«Pintando». Obra de John Edwin Jackson (1876-1950). |
«Las ilustraciones en los libros infantiles son las primeras pinturas que la mayoría de los niños ven, y debido a eso, son increíblemente importantes. Lo que vemos y compartimos a esa edad permanece con nosotros de por vida».
Anthony Browne
«Trato de ser lo más claro y simple que puedo en mis ilustraciones para que el niño pueda saber qué es lo que está pasando».
Tomie de Paola
Hoy día, si visitamos cualquier librería, constataremos que, en la ilustración de los libros de los más jóvenes, dos tendencias dominan sobre todas las demás. Una, que propende hacia la abstracción, llevada o arrastrada por la esencia propia del arte moderno. La otra, que camina torpemente hacia la infantilización, rebajando el nivel artístico de las ilustraciones, y eliminando todo reto o enseñanza ligada a las mismas.
Ambas tendencias no ayudan a los niños a acercarse a la Verdad, la Belleza y la Bondad; muy al contrario, los alejan de ellas.
Lo que pretendo en esta entrada es darles, por el bien de los niños, unas orientaciones que puedan ayudar a corregir en lo posible estos desvaríos, facilitándoles a ustedes la elección de libros ilustrados infantiles.
Y es que, como en casi todo, en la ilustración de los libros de los niños no vale cualquier cosa. Se trata de una labor artística con sus propias reglas y limitaciones. ¿Por qué motivo? Básicamente, porque es una ilustración destinada a los niños, no a los adultos. Eso la define y la limita; es única y particular, distinta a cualesquiera otra.
Y aunque les hable de límites, se trata de límites enriquecedores; no son como los barrotes de una celda, sino como el marco de un cuadro. El ilustrador de libros infantiles debe imaginar su trabajo como un hermoso cuadro, y ejercitar su labor dentro de las lindes de su marco; un marco que, más que restringir y sofocar el genio del artista, realza y da esplendor a su obra. Por lo tanto, no puede ver su labor artística como una oportunidad para dar rienda suelta su creatividad. Se debe a su arte, sí; pero, aún más, se debe al niño.
Así que, contrariamente al común entendimiento, estas limitaciones de las que les hablo no castran, no mutilan, sino que dan vida y la expanden.
Chesterton conocía la misteriosa sabiduría que encierran los límites. Para él, el juego de ponerse límites a uno mismo era uno de los placeres secretos de la vida, y amar una cosa era amar sus límites; «por eso –escribió– los niños juegan siempre al borde de algo; por eso construyen castillos de arena a la orilla del mar».
Consecuentemente, lo más propio de un artista, sea poeta, músico, escultor o pintor, es jugar a ponerse límites; solo así recuperará su alma infantil. Los verdaderos artistas, en su exuberante creatividad y en su gozo al descubrir cada mañana el mundo, se asemejan más que nadie a los niños. Sabemos, como nos dijo el poeta Coleridge, que el artista es «quien, con un alma no sometida al hábito, desprendida de la costumbre, contempla todas las cosas con la frescura y maravilla de un niño».
Dicho esto, les propongo, como primer elemento a considerar, lo que podríamos calificar de premisa legitimadora; una premisa que por su simpleza semeja una perogrullada: para ilustrar libros infantiles hay que saber de niños; conocer a los niños; fijarse en ellos y comprender cómo entienden el mundo.
El niño lo mira todo, lo ve todo. No mantiene una atención selectiva tal cual nos pasa a los adultos. Él se fija en todo aquello que está a su alrededor. Todo lo ve como un acontecimiento, como un devenir, como una historia. No extrae hechos o detalles del conjunto, no se fija en un aspecto aislado de la realidad ni lo inmoviliza en su intelecto, tal y como hacemos los adultos y describe el poeta Wordsworth:
«Nuestro retorcido intelecto
desfigura las formas bellas de las cosas:
asesinamos para disecar».
Contrariamente a ello, el niño no asesina las cosas, sino que ve la vida como un continuo y asombroso sucederse. Cuando los pequeños leen o escuchan una historia, les interesa lo que pasa, lo que se cuenta, no cómo y por qué se cuenta. Y cuando contemplan una imagen, lo que les atrae es, más la composición y el diseño, que la armonía, el juego de los colores, los contrastes o la luz. Les interesa lo que la imagen cuenta, y lo que la imagen les hace imaginar.
Viven en su imaginación, anhelan asombro, y ven el mundo como un cuento: una historia, algo que pasa. Historia, cuento, narración, son sus arquetipos vitales.
Y con este presupuesto como punto de partida, les propongo los siguientes criterios de selección:
Primero.- Huyan ustedes de la abstracción. Lo que las características infantiles antes comentadas excluyen claramente de la representación por imágenes es la abstracción, el arte llamado abstracto, ese que no tiene tema, que es abierto a todo o a nada, que no pretende decir algo expreso o concreto, y que, precisa de una explicación adicional distinta de la imagen misma, o una justificación de su relación con el texto al que ilustra.
Segundo.- Si queremos contar una historia, es obvio que lo primordial es lograr que el destinatario la entienda, luego vendrá lo demás; y en este caso, a no olvidar núnca, ese destinatario es el niño, no el adulto que le elige el libro.
