DE NUEVO, LA FIGURA DEL PADRE

«Padre e hijo sobre un carro de heno». Obra de N. C. Wyeth (1882-1945).



«Se encontrará que casi todos los hombres ... tienen ... algún héroe u otro hombre admirable, vivo o muerto, ... cuyo carácter intentan asumir y cuyas actuaciones trabajan por igualar. Cuando el original es bien elegido y copiado juiciosamente, el imitador llega a excelencias que nunca podría haber alcanzado sin esta dirección».

Samuel Johnson


«La mejor manera de formar a los jóvenes es formarse uno mismo al mismo tiempo; no para amonestarlos, sino para que nunca se les vea haciendo aquello de lo que les amonestarías». 

Platón


«También el padre será mucho mejor al enseñar estos principios y educándose a sí mismo. Porque, si no por otro motivo, siquiera por no echar a perder su ejemplo, se hará mejor».

San Juan Crisóstomo




La sentencia juiciosa del Dr. Johnson (como casi todas las suyas), nos presenta ante una característica innata de la naturaleza humana: el impulso de imitar y, por lo tanto, la necesidad de buscar un modelo al que emular. Lo queramos o no, y desde nuestros más tiernos años, imitamos, y es esta imitación el primero y más sólido mecanismo de nuestro aprendizaje. 

Por ello, se manifiesta como decisivo para el futuro de todo hombre encontrar modelos a los que seguir y que estos sean los adecuados. A esto se refiere la acertada sentencia de Platón que preside este escrito. 

Por eso, quienes sean los referentes de nuestros hijos se revela como una cuestión capital. Como dice el Dr. Johnson «cuando el original es bien elegido y copiado juiciosamente, el imitador llega a excelencias que nunca podría haber alcanzado sin esta dirección», pero cuando no lo es…, cuando no lo es, el hombre camina hacia su decadencia y perdición. 

Y el primer modelo con el que nos encontramos en nuestras vidas es el de los padres. Por ello, todo progenitor debe ser consciente de la importancia de su propia conducta, ya que, un día, sus hijos seguirán más probablemente su ejemplo que su consejo.

Pero los padres debemos suministrar a nuestros hijos algo más; no solo el ejemplo cotidiano de nuestra conducta —tarea ya de por sí exigente—, sino también, y al mismo tiempo, deberemos acompañar su desarrollo de lo mejor que podamos darles o mostrarles de otros. Esta doble labor ejemplificadora es una de las más nobles tareas de los padres y, bien llevada, suele ser fuente de frutos estimables.

Quizá por ello, la paternidad en general y la figura del padre en particular, están siendo sometidas hoy a un persistente asalto, con el objetivo de hacerlas desaparecer, o de distorsionarlas de tal modo que pierdan su esencia, buscando afanosamente esas perniciosas consecuencias antes comentadas. 

Porque, muchos, entre los que me incluyo, creemos que ser padre es algo inexorablemente unido a la condición de hombre, y que, consecuentemente, está en la naturaleza de los hombres el convertirse en padres. Por esta razón, es bueno para nosotros ser buenos padres, y malo el no serlo. 

Ahora bien, frente a la tremenda ofensiva que hoy padecemos («los niños no pertenecen a los padres de ninguna manera»), y para comprender mejor lo que acabo de decir, quizá podríamos acudir en busca de ayuda a santo Tomás de Aquino.

Seguramente, el Doctor Angélico nos diría que, dado que es bueno que un padre cuide y eduque a sus hijos, y puesto que estamos obligados a hacer aquello que nos conviene en cuanto a nuestro bien natural, ser buenos padres es una de nuestras obligaciones naturales. Del mismo modo —añadiría—, como los niños vienen al mundo necesitados de guía y corrección, es de su interés obedecer y respetar a sus padres, y, en consecuencia, es su obligación natural el hacerlo. Pero —como también nos recordaría santo Tomás— toda obligación hacia otro genera, en esa otra persona, un derecho correspondiente. Así, los hijos tienen derecho a recibir el cuidado, la atención y la formación adecuada por parte de sus padres; y, a su vez, estos tienen derecho a ser obedecidos y respetados por sus hijos.

