«En su mundo». Obra de Morgan Weistling (1964-). |
«Tolle lege, tolle lege».
San Agustín. Confesiones.
«Docere et delectare».
Horacio. Epístola a los Pisones.
Hay una extendida tesis entre los estudiosos de la literatura infantil y juvenil al respecto de cómo los niños se apoderan de obras creadas, en principio, para los adultos, y los efectos que este apoderamiento tiene sobre ellos. Una tesis aceptada, por cierto, con bastante uniformidad, aun cuando tenga posos –y algo más que posos–, de las progresistas y disolutorias ideas rousseaunianas.
La citada teoría parte de que los niños han sabido siempre quedarse con lo que más les ha interesado y/o gustado. Por ejemplo, se ha dicho –y con acierto–, que El Progreso del Peregrino de John Bunyan fue escrito como una guía espiritual para adultos; que el Robinson Crusoe de Defoe tenía el aire y el fondo de un sermón imprecatorio; que Los viajes de Gulliver de Swift debía ser un brillante monumento a la misantropía; que los Cuentos de Shakespeare de los Lamb eran la obra de un gran humorista y su hermana; que El Libro de los disparates de Lear fue el divertimento de un pintor sin éxito; y que los libros de Alicia de Carroll fueron la recreación de un tímido matemático. Lo cierto es que estas obras no se crearon pensando en un público infantil o juvenil (salvo, quizás, las Alicias). Más bien el genio de sus autores les jugó una pasada. Afortunadamente, en su beneficio y en el de todos, incluidos los niños.
Pues bien, sobre el señalado hecho, la tesis de marras sostiene sin ambages que cuando los niños se apoderan de esas historias, lo hacen despojándolas de cualquier intención moralizante o ejemplarizante que pudieran acompañarlas. Y que esto es algo bueno. De esta manera, se ha dicho que bajo la máscara del interés por la lectura existe un intento solapado de manipulación; que los autores pretenden perpetuarse formando y los padres afianzarse dirigiendo a quienes dependen de ellos. Y que ambas posturas suponen falta de respeto y temor a la libertad.
Me permito discrepar. Primero, dudo que exista una intención en los niños de despojar a tales libros de unas enseñanzas que, muchas veces, son imperceptibles para ellos. Segundo, aun cuando, intencionadamente o no, esos niños lectores tratasen de prescindir u obviar esa lectio, implícita, por otra parte, en la obra, ello sería una tarea estéril. La lectio está ahí y se trasmite. ¿Cómo y en qué medida? Depende del niño y de quien lo acompañe en la lectura. Además, no pienso que sea provechoso prescindir de las enseñanzas de virtud que, de forma artística y genial, algunos artistas hayan podido depositar en sus magnas obras. ¿Por qué habríamos de hacerlo o alentarlo, o siquiera alegrarnos de que eso pudiera suceder? No lo sé, o quizá sí lo sé. El caso es que un oscuro espíritu disolutorio y nihilista alienta siempre todas estas ideas, disfrazadas, como suele ocurrir, de dulces palabras, como libertad y respeto.
Obviamente, eliminar la diversión sería actuar en contra de toda la tradición literaria. A lo largo de toda la historia de la literatura, oral u escrita, vemos esta práctica. Comenzando con la famosa fórmula que, desde el eco de los siglos, nos sigue cantando el poeta romano Horacio («instruir deleitando»), o, incluso antes, con la ancestral costumbre de relatar historias maravillosas alrededor de la hoguera, pasando por el frontispicio de Santo Tomás Moro a su Utopía («Un manual verdaderamente dorado, no menos beneficioso que entretenido»), o por el didáctico verso de Wordsworth sobre lo que es poesía («las mejores palabras en el mejor orden»), y terminado por la no menos definitoria estrofa del también poeta Robert Frost de que «la poesía comienza en deleite y termina en sabiduría». Una alquimia del éxito literario que, podría decirse, se perfecciona, para todos los públicos, en autores como Miguel de Cervantes y William Shakespeare, en cuyas obras el lector a menudo no es consciente de la profundidad con la que ha sido instruido. Por otro lado, y en todo caso, sería un suicidio artístico prescindir de ese aspecto lúdico, y más en nuestros tiempos de entretenimiento y distracción.