Para facilitar este entendimiento, las imágenes creadas por el ilustrador deberán forjar dos vinculaciones, más o menos estrechas, con el texto que iluminan. Una ligazón de las imágenes al texto que, lógicamente, trae consigo limitaciones a la expresión artística.
La primera vinculación consiste en que lo que se representa con la imagen ha de corresponderse con el ambiente y circunstancias que el escritor trata de trasmitir en su relato. Esta correspondencia, además, ha de ser fácilmente comprendida por los niños. Por ejemplo, si el escritor cuenta que dos ratoncitos charlan al calor de una chimenea, lo que el ilustrador represente debe interpretarse claramente por los niños como una charla ante el fuego de un hogar, y no otra cosa distinta a lo relatado o difícilmente relacionable con ello.
La segunda de las vinculaciones, consistirá en que cada cosa o ente concreto que se represente en imágenes habrá de ser inteligible, comprensible e identificable con la concreta palabra/s usada/s por el escritor. En mi anterior ejemplo, los dos personajes que charlan habrán de reconocerse en la imagen como pequeños ratones, y no como otra cosa.
Esta segunda vinculación entre imagen y relato, tiene una excepción cuando se trate de una historia fantástica. En este caso el artista gozará de más libertad, pero no será absoluta, pues deberá ajustarse también a unos límites. El ilustrador habrá de atenerse una significación simbólica que le viene dada de muy atrás. Les hablo de una relación, entre el significante y el significado de lo que quiere comunicarse, reconocida y transmitida a través de generaciones. Piensen en un dragón, una creación fantástica (al menos eso es lo que se dice), respecto de la cual hemos recibido, gracias a una larguísima tradición, unas líneas maestras de cómo ha de representarse. Se trata de un simple y elemental bosquejo que, misteriosamente, se ha mantenido constante en el tiempo y en las más diversas culturas.
Olvidar esto no solo causaría un desbarajuste y un caos (una nueva Babel); sino que por el camino perderíamos algo, que quizá ahora no alcanzamos a ver, pero que está ahí: la conexión con la esencia misteriosa de las cosas.
Es verdad que no hay nada en el mundo que comprendamos del todo; como dice Aquino, «las esencias de las cosas nos son desconocidas». Pero, aun así, tanto en las palabras como en las imágenes hay recogida una larga experiencia humana acerca de los objetos del mundo. Una experiencia que es un tesoro, no una silva de palabras e imágenes ordenadas convencionalmente, y por tanto, intercambiables a capricho del artista, sino una sabia visión de la realidad que una cultura va depositando en los registros de su arte y de su lengua. Y si bien estas figuraciones sensibles de la realidad son meras aproximaciones a ese misterio muy limitadas, son muy valiosas también. Por ello, no deben ser apartadas a un lado.
Tercero.- Asegúrense de que el artista, a pesar de la mentada correspondencia e identificación con la cosa o palabra que se representa, ponga ciertos límites a su realismo, y, por tanto, a la precisión y al detalle en su representación.
La imagen no ha de abarcarlo todo, no debe agotar aquello que representa. Al contrario, está obligada a dejar que la imaginación del niño participe; el ilustrador tiene la obligación de proporcionar a esta un campo de juego, y, a un tiempo, ha de estimularla para que corra, salte y juegue sobre ese campo. Por lo tanto, no debe atenazar, anegar o amordazar la imaginación infantil.
El niño debe usar su propia imaginación; es imperativo que lo haga. Lo contrario será un fracaso. Quizá muy hermoso y artístico, pero un clamoroso fracaso.
Cuarto.- El último criterio de selección del que les hablo es la belleza. Ya he tratado en otra entrada esta cuestión, y, por tanto, les remito a ella.
En suma, tanto el ilustrador, como el escritor al que auxilia, trabajan con la imaginación. Evocan poéticamente, más que definen. Cada uno de ellos, a través de su arte, tratan de referirse de modo indirecto, oblicuo, a una realidad de difícil intelección, generalmente haciendo uso de símbolos, uno con las palabras; el otro con las imágenes.
Como nos dice Aquino, los seres humanos, al ser criaturas sensoriales, tenemos una propensión natural a los signos y símbolos sensibles como medio para referirnos a realidades, particularmente las espirituales, que de otra manera permanecerían más allá de nuestro entendimiento. Sin embargo, como ya he dicho, estos símbolos funcionan a través de alguna relación reconocida entre el significante y el significado que no es arbitraria ni contingente; que no puede ser construida o reconstruida por el hombre.
El poeta Samuel Taylor Coleridge nos dice que el mejor símbolo «siempre participa de la realidad que hace inteligible». Ahí se encuentra el fundamento de toda representación, en ese algo misterioso e ininteligible, pero que sabemos verdadero. Es por ello que el artista, en esa búsqueda por expresar la realidad, no debe trastocar el delicado equilibrio de estos significados. Su creación artística debe tener las correspondencias correctas. Debe apuntar a la realidad última de las cosas. Debe responder realmente a la Verdad. Ni más ni menos. A eso debe aspirar, pues, el ilustrador de libros infantiles.
Y si esto es así, en el camino, tengan por seguro, aparecerá la Belleza.
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