que encierran trampas mortales para el estado de inocencia del que los niños disfrutan e incluso pueden afectar negativamente a su gusto por leer: lecturas llenas de equívocos, simbolismos, ambigüedades y retruécanos, que sin duda podrían resultar un reto apasionante para un lector experto (no para cualquier adulto), pero que resultan fatales y frustrantes para uno principiante e inocente.
Uno de esos productos a los que me refiero son los libros de abecedarios.
Los abecedarios son un tipo de libro clásico de la infancia. De todos los logros de la mente humana, el nacimiento del alfabeto es probablemente uno de los más trascendentales, y el libro abecedario trata de acercar tempranamente al niño tal hallazgo.
En 1658 se publicó el libro ilustrado Orbis Sensualium Pictus obra de Johann Comenius. Era la primera vez que el alfabeto se presentaba, asociado como un todo coherente, a un conjunto de imágenes temáticas ligadas a los signos representativos de letras y palabras. ¿Su intención?: iluminar los sonidos asociados a tales signos y, así, facilitar su aprendizaje. De esta manera nació el libro de abecedario.
Pero, ¿qué aportan este tipo de obras? Según algunos especialistas, como Cathie Hilterbran Cooper, «los libros de abecedario exponen al lector a los sonidos del idioma y muestran la conexión visual y auditiva entre las letras y las palabras. (...). Ofrecen a los lectores la oportunidad de desarrollar y mejorar su capacidad de identificación y reconocimiento de las letras, de adquirir y comprender nuevas palabras, de promover el dominio de las formas de las letras y de proporcionar una variedad de otras experiencias de aprendizaje. Además, los niños están expuestos a prácticas como la secuenciación, el emparejamiento, la clasificación, la discriminación de semejanzas y diferencias, la rima, el recuerdo, la memoria, la extracción de conclusiones y el seguimiento de instrucciones. Todas ellas muy importantes para la alfabetización». En suma, se trata de libros relevantes, pues contribuyen de manera cierta al conocimiento de las letras por parte de los niños y les ayudan a alcanzar un más temprano desarrollo en sus habilidades de lectura.
Sin embargo, hoy muchos de los libros de este tipo que se comercializan (y recalco esta última palabra), ni son verdaderos abecedarios (en el sentido antes comentado), ni están pensados para los niños. Son, en el mejor de los casos, el resultado de una experimentación artística, pero del peor orden: aquella que no busca ser manifestación de la verdad y el bien a través de la belleza, sino que persigue lo que se ha denominado «el arte por el arte», es decir, la expresión subjetiva de un presunto artista que no trata de comunicar nada trascendente, ni traducir a los demás mortales algo que está fuera del alcance de estos y que él –si fuera realmente artista– alcanzaría a vislumbrar con su visión poética.
Como hemos visto, el fin de un libro de abecedario es simple: que el niño tenga un primer contacto con las palabras que le permita, más adelante, aprender a leer y a escribir. Sin embargo, no cabe duda de que este tipo de libros, por sus especiales características, proporciona un escenario atrayente para que adultos aburridos y deseosos de mostrar su creatividad al mundo, hagan sus experimentos. Pero … ¿Por qué razón?
A pesar de su aparente simplicidad, las entrañas de los libros de alfabeto son realmente intrincadas: tratan de mostrar, de la manera más simple, las complejas relaciones entre los objetos reales, sus imágenes visuales y los sonidos que los representan, y juegan con el carácter simbólico de esos sonidos y de esos caracteres gráficos y su mutua relación, todo lo cual hace de cualquier libro de alfabeto un posible rompecabezas. Ello incita a escritores e ilustradores, junto con una industria editorial que en demasiadas ocasiones se aparta del interés del menor, a sumergirse en la elaboración de libros intrigantemente sofisticados y casi ininteligibles, en un claro alejamiento de su función original y propia de proporcionar al niño los rudimentos necesarios para aprender a leer y a escribir.
Si bien es cierto que todos los libros de alfabeto requieren conocimientos más complicados y más amplios que los que pretenden enseñar, y que, por esa razón, su uso no debe ser dejado solo en manos del niño (requiere la presencia del adulto que guíe y ayude a interpretar y a corregir errores), sin embargo, estos nuevos libros de alfabetos postmodernos son demasiado complejos, y, además, no pretenden enseñar el alfabeto a los niños.
Consecuentemente, no todos los presuntos libros que se nos presentan hoy en el mercado como de alfabeto lo son realmente, razón por la cual habrá que prestar atención a la hora de elegir.