Porque la lectura no solo puede llegar a ser un hábito virtuoso, sino que debe ser un placer. Leer, de por sí, es un acto voluntario como ninguno y placentero como no hay otro. Es decir, uno no lee por obligación, salvo que haya coerción, pero por la misma razón uno deja de leer en cuanto la coacción desaparece, salvo que entremedias..., aparezca el deleite; se lee por placer, básicamente, hay en la lectura un goce estético que actúa a modo de adictivo y que, una vez entra en nosotros, nos impide ya separarnos de los libros. Como escribió con acierto el francés Daniel Pennac: «El verbo leer no tolera el imperativo. Es una aversión que comparte con algunos otros verbos: amar..., soñar...».
Pero el leer buena literatura es también un instrumento poderoso para la educación. Y, por lo tanto, sería un error prescindir de él, vaciarlo de todo contenido instructivo y formativo. Salvo, claro está, que pensemos, como Rousseau y sus modernos adláteres, que los niños y los jóvenes no precisan de educación.
El santo cardenal Newman se dio cuenta de la bondad de la literatura como instrumento de educativo, y así nos dejó escrito lo siguiente:
«Incluso si pudiéramos hacerlo, incumpliríamos nuestro claro deber si dejáramos la literatura fuera de la educación (...). Porque preparamos a los jóvenes para el mundo (...). Proscribid la literatura secular como tal, eliminad de vuestros libros escolares todas las manifestaciones del hombre natural, y esas manifestaciones se hallarán esperando a vuestros alumnos en la misma puerta del aula (...). Sorprenderán a vuestros jóvenes (...) sin que antes se les haya proporcionado ningún criterio sobre el gusto, ni se le haya dado regla alguna para distinguir lo bello de lo vil, la belleza del pecado, la verdad de los sofismas, lo inocente de lo venenoso».
Ya antes, nuestro gran Cervantes estaba en ello, y en su Quijote nos dice que el fin es el que señala Horacio y, por lo tanto, que sin abandonar el entretenimiento, debe convivir con él la enseñanza. Pero, eso sí, siempre que se haga «con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención, que tire lo más que fuere posible a la verdad», pues, de esta manera, «sin duda compondrá una tela de varios y hermosos lazos tejida, que, después de acabada, tal perfección y hermosura muestre, que consiga el fin mejor que se pretende en los escritos, que es enseñar y deleitar juntamente».
Y aún más remotamente, Joanot Martorell, en su Tirante el blanco, escribía en su prólogo que «es, pues, muy conveniente y útil poner por escrito las hazañas e historias antiguas de los hombres fuertes y virtuosos para que sean claros espejos, ejemplos y doctrina para nuestra vida».
Pues, como dijo el gran Gómez Dávila, «leer es recibir un choque, es sentir un golpe, es hallar un obstáculo. Es sustituir a la ductilidad pasiva y perezosa de nuestro pensamiento, los inflexibles carriles de un pensamiento ajeno, concluido y duro».
Y para terminar, podríamos volver a Horacio y a su ars poetica contenida en la Epístola a los Pistones, pues en ella, el insigne romano nos sigue diciendo lo siguiente:
«El poeta que complace a todos es el que mezcla lo útil con lo dulce, divirtiendo e informando al lector simultáneamente».
Esto nos sigue sirviendo hoy. ¿Por qué una obra no ha de poder entrelazar la diversión y el interés con la instrucción y la formación? Si el autor goza del don de combinar, con presteza y arte, ambas cosas, bienvenido sea; ¡disfrutemos e instruyámonos, todo a un tiempo! Y dejemos que nuestros hijos lo hagan. Tales cosas se encuentra en obras como las citadas y muchas otras. ¡Alegrémonos, pues, de ello!
Comentarios
Publicar un comentario