LA PÉRDIDA DE LA INOCENCIA

«Oisín cabalga hacia la Tierra de la Juventud». Obra de N. C. Wyeth (1882-1945).


Disfruta del pánico que te provoca

tener la vida por delante.

Vívela intensamente,

sin mediocridad.

Piensa que en ti está el futuro

y encara la tarea con orgullo y sin miedo.

Aprende de quienes puedan enseñarte. 

Walt Whitman


La adolescencia es un estado vital complejo y difícil. Crecimiento y desorientación van parejos en esta breve pero intensa etapa de la vida. Su más perfecta definición sería la búsqueda de una identidad, una búsqueda en la cual más que tratar de responder a preguntas como «¿por qué vivir?» o «¿qué razón hay para vivir?», lo que el adolescente intenta es descubrir quién es y dónde encaja. Y todo ello sucede en un momento de frágil y delicado equilibrio, como es el paso de la infancia a la juventud, cuando tiene lugar la siempre dolorosa pérdida de la inocencia. Los adolescentes se encuentran atrapados en una vorágine de sentimientos, deseos, impulsos y temores que les empujan y les retienen, entre entusiasmos y desencantos, hacia un futuro en gran medida amenazante e ignoto. Hay dos poemas, de Walt Whitman y de Robert Frost, que expresan esta incierta dualidad. Dice Whitman sobre esa exultante sensación de suficiencia:

«Nunca ha habido más comienzo que el que hay ahora,

Ni más juventud ni vejez que la que hay ahora;

Y nunca habrá más perfección que la que hay ahora,

Ni más cielo ni infierno que el que hay ahora.

Impulso, impulso, impulso».  

Por su parte, Frost escribe sobre la amarga sensación de pérdida:

«De la naturaleza el primer verde es oro,

Su matiz más difícil de asir;

Su más temprana hoja es flor,

Pero por una hora tan solo.

Luego la hoja en hoja queda.

Como el Edén se hundió en el luto,

Así el alba desciende sobre el día.

Nada dorado permanece».

Así es como se sienten, flotando en un ambivalente e inestable estado de ánimo, entre poderosos y frágiles. 

Ante esta situación, los padres queremos darles nuestra ayuda y nuestra guía, pero muchas veces no sabemos cómo. ¿Nos acercamos o nos alejamos? ¿Actuamos o los dejamos hacer? Por un lado, no les estaremos haciendo un favor si no les proporcionamos esa ayuda, si los dejamos solos, aunque ellos nos lo pidan. Los padres estamos ahí para ayudar a nuestros hijos a navegar en este mundo confuso y una de las cosas que debemos hacer es protegerlos de una intempestiva entrada en el mundo adulto (algo que hoy es una frecuente realidad). Pero, por otro lado, tampoco debemos ser excesivamente protectores. John Senior, tantas veces citado en este blog, era de esta opinión:

«Hay familias católicas que con orgullo envían a sus hijos de dieciocho años de edad a la universidad, cuidadosamente conservados y embalados en una edad afectiva y mental de doce; buenos chicos y chicas, bien vestidos y poco ruidosos, que jamás han tenido un problema y que nada saben de la vida ni del amor. El reino de los cielos es el conocimiento y el amor de Dios. No podemos aprender a soportar las llamas vivientes del amor divino si no pasamos por el fuego más temperado de los deseos humanos; y una adolescencia «ardiente» es tan necesaria para el desarrollo normal del cuerpo y el alma como lo es la propia fe. La fe presupone la naturaleza y no puede ser eficaz en un alma atrofiada. ¿De qué serviría proteger a los niños del fuego del infierno si los privamos de los medios para ir al Paraíso?» (La Restauración de la Cultura Cristiana, 1983). 

Se trataría entonces de protegerlos y, a un mismo tiempo, darles la libertad justa y necesaria, de encontrar un equilibrio prudencial entre ser unos padres opresivos («¡Mis padres no me dejan hacer nada!») y unos padres permisivos («¡Todo lo tengo que hacer por mí mismo y depende de mí!»), dos extremos que no son buenos para ellos ni queridos por ellos, dos posturas muy alejadas la una de la otra. Por tanto, es algo complejo y difícil.   

Ese paso de edad, simbolizado en el título de la obra de Joseph Conrad La línea de la sombra, es anhelado por todo adolescente, que desea llegar a él cuanto antes para poder gritar a sus padres: «¡Ahora puedo llevar mi vida a mi manera sin vuestra voz y vuestro mando!». Pero esta es una postura de ingenua esperanza que se frustra nada más se cruza esa línea de sombra, cuando el joven ve cómo se aplastan sus ilusiones de libertad con el peso de la madurez y cómo de una mayor capacidad de elección no resulta, después de todo, una vida tan libre como la soñada. Y es que los padres podríamos contestar a nuestros chicos: «Lo que dices es cierto. Ahora eres libre de conducir tu vida como mejor te plazca. Pero, ahora también deberás asumir por ti mismo la responsabilidad y las consecuencias que de esa autonomía se siguen, y eso no será fácil». Descubrir que hacer lo que a uno le apetece no es la libertad y que no hay verdadera libertad sin responsabilidad es duro, pero también es liberador y te acerca un poco a la verdad. No me resisto a incluir aquí una descripción de esa libertad verdadera a la que aspirar, a través de la apasionada prosa de Anthony Esolen:

«Hay una libertad que se eleva más allá de la visión liberal de la autonomía personal, y también más allá de la visión clásica de pasiones templadas y bien dirigidas al servicio del bien común. Es lo que San Pablo llama "la gloriosa libertad de los hijos de Dios". (…). Esa libertad hace más que reconocer un deber. Se lanza al exterior cuando no hay deber; se ata neciamente en el amor; es la libertad de una promesa de nunca retractarse; la libertad aventurera de la devoción, por la cual el hombre responde e incluso imita la gracia de Dios».