De todo esto concluiría que, si estos derechos nacen de obligaciones naturales, también ellos son naturales, no dependiendo de ninguna convención humana, y por eso no pueden ser suprimidos ni modificados sin ir contra nuestra propia naturaleza.

En resumen —diría el Aquinate—, para nuestro florecimiento como personas y para el de nuestros hijos, es necesario que, una vez llegados al mundo, los padres sean buenos padres, y los hijos, buenos hijos.

Siendo esto cierto para los dos progenitores, sin embargo, hoy me centraré únicamente en quien, a día de hoy, es el más débil de ambos. Voy a hablar del padre, como una figura a extinguir, acusada de ser el epítome de lo masculino y la máxima expresión del odiado patriarcado.

Es verdad que los padres de hoy en día –los que están presentes y ejercen– se implican más en el cuidado de los hijos que las generaciones que les precedieron. Sin embargo, paradójicamente, la ausencia del padre en la vida de sus hijos es un hecho caba vez más frecuente. Hay cada vez menos padres presentes y ejercientes que, además, se ausentan mucho antes de desaparecer físicamente de escena. Su presencia empieza a diluirse en cuanto olvidan la vocación que les es propia. ¿Quizá porque, tanto la condición de padre como la condición de hombre no son hoy muy queridas? ¿O, porque faltan modelos de aquello que ha de ser un buen padre? Lo cierto es que, los pocos padres implicados que hay no compensan la ausencia masiva de todos los demás (sea esta física, sea espiritual, emotiva o moral).

Este declive de la paternidad –y de nuestra comprensión de lo que significa– constituye un grave problema.

Frente a esa irracional tendencia destructiva, creo firmemente que llegar a ser un buen padre es de las mejores cosas que un hombre puede aspirar a ser, y de las más exigentes también: un patriarca, un líder, un ejemplo, un confidente, un maestro, un héroe, un amigo… un padre es todo eso y algo más, algo indefinible que da unidad a todo lo anterior y que se llama amor. Como alguien dijo una vez, y no se equivocaba, los padres son hombres simples y comunes, convertidos por amor en héroes, aventureros, guerreros, poetas y cantores. 

Pero, si queremos restaurar la paternidad a su estado original, no podemos olvidar que se encuentra indefectiblemente unida a la concepción –hoy también malherida– de la masculinidad. Una y otra son inseparables. 

Hoy en día, la idea de masculinidad oscila entre dos extremos igualmente perniciosos. Por un lado, se representa al hombre como alguien débil, desdibujado, que ha abandonado su identidad natural: la de procrear, proveer, proteger y, como resultado de todo ello, educar. Por otro lado, se le muestra como un ser arrogante y superficial, obsesionado con el sexo —desvinculado de toda responsabilidad—, el poder y el dinero, y si es con el menor de los compromisos y esfuerzos, mejor todavía.

Pero ninguna de esas imágenes refleja la verdadera masculinidad, y mucho menos la verdadera paternidad. Ni la debilidad, ni la mal entendida sensibilidad, ni la promiscuidad, ni la riqueza ni el poder hacen a un hombre.

Los hombres de verdad no son dominadores, tiranos u opresores, así como tampoco débiles y sumisos, son otra cosa, son servidores. Ponen humildemente su fuerza, su ferocidad, su brío, su habilidad, su inteligencia y su poder al servicio de algo mayor que ellos y sus deseos. Y la construcción y el mantenimiento de una familia es la más grande de las empresas que un hombre pueda llegar a emprender. Aquello que le pone a prueba y nos da su medida. 