Por ello, sin recomendar ningún título en especial (porque lo cierto es que la oferta es inmensa), creo que, al menos, estos libros deberán reunir las siguientes características:
• Que se centren en sonidos de palabras realmente limpios, sencillos y nada complejos. Por ejemplo, mar para la letra M, o cielo para la letra C.
• Que contengan mejor palabras cortas que largas, porque es más fácil para los niños aprenderlas.
• Que los grafismos de las letras estén en mayúscula y minúscula y sean claros.
• Que estas palabras se refieran mejor a objetos o conceptos cotidianos, para que el niño pueda asimilarlas con facilidad y luego usarlas con frecuencia.
• Que la letra objeto central de cada página se represente de una forma visual diferente (tamaño, color, fuente) del resto. Este tipo de representación prominente es particularmente útil para atraer la atención de los niños.
• Que estén ilustrados con imágenes bellas, claras y sencillas para que los niños identifiquen sin dificultad los ejemplos, y relacionen sin lugar a error las palabras con los objetos reales a los que se refieren. Las imágenes sencillas son preferibles a las más complejas que pueden interpretarse de múltiples maneras y distraen la atención del niño.
Y aunque se trata de libros que los niños podrían leer solos, será mejor acompañarlos tanto como podamos. Recuerdo que a una de mis hijas le gustaba ir hacia delante y hacia atrás en la lectura, detenerse quedamente en una página, ante una de las letras cuya grafía casi se salía de los límites del libro, y tras señalarla con el dedo, interrogarme, casi siempre con la misma pregunta: «¿Papá, por qué está sola?». A lo que contestaba yo, casi siempre con idéntica respuesta: «busquemos otras letras para hacerle compañía?, ¿Te parece?», tratando así de aprovechar la circunstancia para enseñarle una nueva palabra.
Por último, para iluminar un poco más lo expuesto, les muestro a continuación un ejemplo de los que, a pesar de llamarse libros de abecedario, realmente no lo son. Se trata del álbum titulado ABECEBICHOS, publicado por la editorial ANAYA.
Portada del libro y una de las páginas. |
Lo primero que llama la atención es que incluye algunas letras de grafismo irregular que son difíciles de identificar para los niños. Además, las ilustraciones, de un feísmo atroz, son muy poco realistas, lo que dificulta la asociación entre la palabra y lo que esta designa. Finalmente, el texto no es, como ya les anuncié, para niños pequeños. Por ejemplo, veamos algunas de sus frases: «quisquillosos quebrantahuesos quieren queso», «ultrasónicas urracas ululan ufanas», o «inquietas iguanas islandesas imaginan icebergs». No se trata solo de expresiones que contengan palabras demasiado complejas y ausentes en la vida cotidiana del niño (lo que no le permitirá usarlas con frecuencia), sino que, además, lo que se trasmite no se corresponde con la realidad, ya que los quebrantahuesos son un tipo de buitre que, por supuesto, no come queso; las iguanas son lagartos de zonas tropicales que no han pisado nunca Islandia, y las urracas son unos pájaros que no ululan, como si lo hacen, por ejemplo, las lechuzas. En palabras de la académica Marta Sanjuán, el examen del libro pone de manifiesto «la extrañeza de algunas palabras, que designan un universo de seres poco familiares para los niños, hacen que el texto pierda la eficacia didáctica para una de las funciones esenciales del abecedario: la denominación. Los textos no tienen sentido en un contexto real, sino que remiten a un universo autorreferencial humorístico». Todo lo cual muestra –según ella– una «clara intención paródica y metaficcional».
Y con todo esto, a ustedes les corresponderá comparar para luego elegir. Espero que lo comentado les ayude.
Lo felicito por el articulo. Realmente que llegue a tratar de temas tan específicos como este demuestra su pasión por la educación de los niños. Realmente admirable su trabajo. Gracias.
ResponderEliminarMe encantaría para poder difundir su trabajo que publique un libro con una recopilación de sus mejores artículos. Me animo a decir que soy uno de muchos que espera con ansia esa publicación.
ResponderEliminarGracias por tu excelente artículo. ¿Recomiendas alguno en especial?
ResponderEliminarLo de feísmo atroz, además de incorrecto, tremendamente subjetivo por su parte, también un comentario muy desacertado. Coincido en buena parte del artículo pero en la otra demuestra una falta de criterio importante.
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