Y quizá en los libros, en los buenos libros, podamos encontrar una ayuda, aunque sea pequeña. Quizá podría ser bueno que nuestros hijos adolescentes se acerquen a libros que, a modo de espejo, les muestren que no están solos en sus tribulaciones, angustias y dilemas, y que otros en similares situaciones también se han visto aquejados por ellas. Libros desde donde puedan observar de qué manera esos otros afrontan y superan las dificultades y finalmente, constatar que esa compleja etapa no es más que un trance pasajero que forja el carácter y puede hacerles mejores. Y hay relatos que muestran esto.  

No fue hasta mediados del siglo XVIII que la adolescencia se convirtió en un motivo literario relevante. De hecho, hasta entonces adolescencia y niñez eran a menudo términos intercambiables. En la Alemania de finales del siglo XVIII el concepto encontró desarrollo en géneros como el Bildungsroman (o novela de crecimiento) y el relacionado Entwicklungsroman (o novela de educación). Pero hay que esperar hasta la primera década después de la I Guerra Mundial para que la novela con protagonistas adolescentes alcance su máxima popularidad. Y la noción de los adolescentes como un grupo separado de lectores con sus propios gustos no fue acogida por los editores hasta la segunda mitad del siglo pasado. 

He elegido tres novelas que comentare en próximas entradas y que son anteriores a ese numeroso grupo de obras escritas a partir de la segunda mitad del siglo pasado. Se tratan, por este orden, de La línea de la sombra (1917) de Joseph Conrad, Capitanes intrépidos (1896) de Rudyard Kipling y El gran Meaulnes (1913) de Alain-Fournier. Sé que hay otros muchos libros y muy estimables: por ejemplo, David Copperfield (1850) y Grandes esperanzas (1861), entre otras novelas de Charles Dickens, Primer amor (1860) de Iván Turguénev, Las aventuras de Huckleberry Finn (1884) de Mark Twain, El rojo emblema del valor (1895) de Stephen Crane, El guardián entre el centeno (1951) de J. D. Salinger, El señor de las moscas (1954) de William Golding, El vino del estío (1957) de Ray Bradbury o Rebeldes (1966) de Susan Eloise Hinton, pero me he decantado por esos tres, sin perjuicio de que los demás títulos puedan ser nombrados o tengan en su día su propia entrada.

Los tres libros recogen entre sus páginas esa visión dual de la edad adolescente, como etapa de cambio y crecimiento llena de experiencias enriquecedoras y madurativas, y como período nostálgico, lleno de melancolía, en el que se añora la infancia dejada atrás y se lamenta la pérdida de una inocencia y una felicidad que no se sabe si volverá. De la primera visión es expresión la novela Capitanes intrépidos; de la segunda, El gran Meaulnes, y en La línea de la sombra vemos el confluir de ambas. Pero lo que sí encontrarán nuestros hijos en todas ellas son posibles respuestas a su búsqueda de un ideal personal y protagonistas con los que identificarse.  

No suelo hacer distinciones de sexo en cuanto a mis recomendaciones, pero en este caso es posible que algunos de los libros de los que hablaré (a excepción del tercero, apunto) sean más atrayentes para los chicos que para las chicas. Además, en cuanto a libros con protagonistas femeninas que tratan del asunto, ya he comentado algunos en este blog; pienso en Mujercitas (1868) de Louise May Alcott, Ana, la de Tejas Verdes (1908/1939) y Emily (1923/1927), de Lucy Maud Montgomery o La casa de la pradera (1933/1971) de Laura Elizabeth Ingalls.

Sé que la adolescencia es un estado natural y necesario que debe ser atravesado por los chicos para llegar a su madurez, pero esa integración en la edad adulta habrá de traer inevitablemente consigo un despertar al mundo que puede ser traumático para su sentir poético. Pese a ello, espero que una vez hecha la travesía, conserven celosamente en su alma retazos de su ser de niños y que hagan lo que C. S. Lewis aconseja: 

«Preocuparse por ser mayor, admirar al adulto porque ha crecido, sonrojarse ante la sospecha de ser infantil; estas cosas son las marcas de la infancia y la adolescencia. Y en la infancia y la adolescencia son, con moderación, síntomas saludables. Las cosas jóvenes deberían querer crecer. Pero en la vida adulta o incluso en la madurez, esta preocupación por ser mayor es un síntoma de un desarrollo detenido: cuando tenía diez años leía cuentos de hadas en secreto y me habría avergonzado si me hubieran encontrado haciéndolo. Ahora que tengo cincuenta, los leo abiertamente. Cuando me convertí en hombre, dejé de lado cosas infantiles, incluido el miedo a la puerilidad y el deseo de ser adulto».

Porque la apreciación de lo que es realmente el mundo implica (tanto para los niños como para los adultos) el uso de talentos infantiles que nos vienen de fábrica, como el mirar con inocencia las cosas a través del ojo del alma, como la alegría de la invención y el descubrimiento, como la maravilla de la variedad y la fantasía, o la visión fresca de lo diferente, o el asombro ante lo creado; y todo eso, esa visión infantil del mundo, es lo que no debe faltarle a nuestros hijos nunca, por mucho que crezcan.  



Comentarios

  1. Gracias! Espero con ganas cada post. Siempre iluminan y dan ganas de leer cosas buenas

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  2. Un saludo apreciado Miguel, descubri este blog hace poco, y vengo siempre, a leer de adelante hacia atras y viceversa, en busqueda de los tesoros que aqui se depositan con tanta generosidad. Muchas gracias.

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