El verdadero hombre está al servicio de su familia, de su mujer y de sus hijos, cumpliendo con sus responsabilidades esenciales: dar vida, proveer sustento, brindar protección y educar. Ese es el verdadero significado de la paternidad. Y, si los niños no son testigos de este tipo de entrega, si no experimentan esta clase de amor hecho servicio,  crecerán huérfanos en algún sentido, llenos de confusión y de desorden en sus mentes y sus corazones. 

Necesitamos padres que eduquen a sus hijos —como escribió el poeta escocés Robert Burns— «en la decencia y el honor».

Pero, como todos sabemos, ser padre es una cosa y ser un buen padre otra que está más allá de nuestras fuerzas. Por ello, como siempre, tendremos que pedir ayuda. Pensando en eso el poeta norteamericano Douglas Malloch, escribió:

«Padre de padres, hazme ser uno,

Un ejemplo digno para un hijo».

Aun así, por pequeña que sea nuestra parte, todos debemos comprometernos con esta tarea de restauración, de rescate. Incluso quienes no son ni serán nunca padres tienen la responsabilidad de no dejar solos a quienes lo son, ni a los que podrían llegar a serlo. No deben abandonarlos a su suerte. Deben intentar rescatarlos de su ostracismo y de su olvido, como Eneas rescató a su padre de la destrucción de Troya.

Una parte fundamental de este esfuerzo consiste en recuperar la convicción de que los padres son insustituibles y esenciales. Son quienes brindan protección y seguridad —aunque hoy esta función apenas se reconozca en muchos entornos, especialmente en Occidente—; quienes proveen a las necesidades familiares —aunque hoy esta tarea se comparta en muchos hogares—; y, como aquí quiero subrayar, quienes ofrecen a los hijos una referencia masculina clara, diferente y complementaria a la de las madres.

Los padres tienen un estilo de crianza significativamente diferente al de las madres, pero igualmente necesario, y si falta, el niño, muy probablemente, se resentirá durante toda su vida.

Y en la literatura, en la buena y la grande, podremos encontrar una ayuda para esta restauración. Ya les he comentado algunos de esos libros, pero habrá otros que pasaré a comentar en futuras entradas. Cierto que no se trata más que de historias, pero tengan por seguro que podrán ayudar a los chicos, brindándoles ejemplos de simples, pero buenos hombres, que quizá puedan enseñarles a ser buenos padres. 

Por último, los que somos padres, no debemos olvidar que ese destino, ese encargo que se nos hace y sobre el que se nos pedirá cuentas, es virtuoso de por sí, ya que está también concebido, como dije antes, para nuestro bien, y no solo para el de nuestros hijos. Los hijos son una bendición y nos transforman profundamente (a eso se refiere, en parte, la sentencia de san Juan Crisóstomo del inicio). En palabras del filósofo tomista J. Budziszewski:

«La descendencia nos convierte; nos obliga a convertirnos en seres diferentes. No hay manera de prepararse completamente para ello. Los niños llegan a nuestras vidas, ensucian sus pañales, alteran todos nuestros cómodos arreglos, y nadie sabe cómo van a resultar finalmente. De repente, nos sacan de nuestros hábitos complacientes y nos obligan a vivir fuera de nosotros mismos; son la continuación necesaria y natural de esa sacudida a nuestro egoísmo que inicia el propio matrimonio».

Pero, como sigue diciendo Budziszewski, «recibir esta gran bendición requiere valor». Así que, ya lo saben padres, armémonos de valor, pongámonos en marcha y preparémonos para la batalla. ¿Y, dónde tiene lugar esta? Primero, en nuestra alma, pero también en el alma de nuestros hijos. Así que, como nos dice el Apóstol, «vistámonos las armas de luz» y, con coraje, vayamos a su encuentro.



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Comentarios

  1. Una linda publicación, los padres son muchas veces dejados de lado o poco apreciados en un mundo donde se los ve cada vez menos necesarios porque la gente piensa que el estado lo puede suplantar

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